Señoras y señores: Y sin embargo, se creería que no puede dar lugar a dudas qué ha de entenderse por «sexual». Y bien, ante todo, lo sexual es lo indecoroso, aquello de lo que no está permitido hablar. Me han contado que los alumnos de un famoso psiquiatra se tomaron una vez el trabajo de convencer a su maestro de que los síntomas de las histéricas figuran con muchísima frecuencia cosas sexuales. Con este propósito lo llevaron ante el lecho de una histérica cuyos ataques imitaban indudablemente el proceso de un parto. Pero él dijo, meneando la cabeza: «Bueno, pero un parto no es nada sexual». No en todas las circunstancias, claro está un parto tiene que ser algo indecoroso.(VER NOTA (65))
Ya veo que les disgusta que tome en broma cosas tan serias. Pero no es enteramente broma. En serio: no es fácil indicar el contenido del concepto «sexual». Todo lo que se relaciona con la diferencia entre los dos sexos: eso sería quizá lo único pertinente, pero ustedes lo hallarán incoloro y demasiado amplio. Si ponen en el centro el hecho del acto sexual, enunciarán tal vez que sexual es todo lo que con el propósito de obtener una ganancia de placer se ocupa del cuerpo, en especial de las partes sexuales del otro sexo, y, en última instancia, apunta a la unión de los genitales y a la ejecución del acto sexual. Pero entonces no están ustedes muy lejos de la equiparación entre lo sexual y lo indecoroso, y en realidad el parto no pertenecería a lo sexual. Ahora bien, si convierten a la función de la reproducción en el núcleo de la sexualidad, corren el riesgo de excluir toda una serie de cosas que no apuntan a la reproducción y, no obstante, son con seguridad sexuales, como la masturbación y aun el besar. Pero ya estamos al tanto de que ensayar definiciones nos acarrea siempre dificultades; renunciemos a tener mejor suerte en este caso. Podemos vislumbrar que en el desarrollo del concepto de «sexual» ha ocurrido algo que, según una feliz expresión de H. Silberer, tuvo por consecuencia un «error de superposición (66)».
En general, no carecemos de orientación acerca de lo que los hombres llaman sexual. Para todas las necesidades prácticas de la vida cotidiana, bastará algo que combine las referencias a la oposición entre los sexos, a la ganancia de placer, a la función de la reproducción y al carácter de lo indecoroso que ha de mantenerse en secreto. Pero para la ciencia no basta con eso. En efecto, cuidadosas indagaciones, que por cierto sólo pudieron realizarse tras un abnegado olvido de sí mismo, nos han hecho conocer a grupos de individuos cuya «vida sexual» se aparta, de la manera más llamativa, de la que es habitual en el promedio. Una parte de estos «perversos» han borrado de su programa, por así decir, la diferencia entre los sexos. Sólo los de su mismo sexo pueden excitar sus deseos sexuales; los otros, y sobre todo sus partes sexuales, no constituyen para ellos objeto sexual alguno y, en los casos extremos, les provocan repugnancia. Desde luego, han renunciado así a participar en la reproducción. A estas personas las llamamos homosexuales o invertidos. Muchas veces -no siempre- son hombres y mujeres por lo demás intachables, de elevado desarrollo intelectual y ético, y aquejados sólo de esta fatal desviación. Por boca de sus portavoces científicos se presentan como una variedad particular del género humano, como un «tercer sexo» a igual título que los otros dos. Quizá tengamos después oportunidad de someter a crítica sus pretensiones. Por cierto que ellos no son, como gustarían proclamarse, una «cepa selecta» de la humanidad, sino que incluyen por lo menos tantos individuos inferiores e inútiles como los que hay en cualquier otra variedad en el orden sexual.
De todos modos, estos perversos hacen con su objeto sexual más o menos lo mismo que los normales con el suyo. Pero sigue luego una larga serie de anormales cuyas prácticas sexuales se apartan cada vez más de lo que un hombre dotado de razón considera apetecible. Por su diversidad y su anomalía sólo son comparables a los monstruos grotescos que Breughel ha pintado en La tentación de San Antonio, o a los dioses y fieles olvidados que Flaubert hace desfilar en larga procesión ante su piadoso penitente (VER NOTA**********(67)). Este tropel reclama alguna clase de orden; de lo contrario nos confundiríamos. Los dividimos en dos grupos: aquellos en que se ha mudado el objeto sexual (como en el caso de los homosexuales) y aquellos en quienes principalmente se alteró la meta sexual. Al primer grupo pertenecen los que renunciaron a la unión de los dos genitales y en el acto sexual los sustituyen, con un compañero, por otra parte o región del cuerpo; al hacerlo se sobreponen a la falta del dispositivo orgánico y al impedimento del asco. (Boca, ano en lugar de la vagina.) Después siguen otros para los que cuentan los genitales, mas no a causa de sus funciones sexuales, sino de otras en las que participan por razones anatómicas y motivos de proximidad. En ellos advertimos que las funciones excretorias, apartadas por indecorosas en la educación del niño, siguen siendo capaces de atraer sobre sí el pleno interés sexual. Otros, todavía, han resignado enteramente como objeto los genitales, elevando en su remplazo otra parte del cuerpo a la condición de objeto anhelado: el pecho de la mujer, el pie, una trenza. Vienen después los que no se interesan ni siquiera por una parte del cuerpo, pues una pieza de indumentaria les llena todos los deseos: un zapato, una ropa interior; son los fetichistas. Por último, las personas que reclaman el objeto total, pero le hacen determinadas demandas, raras u horrendas, incluida la de que se convierta en un cadáver inerme, y llevados por una compulsión criminal hacen lo preciso para poder gozarlo así. ¡Pero basta ya de crueldades por este lado!
El otro grupo está constituido por los perversos que han establecido como meta de los deseos sexuales lo que normalmente es sólo una acción preliminar y preparatoria. Son los que anhelan mirar y palpar a la otra persona, o contemplarla en sus funciones íntimas; o los que desnudan las partes pudendas de su cuerpo con la oscura esperanza de ser recompensados con una acción idéntica del otro. Después siguen los enigmáticos sádicos, cuya aspiración tierna no conoce otra meta que infligir dolores y martirizar a su objeto, desde muestras de humillación hasta graves daños corporales; y, como para contrabalancearlos, sus correspondientes, los masoquistas, cuyo único placer es soportar de su objeto amado toda clase de humillaciones y martirios, tanto en forma simbólica como real. Y otros todavía, en quienes varias de estas condiciones anormales se unen y se entrelazan; y por último, tenemos que saber que cada uno de estos grupos existe de dos maneras: junto a unos que buscan su satisfacción sexual en la realidad, existen otros que se contentan con imaginarse meramente esa satisfacción; a estos no les hace falta ningún objeto real, sino que pueden sustituírselo por la fantasía.
Y en todo esto no puede caber la mínima duda de que la práctica sexual de estos hombres consiste precisamente en tales locuras, extravagancias y horrores. No sólo que ellos la entienden así y la perciben como un sustituto; tenemos que decir también que cumple en su vida idéntico papel que la satisfacción sexual normal en la nuestra; para obtenerla hacen los mismos sacrificios, a menudo muy penosos, y puede estudiarse tanto a grandes rasgos como con el más fino detalle dónde estas anormalidades se apuntalan en lo normal y dónde se apartan. No se les escapa a ustedes, tampoco, que vuelve a aparecer aquí el carácter de lo indecoroso, adherido a la práctica sexual; pero a menudo se extrema hasta lo salaz.
Y ahora, señoras y señores, ¿qué actitud adoptaremos frente a estas maneras inusuales de la satisfacción sexual? Nada lograremos, es evidente, con indignarnos, exteriorizar nuestra repugnancia personal y asegurar que no compartimos tales concupiscencias. Nada de eso se nos pide. En definitiva es un campo de fenómenos como cualquier otro. También sería fácil rechazar el intento de no considerarlos so pretexto de que sólo son rarezas y curiosidades. Se trata, al contrario, de fenómenos muy frecuentes y difundidos. Pero si se nos alegase que no deben desorientarnos en nuestras opiniones sobre la vida sexual, puesto que todos y cada uno constituyen extravíos y deslices de la pulsión sexual, una seria réplica saldría a la liza. En efecto, si no comprendemos estas conformaciones patológicas de la sexualidad ni podemos reunirlas con la vida sexual normal, tampoco comprenderemos esta última. En suma: es una tarea insoslayable dar en la teoría razón cabal de la posibilidad de las llamadas perversiones y de su relación con la sexualidad pretendidamente normal.
Vendrán en nuestro auxilio, para esto, una intelección y dos nuevas experiencias. La primera la debemos a Iwan Bloch [1902-031; rectifica la concepción según la cual todas estas perversiones son «signos de degeneración» demostrando que tales aberraciones de la meta sexual, tales aflojamientos del nexo con el objeto sexual, ocurrieron desde siempre, en todas las épocas por nosotros conocidas y entre todos los pueblos, así los más primitivos como los de civilización más alta, y en ocasiones fueron tolerados y alcanzaron vigencia general. En cuanto a las dos experiencias, se han obtenido a raíz de la indagación psicoanalítica de los neuróticos; están destinadas a influir de manera decisiva sobre nuestra concepción de las perversiones sexuales.
Hemos dicho que los síntomas neuróticos son satisfacciones sexuales sustitutivas, y les he indicado que la confirmación de esta tesis mediante el análisis de los síntomas chocará con muchas dificultades. En efecto, sólo se certifica sí bajo «satisfacción sexual» incluimos las necesidades sexuales de los llamados perversos, pues con sorprendente frecuencia tenemos que interpretar los síntomas en ese sentido. La pretensión de excepcionalidad de los homosexuales o invertidos cae por tierra tan pronto comprobamos que en ningún neurótico faltan mociones homosexuales y que buen número de síntomas expresan esta inversión latente. Los que se autodenominan homosexuales no son sino los invertidos concientes y manifiestos, cuyo número palidece frente al de los homosexuales latentes. Ahora bien, nos vemos precisados a considerar la elección de objeto dentro del mismo sexo como una ramificación regular {regelmássige Abzwegung} de la vida amorosa, ni más ni menos, y cada vez más aprendemos a concederle particular importancia. No por ello, claro está, se cancelan las diferencias entre la homosexualidad manifiesta y la conducta normal; su significación práctica persiste, pero su valor teórico se reduce enormemente. Y aun respecto de una determinada afección que ya no podemos contar entre las neurosis de trasferencia, la paranoia, suponemos que por regla general nace del intento de defenderse de unas mociones homosexuales hiperintensas (ver nota(68)). Quizá recuerden ustedes todavía que una de nuestras pacientes actuaba (agieren} en su conducta obsesiva a un hombre, a su propio marido abandonado; este tipo de producción de síntomas, personificando a un hombre, es muy habitual en las mujeres neuróticas. Si bien no puede imputárselo en sí mismo a la homosexualidad, tiene mucho que ver con las premisas de esta.
Como ustedes probablemente saben, la neurosis histérica puede hacer sus síntomas en todos los sistemas de órgano y, por esa vía, perturbar todas las funciones. El análisis muestra que en ello encuentran exteriorización todas las mociones llamadas perversas que quieren sustituir los genitales por otros órganos. Estos se comportan entonces como genitales sustitutivos; y justamente la sintomatología de la histeria nos llevó a comprender que a los órganos del cuerpo ha de reconocérseles, además de su papel funcional, una significación sexual -erógena-, y son perturbados en el cumplimiento de aquella primera misión cuando la última los reclama con exceso (ver nota(69) ). Innumerables sensaciones e inervaciones que encontramos como síntomas en órganos que nada tienen que ver, en apariencia, con la sexualidad nos revelan así su naturaleza: son cumplimientos de mociones sexuales perversas, con relación a las cuales otros órganos han atraído sobre sí el significado de las partes genitales. Entonces advertimos también en qué gran medida los órganos de la recepción de alimentos y de la excreción pueden convertirse en portadores de la excitación sexual. Es, por tanto, lo mismo que nos han mostrado las perversiones, salvo que en estas se lo veía sin trabajo y de manera evidente, mientras que en la histeria tenemos que dar primero el rodeo por la interpretación de los síntomas y, después, no atribuir las mociones sexuales perversas en cuestión a la conciencia de los individuos, sino situarlas en el inconciente de ellos.
Entre los muchos cuadros sintomáticos en que aparece la neurosis obsesiva, los más importantes se revelan como nacidos de la presión de unas mociones sexuales sádicas hiperintensas, vale decir, perversas en su meta; y por cierto, según cuadra a la estructura de una neurosis obsesiva, los síntomas sirven preponderantemente para defenderse contra esos deseos o expresan la lucha entre la satisfacción y la defensa. Pero tampoco la satisfacción se queda corta; sabe imponerse en la conducta de los enfermos mediante unos rodeos y, de preferencia, se vuelve sobre la persona propia, se trueca en auto mortificación. Otras formas de esta neurosis, las cavilosas, corresponden a una sexualización desmedida de actos que normalmente se insertan como preámbulos en la vía hacia la satisfacción sexual normal: el querer ver y tocar, y el explorar. Aquí se nos esclarecen los vastos alcances de la angustia de contacto y de la compulsión a lavarse. Una parte insospechadamente grande de las acciones obsesivas, en calidad de repetición disfrazada y modificación, se remonta a la masturbación, acción única y monótona que, como se sabe, acompaña a las más diversas formas del fantasear sexual (VER NOTA**********(70)).
No me costaría mucho trabajo exponerles más en lo íntimo los vínculos entre perversión y neurosis, pero creo que lo dicho ha de bastar para nuestros propósitos. Ahora bien, tras estos esclarecimientos sobre el significado de los síntomas hemos de guardarnos de sobrestimar la frecuencia y la intensidad de las inclinaciones perversas de los hombres. Ya dijimos que uno puede enfermar de neurosis por frustración de la satisfacción sexual normal. Ahora bien, a raíz de esa frustración la necesidad se lanza por los caminos anormales de la excitación sexual. Más adelante podrán inteligir la forma en que esto ocurre. De todos modos, comprenderán ustedes que, en virtud de una retroestasis «colateral» de esa índole, las mociones perversas tengan que aparecer más fuertes de lo que habrían lucido si la satisfacción sexual normal no hubiera tropezado con ningún impedimento real (VER NOTA**********(71) ). Una ni fluencia parecida ha de admitirse también, por lo demás, respecto de las perversiones manifiestas. En muchos casos, son provocadas o activadas por el hecho de que unas circunstancias pasajeras o ciertas instituciones sociales permanentes (ver nota(72)) opusieron dificultades excesivas a una satisfacción normal de la pulsión sexual. En otros casos, sin duda, las inclinaciones a la perversión son por completo independientes de tales condiciones favorecedoras; por así decir, son el modo normal de vida sexual para ese individuo.
Quizá tengan en este momento la impresión de que hemos confundido, más que aclarado, el nexo entre sexualidad normal y perversa. Pero reflexionen en lo siguiente: Si es cierto que el estorbo de una satisfacción sexual normal o su privación en la vida real hace salir a la luz inclinaciones perversas en personas que nunca las habían exhibido, «es preciso suponer en estas algo que contrarrestaba esas perversiones; o, si ustedes quieren, tienen que haber preexistido en ellas en forma latente.
Por este camino llegamos a la segunda novedad que les anuncié (ver nota(73) ). La investigación psicoanalítica, en efecto, se ha visto precisada a tomar en consideración también la vida sexual del niño, y ello debido, por cierto, a que en el análisis de los s íntomas [de adultos], los recuerdos y ocurrencias por regla general reconducían a los primeros años de la infancia. Lo que así descubrimos fue corroborado después punto por punto mediante observaciones directas de niños(74). Se llegó entonces a este resultado: Todas las inclinaciones perversas arraigan en la infancia; los niños tienen toda la disposición f constitucional} a ellas y la ponen en práctica en una medida que corresponde a su inmadurez. En suma, la sexualidad perversa no es otra cosa que la sexualidad infantil aumentada y descompuesta en sus mociones singulares.
Comoquiera que sea, ahora verán ustedes las perversiones bajo otra luz y ya no desconocerán su trabazón con la vida sexual de los seres humanos. Pero, ¡a costa de qué sorpresas y de cuántas cosas que sentirán como penosas incongruencias! Sin duda, se inclinarán primero a impugnarlo todo: el que los niños tengan algo que sería lícito designar vida sexual, la justeza de nuestras observaciones y la justificación para descubrir en la conducta de los niños un parentesco con lo que más tarde se condenará como perversión. Permítanme, entonces, que primero les esclarezca los motivos de la renuencia de ustedes y después les exponga la suma de nuestras observaciones. Que los niños no poseerían ninguna vida sexual -excitaciones, necesidades y una suerte de satisfacción-, sino que la adquirirían de repente entre los 12 y los 14 años, he ahí algo tan inverosímil -prescindiendo de cualquier observación- desde el punto de vista biológico, y aun tan disparatado, como la afirmación de que vendrían al mundo sin genitales y es tos les crecerían sólo en el período de la pubertad. Lo que despierta en ellos en ese período es la función de la reproducción, que se sirve para sus fines de un material corporal y anímico preexistente. Ustedes incurren en el error de confundir sexualidad y reproducción, y así se cierran el camino para comprender la sexualidad, las perversiones y las neurosis. Pero este error es tendencioso. He aquí lo notable: tiene su fuente en el hecho de que ustedes mismos fueron niños y como tales estuvieron sometidos a la influencia de la educación. La sociedad, en efecto, tiene que hacerse cargo, como una de sus más importantes tareas pedagógicas, de domeñar la pulsión sexual cuando aflora como esfuerzo por reproducirse, tiene que restringirla y someterla a una voluntad individual que sea idéntica al mandato social. También tiene interés en posponer su desarrollo pleno hasta que el niño haya alcanzado un cierto grado de madurez intelectual; es que con el afloramiento pleno de la pulsión sexual toca a su fin también, en la práctica, la docilidad a la educación. En caso contrario, la pulsión rompería todos los diques y arrasaría con la obra de la cultura, trabajosamente erigida. Por otra parte, la tarea de domeñarla nunca es fácil; se la consuma ora con defecto, ora con exceso. El motivo de la sociedad humana es, en su raíz última, económico; como no posee los medios de vida suficientes para mantener a sus miembros sin que trabajen, tiene que restringir su número y desviar sus energías de la práctica sexual para volcarlas al trabajo. Vale decir, el eterno apremio de la vida, que desde los tiempos primordiales continúa hasta el presente.
La experiencia tiene que haber mostrado a los educadores que la tarea de guiar la voluntad sexual de la nueva generación sólo podía cumplirse sí se empezaba a influir sobre ella desde muy temprano, si en lugar de esperar la tormenta de la pubertad se intervenía ya en la vida sexual de los niños, que la preparaba. Con este propósito se prohibieron y se desalentaron en el niño casi todas las prácticas sexuales; se estableció como meta ideal conformar asexuada la vida del niño, y en el curso de los tiempos se consiguió por fin que realmente se la tuviera por asexual; la ciencia proclamó después esto como su doctrina. Además, para no ponerse en contradicción con esa creencia y esos propósitos, se omitió ver la práctica sexual del niño, lo cual no es poca hazaña, o bien los hombres de ciencia se conformaron con atribuirle una significación diversa. El niño es juzgado puro, inocente, y el que describa las cosas de alguna otra manera puede ser acusado de impío, sacrílego de los tiernos y sagrados sentimientos de la humanidad.
Los niños son los únicos que no participan de estas convenciones; con toda ingenuidad hacen valer sus derechos animales y demuestran una y otra vez que han dejado para más tarde el camino hacia la pureza. Cosa bastante extraña: los que desmienten la sexualidad infantil no cejan por eso en la educación, sino que persiguen con el máximo rigor las exteriorizaciones de lo desmentido bajo el título de «malas costumbres de los niños». De alto interés teórico es también que el período que contradice de la manera más flagrante el prejuicio de la infancia asexuada, el que llega hasta el quinto o el sexto año de vida, es cubierto después en la mayoría de las personas por el velo de una amnesia que sólo una exploración analítica desgarra radicalmente, pero que ya antes se dejó atravesar por formaciones oníricas aisladas.
Quiero exponerles ahora lo que más claramente puede averiguarse acerca de la vida sexual del niño. Permítanme que en aras de la conveniencia introduzca el concepto de libido. Exactamente igual que el, hambre, la libido está destinada a nombrar la fuerza en la cual se exterioriza la pulsión: en este caso es la pulsión sexual; en el caso del hambre, la pulsión de nutrición. Otros conceptos, como excitación sexual y satisfacción, no necesitan que se los elucide. En cuanto a las prácticas sexuales del lactante, son casi siempre materia de interpretación; ustedes mismos lo advertirán con facilidad o, quizá, sacarán partido de ese hecho para formular una objeción. Tales interpretaciones se obtienen sobre la base de las indagaciones analíticas en la medida en que el síntoma es rastreado hacia atrás. Las primeras mociones de la sexualidad aparecen en el lactante apuntaladas en otras funciones importantes para la vida. Su principal interés está dirigido, como ustedes saben, a la recepción de alimento; cuando se adormece luego de haberse saciado en el pecho, expresa una satisfacción beatífica, lo cual se repetirá más tarde tras la vivencia del orgasmo sexual. Esto sería demasiado poco para fundar una conclusión. Pero observamos que el lactante quiere repetir la acción de recepción de alimento sin pedir que se le vuelva a dar este; por tanto, no está bajo la impulsión del hambre. Decimos que chupetea (75), y el hecho de que con esta nueva acción también se adormezca con expresión beatífica nos muestra que, en sí y por sí, ella le ha dado satisfacción. Como es bien sabido, pronto adopta el hábito de no adormecerse sin haber chupeteado. El primero en sostener que esta práctica es de naturaleza sexual fue un viejo pediatra de Budapest, el doctor Lindner [1879]. Las personas encargadas de la crianza de los niños, ajenas a la intención de tomar partido en materia de teoría, parecen formarse una idea parecida. No dudan de que el chupeteo sirve sólo a una ganancia de placer, lo cuentan entre las malas costumbres del niño, a que él debe renunciar; cuando no quiere hacerlo por sí solo, lo obligan provocándole impresiones penosas. Así nos enteramos de que el lactante ejecuta acciones cuyo único propósito es la ganancia de placer. Somos de la opinión de que primero vivencia ese placer a raíz de la recepción de alimento, pero que pronto aprende a separarlo de esa condición. Sólo a la excitación de la zona de la boca y de los labios podemos referir esa ganancia de placer; llamamos zonas erógenas a estas partes del cuerpo y designamos como sexual al placer alcanzado mediante el chupeteo. Sin duda, todavía tenemos que someter a examen nuestra justificación para darle este nombre.
Si el lactante pudiera hablar, sin duda reconocería que el acto de mamar del pecho materno es de lejos el más importante en su vida. Y no andaría errado, pues con él satisface al mismo tiempo las dos grandes necesidades vitales. Y después nos enteramos por el psicoanálisis, no sin sorpresa, de la enorme importancia psíquica que este acto conserva durante toda la existencia. El mamar del pecho materno pasa a ser el punto de partida de toda la vida sexual, el modelo inalcanzado de toda satisfacción sexual posterior, al cual la fantasía suele revertir en momentos de apremio. Incluye el pecho materno como primer objeto de la pulsión sexual; no puedo darles una idea de la importancia de este primer objeto para todo hallazgo posterior de objeto, ni de los profundos efectos que, en sus mudanzas y sustituciones, sigue ejerciendo sobre los más distantes ámbitos de nuestra vida anímica. Pero diré que primero es resignado por el lactante en la actividad del chupeteo, y sustituido por una parte del cuerpo propio. El niño se chupa el pulgar, chupa su propia lengua. Por esa vía se independiza del mundo exterior en cuanto a la ganancia de placer, y además le suma la excitación de una segunda zona del cuerpo. No todas las zonas erógenas son igualmente generosas; por eso es una vivencia importante para el niño, según nos informa Lindner, descubrir en las exploraciones de su cuerpo propio sus zonas genitales particularmente excitables, con lo cual halla el camino que va del chupeteo al onanismo.
Tras la consideración del chupeteo tomamos conocimiento ya de dos caracteres decisivos de la sexualidad infantil. Esta aparece apuntalándose en la satisfacción de las grandes necesidades orgánicas y se comporta de manera autoerótica, es decir, busca y encuentra sus objetos en el cuerpo propio. Lo que se ha mostrado de la manera más nítida a raíz de la recepción de alimento, se repite en parte respecto de las excreciones. Inferimos que el lactante tiene sensaciones placenteras cuando vacía su vejiga y sus intestinos, y después organiza estas acciones de tal manera que le procuren la máxima ganancia de placer posible mediante las correspondientes excitaciones de las zonas erógenas de la mucosa. En este punto, como lo señaló la sutil Lou. Andreas-Salomé [1916] , el mundo exterior se le enfrenta por primera vez como un poder inhibidor, hostil a sus aspiraciones de placer, y así vislumbra las luchas externas e internas que librará después. No debe expeler sus excrementos cuando a él le da la gana, sino cuando otras personas lo determinan. Para moverlo a renunciar a estas fuentes de placer, se le declara que todo lo que atañe a estas funciones es indecente y está destinado a mantenerse en secreto. En este momento, por primera vez, debe intercambiar placer por dignidad social. Su relación con los excrementos mismos es al comienzo muy diversa. No siente asco ninguno frente a su caca, la aprecia como a una parte de su cuerpo de la que no le resulta fácil separarse, y la usa como un primer «regalo» para distinguir a personas a quienes aprecia particularmente. Aún después que la educación logró apartarlo de estas inclinaciones, traslada esa estima por la caca al «regalo» y al «dinero». Por otra parte, parece apreciar con particular orgullo sus hazañas urinarias (VER NOTA********** (76)).
Yo sé que desde hace largo rato ustedes están queriendo interrumpirme para espetarme:
« ¡Basta de barbaridades! ¡La defecación, una fuente de satisfacción sexual que ya explotaría el lactante! ¡La caca, una sustancia valiosa; el ano, una suerte de genital! No lo creemos, pero ahora comprendemos por qué pediatras y pedagogos han arrojado lejos de sí al psicoanálisis y a sus resultados». No, señores míos. Ustedes han olvidado una cosa, y es que yo quise presentarles los hechos de la vida sexual infantil en conexión con los hechos de las perversiones sexuales. ¿Por qué no habrían de saber que en gran número de adultos, así homosexuales como heterosexuales, el ano realmente toma en el comercio sexual el papel de la vagina? ¿Y qué hay muchos individuos que durante toda su vida conservan la sensación de voluptuosidad al defecar y en modo alguno la describen como de poca monta? En cuanto al interés por el acto de la defecación y al contento que se siente contemplándolo en otro, ustedes pueden corroborarlo por boca de los propios niños cuando ya son algo mayores y pueden comunicarlo. Desde luego, no tienen que haberlos amedrentado sistemáticamente de antemano; de lo contrario, se las arreglarán para callarlo. Y para las otras cosas en que ustedes no quieren creer, los remito a los resultados del análisis y a la observación directa de niños, y les digo que es lisa y llanamente una gran obra de ingenio no ver nada de esto o verlo de otro modo. Nada tengo que objetar si a ustedes les salta a la vista el parentesco de la sexualidad infantil con las perversiones sexuales. En verdad, es algo evidente; si el niño tiene en efecto una vida sexual, no puede ser sino de índole perversa, pues, salvo unos pocos y oscuros indicios, a él le falta lo que convierte a la sexualidad en la función de la reproducción. Y por otra parte, el carácter común a todas las perversiones es que han abandonado la meta de la reproducción. justamente, llamamos perversa a una práctica sexual cuando ha renunciado, dicha meta y persigue la ganancia de placer como meta autónoma. Bien comprenden ustedes, por tanto, que la ruptura y el punto de viraje en el desarrollo de la vida sexual se hallan en su subordinación a los propósitos de la reproducción Todo lo que acontece antes de ese viraje, y de igual modo todo lo que se ha sustraído a él, lo que sólo sirve a la ganancia de placer, es tildado con el infamante nombre de «perverso» y es proscrito como tal.
Permítanme, entonces, que prosiga con mi sucinto cuadro de la sexualidad infantil. Lo que he informado con relación a dos sistemas de órgano [el de la nutrición y el de la excreción] podría haberlo completado tomando en cuenta los otros. En efecto, la vida sexual del niño se agota en la práctica de una serie de pulsiones parciales que, independientemente unas de otras, buscan ganar placer en parte en el cuerpo propio, en parte ya en el objeto exterior. Entre estos órganos, muy pronto se distinguen los genitales; hay hombres en quienes la ganancia de placer que le deparan sus propios genitales, sin cooperación de los genitales de otra persona o sin la de otro objeto, prosigue sin interrupción desde el onanismo del lactante hasta el onanismo de apremio (ver nota (77)) de la pubertad, y aun persiste después durante un tiempo indefinidamente largo.
El tema del onanismo no puede despacharse tan rápidamente; es asunto para ser considerado desde muchos ángulos (VER NOTA********** (78)).
A pesar de mi tendencia a abreviar todavía más el tema, no puedo menos que decirles algo sobre la investigación sexual de los niños. Es que es demasiado característica de la sexualidad infantil y demasiado importante para la sintomatología de las neurosis (ver nota(79)). La investigación sexual infantil empieza muy temprano, a menudo antes del tercer año de vida. No arranca de la diferencia de los sexos (80), que nada significa para el niño, pues -al menos el varón- atribuye a ambos idénticos genitales, los masculinos. Si después el varón descubre la vagina en una hermanita o en una compañera de juegos, primero intenta desmentir el testimonio de sus sentidos, pues no puede concebir un ser humano semejante a él que carezca de esa parte que tanto aprecia. Más tarde siente temor ante la posibilidad que se le ha abierto; y sobre él ejercen su efecto con posterioridad las amenazas que pudo haber recibido antes por ocuparse con demasiada intensidad de su pequeño miembro. Así cae bajo el imperio del complejo de castración(81) , cuya configuración tanto influye sobre su carácter si permanece sano, sobre su neurosis sí enferma, y sobre sus resistencias en caso de que emprenda un tratamiento analítico. De la niñita sabemos que a causa de la falta de un gran pene visible se considera gravemente perjudicada; envidia al varón tal pertenencia y por este motivo, esencialmente, desarrolla el deseo de ser hombre, deseo que se retomará más tarde en la neurosis sobrevenida a causa de un fracaso en su papel femenino. Por lo demás, en la infancia el clítoris de la niña desempeña enteramente el papel del pene; es el portador de una particular excitabilidad, el lugar donde se alcanza la satisfacción autoerótica. Para que la niñita se haga mujer importa mucho que el clítoris ceda a tiempo y por completo esa sensibilidad a la vagina. En los casos de la llamada anestesia sexual de las mujeres, el clítoris ha conservado obstinadamente esa sensibilidad.
El interés sexual del niño se dirige primero, más bien, a saber de dónde vienen los bebés (VER NOTA********** (82)); es el mismo problema que supone el enigma de la Esfinge de Tebas, y la mayoría de las veces surge por unos temores egoístas frente a la llegada de un nuevo niño. La respuesta tradicional, que es la cigüeña la que trae a los niños choca con incredulidad ya en los más pequeños más a menudo de lo que sospechamos. La sensación de que los adultos le birlan la verdad contribuye mucho a que el niño se sienta solo y al desarrollo de su autonomía. Pero él no está en condiciones de solucionar este problema por sus propios medios. Su capacidad de conocimiento choca con las barreras que le impone la falta de desarrollo de su constitución sexual. Primero supone que los niños nacen cuando se ha comido algo en particular, y no sabe que sólo las mujeres pueden tenerlos. Más tarde advierte esta restricción y deja de creer que los niños vienen de la comida, teoría que subsiste en los cuentos. Cuando crece, pronto observa que el padre tiene que desempeñar algún papel en la venida de los niños, pero no puede colegir cuál. Si por casualidad es testigo de un acto sexual, lo ve como un intento de sometimiento, una violencia: el malentendido sádico del coito. Pero al comienzo no conecta este acto con el nacimiento del hijo. Y si descubre rastros de sangre en la cama o en la ropa interior de su madre, lo toma como prueba de que el padre le infligió una herida. A una edad más avanzada, sospecha que el órgano masculino tiene una participación esencial en la generación de los niños, pero no puede atribuir a esta parte del cuerpo otra función que no sea la micción.
Desde el principio los niños están contestes en que el nacimiento del hijo tiene que producirse por el intestino; por tanto, vendría al mundo como una porción de excremento. Sólo tras la desvalorización de todos los intereses anales esta teoría será abandonada y sustituida por el supuesto de que es el ombligo el que se abre o que la región del pecho entre las mamas es el lugar del nacimiento. De tal suerte, el niño se va aproximando en sus exploraciones al conocimiento de los hechos sexuales, o bien, extraviado por su ignorancia, los pasa por alto, hasta que, casi siempre en los años de la pre pubertad, recibe una información desvalorizadora e incompleta, que no raras veces ejerce efectos traumáticos.
Sin duda habrán oído decir ustedes, estimados señores, que el psicoanálisis extiende de manera abusiva el concepto de lo sexual, con el propósito de sustentar las tesis sobre la causación sexual de las neurosis y sobre la significación sexual de los síntomas. Ahora pueden juzgar por sí mismos si esa extensión es injustificada. Hemos ampliado el concepto de la sexualidad sólo hasta el punto en que pueda abarcar también la vida sexual de los perversos y la de los niños. Es decir, le hemos devuelto su extensión correcta. Lo que fuera del psicoanálisis se llama sexualidad se refiere sólo a una vida sexual restringida, puesta al servicio de la reproducción y llamada normal.
NOTAS
65 [La obra principal de Freud sobre este tema es, desde luego, Tres ensayos de teoría sexual (1905d), a la cual hizo gran número de agregados y enmiendas en las ediciones sucesivas durante los veinte años posteriores a su publicación. En un «Apéndice» a dicha obra dimos una lista de sus otras contribuciones importantes al respecto; cf. AE, 7, págs. 223-4. El material de esta conferencia y de la siguiente fue extraído básicamente de los Tres ensayos.]
66 [«Überdeckungsfehler»; véase Silberer (1914). Lo que parece querer decir Silberer es que en ciertas ocasiones una persona piensa erróneamente que está observando una sola cosa cuando en verdad está observando dos cosas superpuestas.]
67 [Flaubert, La tentation de Saint Antoine, parte V de la versión final (1874).]
68 [Un examen más amplio de la paranoia se hallará en la 26ª conferencia.]
69 [Este punto se discute con más detalle en «La perturbación psicógena de la visión según el psicoanálisis» (1910i), AE, 11, págs. 213 y sigs.]
70 [El mecanismo de desarrollo de las acciones obsesivas se describe más minuciosamente en «Acciones obsesivas y prácticas religiosas» (1907b), AE, 9, págs. 106 y sigs.,]
71 [Esta analogía de un flujo colateral a través de vasos comunicantes se explica con más claridad en el primero de los Tres ensayos (1905d), AE, 7, pág. 155. Cf. También infra, pág. 314.]
72 [Esto último es examinado detenidamente por Freud en «La moral sexual "cultural" y la nerviosidad moderna» (1908d), 9, esp. págs. 178-9.]
73 [La primera había sido el destacado papel que cumple la perversión sexual en las neurosis. Lo que sigue fue abordado de modo más somero en la 13ª conferencia, 15, págs. 190 y sigs.]
74 [Las primeras de estas observaciones directas fueron las del caso del pequeño Hans (1909b).]
75 {Freud emplea aquí dos términos coloquiales de difícil traducción, «lutschen» y «ludeln»; Strachey los tradujo al inglés por la expresión «sensual sucking», que literalmente sería tanto «mamada sensual» como «chupada sensual» (to suck es «marnar» y «chupar»), diferenciándola de «nutritive sucking» o «marnada» para procurarse alimento. En nuestra traducción, debe entenderse que el «chupeteo» incluye siempre el componente erótico.}
76 [La relación entre las heces y el dinero fue examinada por Freud en un trabajo titulado «Carácter y erotismo anal» (1908b) y en otro posterior, casi contemporáneo de la presente conferencia: «Sobre las trasposiciones de la pulsión, en particular del erotismo anal» (1917c). El nexo entre la micción y el orgullo fue señalado por él en el análisis de un sueño en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, págs.466-7.]
77 [«Notonanie»; literalmente, «masturbación por necesidad», o sea, impuesta al individuo por las circunstancias {biológicas y sociales}.]
78 [Los comentarios más extensos de Freud sobre este tema se encuentran en «Contribuciones para un debate sobre el onanismo» (1912f), AE, 12, págs. 249 y sigs., donde doy mayores referencias en una «Nota introductoria».]
79 [Cf. «Sobre las teorías sexuales infantiles» (1908c).]
80 [Esta afirmación, así como la que figura al comienzo del siguiente párrafo, fue corregida más adelante por Freud en «Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos» (1925j), AE, 19, pág. 271, n. 8. Estableció allí que el problema de la distinción de los sexos es cronológicamente anterior al del origen de los niños, al menos para la niña.]
81 [Esto ya había sido mencionado en la 13ª conferencia y vuelve a aparecer más adelante. La primera publicación que contiene las concepciones de Freud sobre el complejo de castración es el caso del pequeño Hans (1909b), aunque había aludido a ellas en su trabajo «Sobre las teorías sexuales infantiles» (1908c), AE, 9, pág. 193. El vínculo del complejo de castración con el complejo de Edipo fue examinado en detalle en años posteriores, particularmente en los trabajos «El sepultamiento del complejo de Edipo» (1924d) y «Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos» (1925j.)]
82 [Esta afirmación, así como la que figura al comienzo del siguiente párrafo, fue corregida más adelante por Freud en «Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos» (1925j), AE, 19, pág. 271, n. 8. Estableció allí que el problema de la distinción de los sexos es cronológicamente anterior al del origen de los niños, al menos para la niña.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario