El niño tiene necesidad de magia.
La importancia de la externalización. Pp.53-76
El niño
tiene necesidad de magia
Tanto los mitos como los cuentos de hadas responden
a las eternas preguntas: ¿Cómo es el mundo en realidad? ¿Cómo tengo que vivir
mi vida en él? ¿Cómo puedo ser realmente yo? Las respuestas que dan los mitos
son concretas, mientras que las de los cuentos de hadas son meras indicaciones;
sus mensajes pueden contener soluciones, pero éstas nunca son explícitas. Los
cuentos dejan que el niño imagine cómo puede aplicar a sí mismo lo que la
historia le revela sobre la vida y la naturaleza humana.
El cuento avanza de
manera similar a cómo el niño ve y experimenta el mundo; es precisamente por
este motivo que el cuento de hadas resulta tan convincente para él. El cuento
lo conforta mucho más que los esfuerzos por consolarlo basados en razonamientos
y opiniones adultos. El pequeño confía en lo que la historia le cuenta, porque
el mundo que ésta le presenta coincide con el suyo. Sea cual sea nuestra edad,
sólo serán convincentes para nosotros aquellas historias que estén de acuerdo
con los principios subyacentes a los procesos de nuestro pensamiento. Si esto
es cierto en cuanto al adulto, que ya ha aprendido a aceptar que hay más de un
punto de referencia para comprender el mundo — aunque nos sea difícil, si no
imposible, pensar en otro que no sea el nuestro—, lo es especialmente para el
niño, puesto que su pensamiento es de tipo animista. Como en todos los pueblos
preliterarios y en los que la evolución ha llegado ya a la etapa literaria, «el
niño supone que sus relaciones con el mundo inanimado son exactamente iguales que
las que tiene con el mundo animado de las personas: acaricia el objeto de su
agrado tal como haría con su madre; golpea la puerta que se ha cerrado
violentamente ante él». 14
Hemos de añadir que el niño acaricia este objeto
porque está convencido de que a esta cosa tan bonita le gusta, como a él, ser
mimada; y, por otra parte, castiga a la puerta porque cree que ésta le ha
golpeado deliberadamente, con mala intención. Tal como Piaget afirma, el
pensamiento del niño sigue siendo animista hasta la pubertad. Los padres y los
profesores le afirman que las cosas no pueden sentir ni actuar; y por más que
intenta convencerse de ello para complacer a los adultos, o para no hacer el
ridículo, en el fondo el niño está seguro de la validez de sus propias ideas.
Al estar sujeto a las enseñanzas racionales de los otros, el pequeño oculta su
«verdadero conocimiento» en el fondo de su alma, permaneciendo fuera del
alcance de la racionalidad. Sin embargo, puede ser formado e informado por lo
que relatan los cuentos de hadas. Para un niño de ocho años (citando un ejemplo
de Piaget), el sol está vivo puesto que da luz (y, podríamos añadir, lo hace
porque quiere).
Para la mente animista del niño, una piedra está viva porque
puede moverse, como ocurre cuando baja rodando por una colina. Incluso un niño
de doce años y medio está convencido de que un riachuelo está vivo y tiene
voluntad, porque sus aguas fluyen constantemente. Así pues, el sol, la piedra y
el agua, para el niño, están poblados de seres parecidos a las personas, por lo
tanto, sienten y actúan como éstas. 15 Para el niño no hay ninguna división
clara que separe los objetos de las cosas vivas; y cualquier cosa que tenga
vida la tiene igual que nosotros. Si no comprendemos lo que nos dicen las
rocas, los árboles y los animales, es porque no armonizamos suficientemente con
ellos. Para el pequeño que intenta comprender el mundo, es más que razonable
esperar respuestas de aquellos objetos que excitan su curiosidad. El niño está
centrado en sí mismo y espera que los animales le hablen de las cosas que son
realmente importantes para él, como sucede en los cuentos de hadas y como él
mismo hace con los animales de verdad o de juguete. Cree sinceramente que los
animales entienden y sienten junto a él, aunque no lo demuestren abiertamente.
Puesto que los animales vagan libre y tranquilamente por el mundo, es natural
que en los cuentos de hadas estos mismos animales guíen al héroe en sus
pesquisas que lo conducen a lugares lejanos. Si todo lo que se mueve está vivo,
es lógico que el niño piense que el viento puede hablar y arrastrar al héroe
hacia donde éste pretende llegar, como en «Al este del sol y al oeste de la
luna». 16 En el pensamiento animista no sólo los animales piensan como
nosotros, sino que también las piedras están vivas; por lo tanto, el hecho de
convertirse en una piedra significa simplemente que este ser tiene que
permanecer silencioso e inmóvil durante algún tiempo. Siguiendo el mismo
razonamiento, es perfectamente lógico que los objetos, antes silenciosos, empiecen
a hablar, a dar consejos y a acompañar al héroe en sus andanzas.
Desde el
momento en que todas las cosas están habitadas por seres similares a todos los
demás (sobre todo al del niño, que ha proyectado su propio espíritu a todas
ellas), es totalmente posible que, debido a esta igualdad inherente, los
hombres puedan convertirse en animales, o viceversa, como en «La bella y la
bestia» o «El rey rana». 17 Si no existe una clara línea divisoria entre las
cosas vivas y las cosas muertas, estas últimas pueden convertirse, también, en
algo vivo. Cuando los niños buscan, como los grandes filósofos, soluciones a
las preguntas fundamentales —«¿Quién soy yo? ¿Cómo debo tratar los problemas de
la vida? ¿En qué debo convertirme?»—, lo hacen a partir de su pensamiento
animista. Al ignorar el niño en qué consiste su existencia, la primera cuestión
que surge es «¿quién soy yo?». Tan pronto como el niño empieza a deambular y
explorar, comienza también a plantearse el problema de su identidad.
Cuando
examina su propia imagen reflejada en el espejo, se pregunta si lo que está
viendo es realmente él, o si se trata de otro niño exactamente igual que él,
situado detrás del espejo. Intenta, entonces, averiguar, examinándolo, si este
otro niño es igual que él en todos los aspectos. Hace muecas, se pone de esta o
aquella manera, se aleja del espejo y vuelve a él con un brinco para descubrir
si el otro se ha ido o si todavía sigue allí. A los tres años de edad, un niño
se ha enfrentado ya con el difícil problema de la identidad personal. El niño
se pregunta a sí mismo: «¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Cómo empezó a existir
el mundo? ¿Quién creó al hombre y a los animales? ¿Cuál es la finalidad de la
vida?».
En realidad, se plantea estas cuestiones, no de un modo abstracto, sino
tal como le afectan a él. No se preocupa por si existe o no justicia para cada
individuo, lo único que le inquieta es saber si él será tratado con justicia.
Se pregunta quién o qué le lleva hacia la adversidad, y qué es lo que puede
evitar que esto suceda. ¿Existen fuerzas benévolas además de los padres? ¿Son
los padres fuerzas benévolas? ¿Cómo debería formarse a sí mismo y por qué? ¿Le
queda todavía alguna esperanza si se ha equivocado? ¿Por qué le ha sucedido
todo esto? ¿Qué significa esto para su futuro?
Los cuentos de hadas
proporcionan respuestas a todas estas cuestiones urgentes, y el niño es
consciente de ellas sólo a medida que avanza la historia. Desde el punto de
vista adulto, y en términos de la ciencia moderna, las respuestas que ofrecen
los cuentos de hadas están más cerca de lo fantástico que de lo real. De hecho,
estas soluciones son tan incorrectas para muchos adultos — ajenos al modo en
que el niño experimenta el mundo— que se niegan a revelar a sus hijos esa
«falsa» información. Sin embargo, las explicaciones realistas son, a menudo,
incomprensibles para los niños, ya que éstos carecen del pensamiento abstracto
necesario para captar su sentido. Los adultos están convencidos de que, al dar
respuestas científicamente correctas, clarifican las cosas para el niño. Sin
embargo, ocurre lo contrario: explicaciones semejantes confunden al pequeño, le
hacen sentirse abrumado e intelectualmente derrotado.
Un niño sólo puede
obtener seguridad si tiene la convicción de que comprende ahora lo que antes le
contrariaba; pero nunca a partir de hechos que le supongan nuevas
incertidumbres. Aunque acepte este tipo de respuestas, el niño llega incluso a
dudar de que haya planteado la pregunta correcta. Si la respuesta carece de
sentido para él, es que debe aplicarse a algún problema desconocido, pero no al
que el niño había hecho referencia. Por ello, es importante recordar que tan
sólo resultan convincentes los razonamientos que son inteligibles en términos
del conocimiento y preocupaciones emocionales del niño. El hecho de que la
tierra flote en el espacio, que gire alrededor del sol atraída por la fuerza de
la gravedad sin caer hacia él, del mismo modo que un niño cae al suelo, resulta
sumamente confuso para él. El niño sabe, por su propia experiencia, que todo debe
apoyarse o sostenerse en algo.
Únicamente una explicación basada en este
conocimiento le hará sentir que sabe ya algo más acerca de la tierra en el
espacio. Y aún más importante, le hará sentirse seguro en la tierra, pues el
niño tiene necesidad de creer que este mundo está firmemente sujeto en su
sitio. Por esta razón, encuentra una explicación mucho más satisfactoria en un
mito que cuenta que la tierra está sostenida por una tortuga, o que un gigante
la aguanta. Si un niño acepta como verdadero lo que sus padres le cuentan —que
la tierra es un planeta firmemente asentado en su lugar correspondiente gracias
a la gravedad—, imaginará que la gravedad no es más que una cuerda. Así, la
explicación de los padres no habrá conducido a una mayor comprensión ni a un
sentimiento de seguridad. Hace falta una considerable madurez intelectual para
llegar a creer que puede haber estabilidad en la vida, cuando el suelo que uno
pisa (el objeto más firme que nos rodea y en el que todo se apoya) da vueltas
en torno a un eje invisible y a una velocidad increíble; gira alrededor del
sol, y para colmo, se desliza por el espacio junto con todo el sistema solar.
No he encontrado todavía ningún niño que haya podido comprender, antes de la
pubertad, todos estos movimientos combinados, aunque algunos sean capaces de
repetir exactamente esta información. Estos niños repiten automáticamente, como
un loro, explicaciones que, de acuerdo con su propia experiencia del mundo, no
son más que mentiras que han de creer como si fueran ciertas porque lo ha dicho
un adulto. Como consecuencia, los niños desconfían de su propia experiencia y,
por lo tanto, de sí mismos y de lo que su mente les sugiere.
A finales dé 1973,
era noticia el cometa Kohoutek. Por aquel entonces, un competente profesor de ciencias
explicó el cometa a un reducido grupo de niños considerablemente inteligentes
de segundo y tercer grados. Cada niño había recortado cuidadosamente un círculo
de papel y había dibujado en él la trayectoria de los planetas alrededor del
sol; una elipse de papel, unida al círculo mediante una hendidura, representaba
el curso del cometa. Los niños me mostraron el cometa circulando en ángulo
respecto a los planetas.
Cuando les pregunté, los niños me dijeron que estaban
sosteniendo el cometa en sus manos, mostrándome la elipse. Al preguntarles cómo
podía estar también en el cielo el cometa que tenían en sus manos, quedaron
perplejos. En su confusión se dirigieron a su profesor, quien, cuidadosamente,
les explicó que lo que ahora tenían en sus manos, y que habían creado con tanto
esfuerzo, no era más que un modelo de los planetas y del cometa. Los niños
aseguraron que lo comprendían y, si se les preguntara de nuevo, volverían a dar
esta misma respuesta. Pero, así como antes habían contemplado con orgullo este
círculo con elipse que sostenían en sus manos, ahora habían perdido todo
interés por él. Algunos arrugaron el papel y otros lo tiraron a la papelera.
Mientras creyeron que aquellos trozos de papel eran el cometa, planearon todos
llevar el modelo a casa para mostrarlo a sus padres, pero ahora ya no tenía
ningún significado para ellos.
Al intentar que un niño acepte explicaciones
científicamente correctas, los padres desestiman, demasiado a menudo, los
descubrimientos científicos acerca de cómo funciona la mente del niño. Las
investigaciones sobre los procesos mentales infantiles, especialmente las de
Piaget, demuestran de modo harto convincente que el niño pequeño no es capaz de
comprender los dos conceptos abstractos de permanencia de cantidad, y de reversibilidad;
por ejemplo, no pueden entender que la misma cantidad de agua en un recipiente
estrecho permanezca a un nivel superior que si la colocamos en otro más ancho,
donde el nivel será inferior; así como tampoco ven que la resta es el proceso
inverso a la suma. Hasta que no llegue a comprender estos procesos abstractos,
el niño podrá experimentar el mundo sólo de modo subjetivo. 18 Las
explicaciones científicas requieren un pensamiento objetivo.
Las
investigaciones, tanto teóricas como experimentales, muestran que ningún niño,
por debajo de la edad escolar, es realmente capaz de captar estos dos
conceptos, sin los cuales todo pensamiento abstracto resulta imposible. En su
más temprana edad, hasta los ocho o diez años, el niño sólo puede desarrollar
conceptos sumamente personalizados sobre lo que experimenta. Por ello, es
natural que el niño vea la tierra como una madre o una diosa, o por lo menos
como una gran morada, ya que las plantas que en ella crecen lo alimentan, al
igual que hizo el pecho materno.
Incluso un niño pequeño sabe, de algún modo, que ha
sido creado por sus padres; por lo tanto, es muy importante para él averiguar
que, a semejanza suya, todos los hombres, vivan donde vivan, han sido creados
por una figura sobrehumana no muy diferente de sus padres: algún dios o diosa.
Naturalmente, el niño cree que existe algo parecido a los padres, que cuidan de
él y le proporcionan todo lo necesario, aunque mucho más poderoso, inteligente
y digno de confianza — un ángel de la guarda—, que hace esto mismo en el mundo.
Así pues, el niño experimenta el mundo a semejanza de sus padres y de lo que
ocurre en el seno de su familia. Los antiguos egipcios, al igual que las
criaturas, veían el cielo y el firmamento como un símbolo materno (Nut) que se
extendía sobre la tierra para protegerla, cubriéndola serenamente a ella y a
los hombres. 19
Lejos de impedir que, posteriormente, el hombre desarrolle una
explicación más racional del mundo, esta noción ofrece seguridad donde y cuando
más se necesita: una seguridad que, llegado el momento, permite una visión
verdaderamente racional del mundo. La vida en un pequeño planeta rodeado de un
espacio ilimitado es, para el niño, horriblemente solitaria y fría; exactamente
lo contrario de lo que, según él, debería ser la vida.
Esta es la razón por la
que los antiguos necesitaban sentirse protegidos y abrigados por una envolvente
figura materna. Despreciar una imagen protectora de este tipo, como simples
proyecciones de una mente inmadura, es privar al niño de un aspecto de la seguridad
y confort duraderos que necesita. En realidad, la noción de un cielo-madre
protector puede coartar a la mente si uno se aferra a ella durante mucho
tiempo.
Ni las proyecciones infantiles ni la dependencia en las imágenes
protectoras —tales como el ángel de la guarda que vela por nosotros cuando
estamos dormidos o durante la ausencia de nuestra madre— ofrecen una verdadera
seguridad; pero, visto que uno mismo no puede proporcionarse una seguridad
completa, es preferible utilizar las imágenes y proyecciones que carecer de
seguridad. Si se experimenta durante un período suficientemente largo, esta
seguridad (en parte, imaginada) permite al niño desarrollar un sentimiento de
confianza en la vida, necesario para poder confiar en sí mismo; dicho sentimiento
es básico para que aprenda a resolver sus problemas vitales a través de una
creciente capacidad racional.
A veces el niño reconoce que lo que ha tomado
como literalmente cierto —la tierra como madre— no es más que un símbolo. Por
ejemplo, un niño que ha aprendido, gracias a los cuentos de hadas, que lo que
al principio parecía un personaje repulsivo y amenazador puede convertirse
mágicamente en un buen amigo, está preparado para suponer que un niño extraño,
al que teme, puede pasar a ser un compañero deseable en vez de parecer una
amenaza. El hecho de creer en la «verdad» del cuento de hadas le da valor para
no dejarse acobardar por la forma en que esta persona extraña se le aparece al
principio.
Cuando recuerda que el héroe de numerosos cuentos triunfa en la vida
por atreverse a proteger a una figura aparentemente desagradable, el niño cree
que también a él puede sucederle este hecho mágico.
He tenido ocasión de
observar muchos ejemplos en los que, especialmente al final de la adolescencia,
se necesita creer, durante algún tiempo, en la magia para compensar la
privación a la que, prematuramente, ha estado expuesta una persona en su
infancia debido a la violenta realidad que la ha constreñido. Es como si estos
jóvenes sintieran que se les presenta ahora su última oportunidad para
recuperarse de una grave deficiencia en su experiencia de la vida; o que, sin
haber pasado por un período de creencia en la magia, serán incapaces de
enfrentarse a los rigores de la vida adulta.
Muchos jóvenes que hoy en día
buscan un escape en las alucinaciones producidas por la droga, que se ponen de
aprendices de algún gurú, que creen en la astrología, que practican la «magia
negra» o que de alguna manera huyen de la realidad, abandonándose a ensueños
diurnos sobre experiencias mágicas que han de transformar su vida en algo
mejor, fueron obligados prematuramente a enfrentarse a la realidad, con una
visión semejante a la de los adultos. El intentar evadirse así de la realidad
tiene su causa más profunda en experiencias formativas tempranas que impidieron
el desarrollo de la convicción de que la vida puede dominarse de forma
realista. Parece que el individuo desea repetir, a lo largo de su vida, el
proceso implicado históricamente en la génesis del pensamiento científico.
En
el curso de la historia, vemos que el hombre se servía de proyecciones
emocionales —como los dioses— nacidas de esperanzas y ansiedades inmaduras,
para explicar el hombre, su sociedad y el universo; estas explicaciones le
prestaban un cierto sentimiento de seguridad. Entonces, poco a poco, gracias a
su progreso social, científico y tecnológico, el hombre comenzó a liberarse de
su constante temor por la propia existencia. Sintiéndose ya más seguro en el
mundo, y también de sí mismo, el hombre pudo empezar a cuestionarse la validez
de las imágenes que había utilizado en el pasado como instrumentos
explicativos. A partir de aquel momento, las proyecciones «infantiles» del
hombre fueron desapareciendo hasta ser sustituidas por explicaciones
racionales. Sin embargo, este proceso no se da, de ningún modo, sin fantasías.
En períodos intermedios difíciles y de tensión, el hombre vuelve a buscar
consuelo en la noción «infantil^; de que él y su lugar de residencia son el
centro del universo.
Traducido a términos de conducta humana, cuanto más
segura se siente una persona en el mundo, tanto menos necesitará apoyarse en
proyecciones «infantiles» — explicaciones míticas o soluciones de cuentos de
hadas para los eternos problemas vitales— y más podrá buscar explicaciones
racionales. Cuanto más seguro de sí mismo se siente un hombre, tanto menos le
cuesta aceptar una explicación que afirme que su mundo tiene muy poca
importancia en el cosmos. No obstante, una vez se siente realmente importante
en su entorno humano, poco le preocupa ya el papel que su planeta puede
desempeñar dentro del universo.
Por otra parte, cuanto más inseguro se siente
uno de sí mismo y de su lugar en el mundo inmediato, tanto más se retrae, a
causa del temor, o se dirige hacia el exterior para conquistar el espacio. Es
exactamente lo contrario de explorar sin una seguridad que libere nuestra
curiosidad. Por estas mismas razones, un niño, mientras no esté seguro de si su
entorno humanó lo protegerá, necesita creer que existen fuerzas superiores que
velan por él, como el ángel de la guarda, y que, además, el mundo y su propio
lugar en él son de vital importancia. Aquí vemos una cierta conexión entre la
capacidad de la familia para proporcionar una seguridad básica y la facilidad
del niño para comprometerse en investigaciones racionales al ir haciéndose
mayor. Antes, cuando los padres creían ciegamente que las historias bíblicas
resolvían el enigma y objetivo de nuestra existencia, resultaba mucho más
sencillo el procurar que el niño se sintiera seguro. Se suponía que la Biblia
contenía la respuesta a las cuestiones más acuciantes: en ella el hombre
aprendía todo lo que necesitaba para comprender el mundo, la creación y, sobre
todo, cómo comportarse en él.
En el mundo occidental, la Biblia proporcionó
también arquetipos para la imaginación del hombre. Pero por muy rica que fuera
la Biblia en historias, éstas no eran, incluso durante las épocas más
religiosas, lo suficientemente adecuadas como para colmar todas las necesidades
psíquicas del hombre. Ello se debe a que tanto el Antiguo como el Nuevo
Testamento y las historias de los santos brindan respuestas a cuestiones sobre
cómo llevar una vida virtuosa, pero sin ofrecer, en ningún momento, soluciones
a los problemas planteados por la parte más enigmática de nuestra personalidad.
Las historias bíblicas sugieren una única solución a estos aspectos asociales
del inconsciente: la represión de estos (inaceptables) impulsos. Los niños, al
no tener las presiones del ello bajo el control consciente, necesitan historias
que les permitan, como mínimo, satisfacer estas tendencias «perversas» en su
fantasía, e imaginar modelos específicos para sublimarlas.-
Para soportar los
remordimientos de la envidia, el niño ha de ser animado a inventar fantasías en
las que, algún día, llegará a superar su conflicto; entonces podrá ya dominar
la situación, puesto que está convencido de que el futuro arreglará las cosas
de modo justo. Ante todo, el niño precisa del crecimiento, del duro trabajo y
de la madurez para mantener la frágil creencia de que, así, llegará algún día a
alcanzar la victoria definitiva. Si sabe que sus actuales sufrimientos serán
recompensados en el futuro, no tiene por qué actuar impulsado por los celos que
siente en este momento, como hizo Caín. Los cuentos de hadas, como las
historias bíblicas y los mitos, componen la literatura que ha educado a todo el
mundo —tanto niños como, adultos— durante casi toda la existencia humana.
Muchas de las historias contenidas en la Biblia son comparables a los cuentos
de hadas, si exceptuamos el hecho de que Dios es el tema central.
En el relato
de Jonás y la ballena, por ejemplo, Jonás intenta huir de las demandas de su
super-yo (de su conciencia) para que luche contra la inmoralidad de las gentes
de Nínive. Las vicisitudes por las que pasa su personalidad son, como en la
mayoría de los cuentos de hadas, un arriesgado viaje en el que él mismo debe
ponerse a prueba. Este viaje de Jonás a través del mar lo conduce al vientre de
un enorme pez. Allí, ante aquel inmenso peligro, Jonás descubre una moral más
elevada, un yo superior, y, renaciendo así prodigiosamente, vuelve dispuesto ya
a enfrentarse a las rigurosas exigencias de su super-yo. No obstante, este
renacimiento solo no completa su verdadera existencia humana: el no ser esclavo
del ello ni del principio del placer (eludiendo arduas tareas al intentar
escapar de su influencia) ni del super-yo (deseando la destrucción de la ciudad
inmoral) significa haber alcanzado la verdadera libertad, una identidad
superior. Jonás sólo consigue su completa calidad humana después de liberarse
de las instancias de su mente. Al abandonar la ciega obediencia al ello y al
super-yo, logra reconocer la sabiduría de Dios juzgando al pueblo de Nínive, no
según las estructuras rígidas del super-yo de Jonás, sino de acuerdo con las
debilidades humanas.
*«El acto de conocer incluye una apreciación, un
coeficiente personal que da forma a todo conocimiento real», escribe Michael
Polanyi. Si un importante científico tiene que confiar en un grado considerable
de «conocimiento personal», parece evidente que los niños no podrán adquirir un
conocimiento verdaderamente significativo para ellos, si antes no le han dado
forma mediante la introducción de sus coeficientes personales
El negar las historias realistas a los niños sería
tan estúpido como prohibir los cuentos de hadas; hay un lugar importante para
cada uno de ellos en la vida del niño. Las historias realistas resultan, por sí
solas, algo completamente inútil. Sin embargo, cuando se combinan con una
orientación amplia y psicológicamente correcta referida a los cuentos, el niño
recibe una información se dirige a las dos partes de su personalidad en
desarrollo: la racional y la emocional. Los cuentos de hadas tienen algunos
rasgos parecidos a los de los sueños, pero no a los sueños de los niños, sino a
los de los adolescentes o adultos. Por muy sobrecogedores e incomprensibles que
sean los sueños de un adulto, todos sus detalles tienen sentido cuando se
analizan, y permiten que el que sueña comprenda lo que atormenta a su
inconsciente. Al examinar los propios sueños, una persona puede llegar a
comprenderse mucho mejor a sí misma, a través de la captación de aspectos de su
vida mental a los que no había prestado atención o que habían sido
distorsionados, negados o ignorados anteriormente.
Al tener en cuenta el
importante papel que estos deseos, necesidades, pulsiones y ansiedades
inconscientes juegan en la conducta, la nueva percepción de sí misma que una
persona consigue a partir de sus sueños le permite obtener unos resultados
mucho más valiosos. Los sueños de los niños son muy sencillos: satisfacen sus
deseos y dan forma tangible a sus ansiedades. Por ejemplo, un niño sueña que un
animal devora a una persona o que lo golpea brutalmente. Los sueños de un niño
tienen un contenido inconsciente apenas alterado por su yo; las funciones
mentales superiores casi no intervienen en la elaboración del sueño. Por esta
razón, los niños no pueden ni deben analizar sus sueños.
El yo de un niño
todavía es débil y está en proceso de formación. Particularmente antes de la
edad escolar, el niño tiene que luchar continuamente para evitar que las
presiones de sus deseos se impongan sobre su personalidad total; debe librar
una batalla en contra de los poderes del inconsciente, de la que, a menudo,
sale derrotado. Esta lucha, que nunca está ausente por completo de nuestras
vidas, sigue siendo, en la adolescencia, una batalla sin resolver, a pesar de
que, con el paso del tiempo, tenemos que luchar también contra las tendencias
irracionales del super-yo. A medida que vamos creciendo, las tres instancias de
la mente—ello, yo y super-yo— se articulan y se separan una de otra cada vez
con mayor claridad, pudiendo cada una de ellas interrelacionarse con las otras
dos, sin que el inconsciente se imponga al consciente. Las acciones del yo para
controlar al ello y al super-yo son cada vez más variadas, y los esfuerzos que
los individuos mentalmente sanos llevan a cabo, en el curso normal de las
cosas, ejercen un control efectivo sobre su interacción. Sin embargo, cuando el
inconsciente de un niño pasa a primer plano, domina inmediatamente a la
personalidad total.
Lejos de fortalecerse al reconocer el contenido caótico del
inconsciente, el yo del niño se debilita con este contacto directo, puesto que
se ve totalmente dominado. Por esta razón debe el niño externalizar sus
procesos internos si quiere captarlos, por no decir controlarlos. Tiene que
distanciarse, de alguna manera, del contenido de su inconsciente, viéndolo así
como algo externo, para conseguir algún dominio sobre él. En el juego normal,
se usan objetos, como muñecas y animales de trapo, para encarnar diversos
aspectos de la personalidad del niño que son demasiado complejos, inaceptables
y contradictorios para poder manejarlos. Esto hace posible que el yo del niño
domine de algún modo estos elementos, cosa que no puede hacer cuando las
circunstancias le exigen o le obligan a reconocerlos como proyecciones de sus
propios procesos internos.
Algunas pulsiones inconscientes de los niños pueden
expresarse mediante el juego. Algunas, sin embargo, no lo permiten porque son
demasiado complejas y contradictorias, o demasiado peligrosas y no aceptadas
socialmente. Por ejemplo, los sentimientos del Genio cuando se le encierra en
la tinaja, como hemos visto antes, son tan ambivalentes, violentos y
potencialmente destructivos, que un niño no podría comprenderlos hasta el punto
de externalizarlos mediante los mismos, y porque las consecuencias serían,
quizá, demasiado peligrosas. En este caso, el conocimiento de los cuentos de
hadas es una gran ayuda para el niño, puesto que representa muchas de estas
historias en sus juegos.
No obstante, sólo podrá hacerlo después de haberse
familiarizado con ellas, ya que él mismo no hubiera podido inventarlas. Por
ejemplo, a la mayoría de los niños les encanta representar la «Cenicienta»,
aunque sólo después de que el cuento ha pasado ya a formar parte de su mundo
imaginario, incluyendo, especialmente, el final feliz que soluciona la enorme
rivalidad fraterna. Es imposible que un niño pueda imaginar que será rescatado
o que aquellos que él está convencido que le desprecian y que tienen un poder
sobre él llegarán a reconocer su superioridad. No es probable que una chica,
que en un momento determinado está convencida de que su madre (madrastra)
perversa es la causa de todos sus males, pueda imaginar, por sí sola, que todo
va a cambiar súbitamente. Pero cuando se le sugiere la idea a través de
«Cenicienta», puede llegar a creer que en cualquier momento una (hada) madrina
bondadosa vendrá a salvarla, puesto que el cuento le dice, de manera
convincente, que así será.
Un niño puede dar forma a sus deseos profundos, de
manera indirecta, prodigando cuidados a un juguete o a un animal real como si
fuera un niño, en el caso del deseo edípico de tener un hijo con la madre o el
padre. Al hacer esto, el niño satisface, a través de la externalización del
deseo, una necesidad experimentada intensamente. El hecho de ayudar al
niño a ser consciente de lo que la muñeca o el animal representan para él, y de
lo que está expresando en su juego —como ocurre con la interpretación
psicoanalítica del material del sueño de un adulto—, produce en el niño una
confusión que no puede resolver a su edad. La razón es que el pequeño no posee
todavía un sentido de identidad lo suficientemente estable. Antes de que se
afirme una identidad masculina o femenina, el reconocimiento de deseos
complicados, destructivos o edípicos, contrarios a una identidad sólida, pueden
debilitarla o incluso destruirla.
A través del juego con una muñeca o con un
animal, un niño puede satisfacer, de manera sustitutiva, el deseo de dar a luz
o de cuidar un bebé; y esto puede hacerlo tanto un niño como una niña. No
obstante, contrariamente a lo que ocurre con las niñas, un niño sólo podrá
obtener una gratificación psicológica jugando a muñecas en tanto no se le hagan
reconocer los deseos inconscientes que satisface con ello. Se puede aducir que
sería positivo que los niños reconocieran conscientemente este deseo de dar a
luz. Opino que el hecho de que un niño sea capaz de influir sobre su deseo
inconsciente, jugando a muñecas, es bueno para él y debería aceptarse como algo
positivo. Esta externalización de pulsiones inconscientes puede ser muy
valiosa, pero se convierte en algo peligroso si el reconocimiento del
significado inconsciente de la conducta llega a la conciencia antes de haberse
alcanzado una madurez suficiente como para sublimar los deseos que no se pueden
satisfacer en la realidad. Algunas muchachas se sienten ligadas a los caballos;
juegan con caballos de juguete y elaboran complicadas fantasías acerca de los
mismos.
Cuando crecen, y tienen ocasión de hacerlo, sus vidas parecen girar
alrededor de caballos reales, a los que cuidan con mucho cariño y de los que
parecen inseparables. La investigación psicoanalítica ha puesto en evidencia
que esta compleja relación con los caballos puede expresar diversas necesidades
emocionales que la chica intenta satisfacer. Por ejemplo, al dominar a este
poderoso animal, puede llegar a sentir que controla al macho, a la sexualidad
animal que está dentro de ella. Imaginemos qué sucedería con el placer que una
chica siente al montar (teniendo en cuenta el respeto que siente por sí misma),
si llegara a ser consciente del deseo que expresa con su acción. Se destruiría,
se la habría despojado de una sublimación inofensiva y placentera, y quedaría
reducida, a sus propios ojos, a una persona despreciable. Al mismo tiempo,
sentiría una intensa presión para intentar encontrar una salida adecuada a
tales pulsiones internas y, por lo tanto, es posible que no consiguiera
dominarlas.
Como hemos visto en el ejemplo de los caballos,
también los cuentos de hadas pueden ser muy útiles para el niño; incluso pueden
hacer que una vida insoportable adquiera el aspecto de algo que vale la pena,
con tal de que el niño no sepa lo que tales historias significan para él, desde
el punto de vista psicológico. Aunque un cuento tenga algunos rasgos parecidos
a los de los sueños, su gran ventaja respecto a éstos es que tiene una
estructura consistente, con un principio bien definido y un argumento que
avanza hacia una solución final satisfactoria. El cuento de hadas tiene también
otras ventajas importantes comparadas con las fantasías individuales. Una de
ellas es el hecho de que, sea cual sea el contenido de un cuento —que puede
correr paralelo a las fantasías íntimas del niño, tanto si son edípicas, como
sádicas y vengativas, o de desprecio hacia un progenitor—, se puede hablar
abiertamente de los cuentos, porque el niño no necesita guardar el secreto de
sus sentimientos sobre lo que ocurre en la historia, ni sentirse culpable por
disfrutar de estos pensamientos. El cuerpo del héroe del cuento de hadas puede
llevar a cabo verdaderos milagros.
Al identificarse con él, cualquier niño
puede compensar con su fantasía, y a través de la identificación, todos los
déficits, reales o imaginarios, de su propio cuerpo. Puede tener la fantasía de
que también él, al igual que el héroe, es capaz de subir hasta el cielo, de
derribar gigantes, de cambiar su apariencia, de convertirse en la persona más
poderosa o hermosa del mundo; en resumen, puede hacer que su cuerpo sea y haga
todo lo que él desee. Después de haber satisfecho sus deseos más intensos
mediante la fantasía, el niño puede sentirse mucho más conforme con su propio
cuerpo. El cuento proyecta incluso esta aceptación de la realidad por parte del
niño, porque, aunque a lo largo de la historia se vayan produciendo
transfiguraciones extraordinarias en el cuerpo del héroe, éste se convierte de
nuevo en un simple mortal cuando la lucha ha terminado. Al acabar la historia,
ya no se menciona la belleza o la fuerza sobrenatural del protagonista, cosa
que no sucede con el héroe mítico, que conserva para siempre sus
características sobrehumanas.
Una vez que el héroe del cuento ha alcanzado su
verdadera identidad al final de la historia (y, con ello, la seguridad interna
en sí mismo, en su cuerpo, su vida y su posición en la sociedad), es feliz de
la manera que es, y, en todos los aspectos, deja de ser algo extraordinario.
Para que el cuento consiga resultados positivos en cuanto a externalización, el
niño no debe percibir las pulsiones inconscientes a las que responde cuando
hace de las soluciones de la historia las suyas propias. El cuento empieza
cuando el niño se encuentra en un momento de su vida, en el que permanecería
fijado sin la ayuda de la historia: los sentimientos serían negados, rechazados
o degradados.
Se requiere
tiempo y una elaboración personal para que una chica pueda identificarse con
Jack en «Jack y las habichuelas mágicas» y un chico ponerse en el lugar de
«Nabiza». *
*En este punto los cuentos se pueden comparar una vez más
con los sueños, aunque tenga que hacerse con un cuidado extremo puesto que el
sueño es la expresión más personal del inconsciente y de las experiencias de
una persona concreta, mientras que el cuento es la forma imaginaria que han
tomadolos problemas humanos más o menos universales, al ir pasando, dichas
historias, de generación en generación.El significado de un sueño que vaya más
allá de las meras fantasías de satisfacción de deseos casi nunca se puede
comprender la primera vez que se evoca. Los sueños que son el resultado de
complejos procesos inconscientes necesitan una profunda reflexión antes de
llegar a una comprensión de su significado latente. Para encontrar un sentido
profundo a lo que en un principio parecía absurdo o muy sencillo, se requieren
cambios de énfasis, una meditación repetida y detallada sobre todas las
características del sueño, ordenándolas de manera distinta a como se recuerdan,
además de muchas otras cosas. Sólo cuando observamos repetidamente los rasgos,
que antes parecían confusos ,insustanciales, imposibles o incluso absurdos,
empezamos a captar las claves básicas que nos permiten comprender el sueño.
Para que un sueño llegue a su significado profundo, debemos acudir, a menudo, a
otro material imaginativo para completar su comprensión. Por esta razón
recurrió Freud a los cuentos de hadas al intentar dilucidar los sueños del
Hombre Lobo.
En psicoanálisis, las asociaciones libres constituyen un
método para conseguir claves adicionales que nos permitan llegar al significado
de uno u otro detalle. También en los cuentos de hadas son necesarias las
asociaciones del niño para que la historia adquiera su máxima importancia a
nivel personal. Asimismo otros cuentos que el niño haya oído le proporcionarán
un material adicional de fantasía y tendrán un mayor significado para él.
He conocido niños que, después de contarles un
cuento, decían «me gusta», y por eso sus padres les contaban otro, pensando que
este nuevo cuento aumentaría su placer. Pero el comentario del niño expresa,
probablemente, una vaga sensación de que esta historia tiene algo importante
que decirle, algo que se escapará si no se le repite el relato y no se le da
tiempo a captarlo. Si los pensamientos del niño se dirigen, de manera
prematura, hacia una nueva historia, se puede anular el impacto de la primera;
mientras que si se tarda más en hacerlo, este impacto puede aumentarse. Cuando
se leen cuentos a los niños, en clase o en la biblioteca durante la hora de
estudio, los críos parecen fascinados. Pero, a menudo, no se les da la
oportunidad de reflexionar sobre los relatos ni de reaccionar de ninguna
manera; se les hace empezar inmediatamente otra actividad o bien se les cuenta
una historia diferente, que diluye o destruye la impresión que había causado el
primer cuento.
Al hablar con los niños después de una experiencia así, parece
que no se le hubiera contado ninguna historia puesto que no les ha hecho efecto
alguno. Pero cuando el narrador da tiempo a los niños para meditar sobre el
relato, para sumergirse en la atmósfera que se les crea al oírlo, y cuando se
les anima a hablar de ello, la conversación revela que el cuento ofrece muchas
posibilidades desde el punto de vista emocional e intelectual, por lo menos
para un gran número de niños. Al igual que se hacía con los pacientes de la
medicina hindú, a los que se pedía que reflexionaran sobre un cuento para
encontrar una solución a la confusión interna que obnubilaba sus pensamientos,
también debe concederse al niño la oportunidad de apropiarse poco a poco de un
cuento, aportando sus propias asociaciones en y dentro de él. Esta es la razón
por la que los libros de cuentos con ilustraciones, que prefieren actualmente
tanto los adultos como los niños, no sirven para satisfacer las necesidades de
éstos. Las ilustraciones distraen más que ayudan.
Los estudios de libros
ilustrados demuestran que los dibujos apartan del proceso de aprendizaje más de
lo que contribuyen a él, porque estas imágenes dirigen la imaginación
del niño por derroteros distintos de cómo él experimentaría la historia.
Este tipo de cuentos pierde gran parte del contenido del significado personal
que el niño extraería al aplicar únicamente sus asociaciones visuales a la historia,
en lugar de las del dibujante. 22 Tolkien pensaba también que «aunque sean
buenas por sí mismas, las ilustraciones no favorecen a los cuentos... Si un
relato dice, "subió a una colina y vio un río en el valle", el
ilustrador puede captar, o casi captar, su propia visión de esa escena, pero
todo el que escucha estas palabras tendrá su propia imagen, formada por todas
las colinas, ríos y valles que haya visto, pero, especialmente, por La Colina,
El Río y El Valle que fueron para él la primera encarnación de dicha palabra».
23
Por esta razón, un cuento pierde gran parte de su significado personal
cuando se da cuerpo a sus personajes y acontecimientos, no a través de la
imaginación del niño, sino de la del dibujante. Los detalles concretos,
procedentes de su vida particular, con los que la mente del oyente ilustra una
historia que lee o que se le cuenta, hacen de la historia una experiencia mucho
más personal. Tanto los adultos como los niños prefieren que otra persona se
encargue de la tarea de imaginar la escena del relato. Pero si permitimos que
un dibujante determine nuestra imaginación, la historia deja de ser nuestra y
pierde gran parte de su significado personal. Cuando preguntamos a los niños,
por ejemplo, qué aspecto tiene el monstruo de una historia, se producen las
variantes más diversas: grandes figuras parecidas a seres humanos, unas
parecidas a animales, otras que combinan ciertas características humanas y
animales, etc.; y cada uno de estos detalles tiene un gran significado para la
persona que creó en su mente esta realización imaginativa concreta. Sin
embargo, perdemos este significado si vemos el monstruo tal como lo pintó el
artista a su manera, limitado a su imaginación, que es mucho más completa
comparada con nuestra propia imagen, vaga e indeterminada. Puede ser que,
entonces, la idea del monstruo nos deje completamente impasibles, que no tenga
nada importante que comunicarnos o bien que nos aterrorice sin evocar ningún
significado profundo más allá de la ansiedad.
La mente de un niño contiene una colección de
impresiones que, a menudo, crece rápidamente, están mezcladas y sólo
parcialmente integradas: algunas constituyen aspectos de la realidad vistos con
acierto, pero la mayoría de estos elementos están dominados por la fantasía.
Ésta llena las grandes lagunas de la comprensión infantil, debidas a la falta
de madurez de su pensamiento y a la carencia de información adecuada. Otras
distorsiones son consecuencia de pulsiones internas que llevan a
interpretaciones equivocadas de las percepciones del niño. El niño normal
empieza a fantasear con algún segmento de la realidad, observado más o menos
correctamente, que pueda evocar en él necesidades o ansiedades tan fuertes
hasta el punto de verse arrastrado por ellas. Las cosas, a menudo, se confunden
en su mente de tal manera que el niño es totalmente incapaz de ordenarlas.
Pero
se necesita un método para que esta incursión en la fantasía nos devuelva a la
realidad, no más débiles, sino más fuertes. Los cuentos de hadas, siguiendo el
mismo proceso que la mente infantil, ayudan al niño porque le muestran la
comprensión que puede surgir y, de hecho surge, de toda esta fantasía. Estas
historias, al igual que la imaginación del niño, empiezan normalmente de una
manera realista: una madre que envía a su hija a visitar a la abuela
(«Caperucita Roja»); los problemas de una pareja para dar de comer a sus hijos
(«Hansel y Gretel»); un pescador que intenta, en vano, atrapar algún pez («El
pescador y el genio»). Es decir, el relato comienza con una situación real y,
de alguna manera, problemática. Un niño, enfrentado a los problemas y hechos
sorprendentes de cada día, es estimulado por su educación a entender el cómo y
el porqué y a buscar salidas válidas a estas situaciones. No obstante, puesto
que su racionalidad tiene todavía poco control sobre su inconsciente, la
imaginación del niño lo domina bajo la presión de sus emociones y conflictos no
resueltos. Cuando surge su capacidad de razonamiento, se ve pronto invadida por
ansiedades, esperanzas, temores, deseos, amor y odio, que se entrometen en todo
lo que el niño empieza a pensar.
El cuento de hadas, aunque pueda chocar con el
estado psicológico de la mente infantil —con sentimientos de rechazo cuando se
enfrenta a las hermanastras de Cenicienta, por ejemplo—, no contradice nunca su
realidad física. Es decir, un niño nunca tiene que sentarse entre cenizas, como
Cenicienta, ni es abandonado deliberadamente en un frondoso bosque, como Hansel
y Gretel, porque una realidad física similar sería demasiado terrorífica para
el niño y «perturbaría la comodidad del hogar», mientras que el hecho de dar
este bienestar es, precisamente, uno de los objetivos de los cuentos.
El niño
que está familiarizado con los cuentos de hadas comprende que éstos le hablan
en el lenguaje de los símbolos y no en el de la realidad cotidiana. El cuento
nos transmite la idea, desde su principio y, a través del desarrollo de su
argumento, hasta el final, de que lo que se nos dice no son hechos tangibles ni
lugares y personas reales. En cuanto al niño, los acontecimientos de la
realidad llegan a ser importantes a través del significado simbólico que él les
atribuye o que encuentra en ellos. «Érase una vez», «en un lejano país», «hace
más de mil años», «cuando los animales hablaban», «érase una vez un viejo
castillo en medio de un enorme y frondoso bosque», estos principios sugieren
que lo que sigue no pertenece al aquí y al ahora que conocemos. Esta deliberada
vaguedad de los principios de los cuentos de hadas simboliza el abandono del
mundo concreto de la realidad cotidiana. Viejos castillos, oscuras cuevas,
habitaciones cerradas en las que está prohibida la entrada, bosques
impenetrables, sugieren que algo oculto nos va a ser revelado, mientras el
«hace mucho tiempo» implica que vamos a aprender cosas sobre acontecimientos de
tiempos remotos. Los Hermanos Grimm no hubieran podido empezar su colección de
cuentos con una frase más significativa que la que da comienzo a su primer
relato «El rey rana».
Dice así: «En tiempos remotos, cuando bastaba desear una
cosa para que se cumpliera, vivía un rey, cuyas hijas eran muy hermosas; la más
pequeña era tan bella que el sol, que ha visto tantas cosas, se quedaba
extasiado cada vez que iluminaba su cara». Este principio localiza la historia
en una época típica de los cuentos: tiempo remoto en que creíamos que nuestros
deseos podían, si no mover montañas, sí por lo menos cambiar nuestro destino; y
en que, bajo nuestra perspectiva animista del mundo, el sol tomaba en cuenta, y
reaccionaba ante los acontecimientos terrenales. La belleza sobrenatural de la
muchacha, el cumplimiento de los deseos y el ensimismamiento del sol
representan la absoluta singularidad de este hecho. Estas son las coordenadas
que sitúan la historia no en el tiempo y el espacio de la realidad externa,
sino en un estado mental, característico de la juventud. Al ocupar ese lugar,
el cuento puede cultivar este aspecto mejor que ninguna otra clase de literatura.
Muy pronto acontecen hechos que muestran que la lógica y las razones normales
se detienen, al igual que sucede con nuestros procesos inconscientes, allí
donde se dan los acontecimientos más remotos, singulares y alarmantes. El
contenido del inconsciente es, a la vez, algo oculto pero familiar, algo oscuro
pero atractivo, que origina la angustia más intensa así como la esperanza más
desorbitada. No está limitado por un tiempo o un espacio específicos; ni
siquiera por una secuencia lógica de hechos, como lo definiría nuestra
racionalidad. Sin que nos demos cuenta, el inconsciente nos lleva a los tiempos
más lejanos de nuestras vidas. Los lugares más extraños, remotos, distantes, de
los que nos habla el cuento, sugieren un viaje hacia el interior de nuestra mente,
hacia los reinos de la inconsciencia y del inconsciente.
A partir de un
principio normal y corriente, la historia se lanza a acontecimientos
fantásticos. Pero, por muy grandes que sean los rodeos, el proceso del relato
no se pierde, cosa que sucede fácilmente con un sueño o con la mente confusa
del niño. El cuento embarca al pequeño en un viaje hacia un mundo maravilloso,
para después, al final, devolverlo a la realidad de la manera más
reconfortante.
Le enseña lo que el niño necesita saber en su nivel de
desarrollo: el permitir que la propia fantasía se apropie de él no es
perjudicial, puesto que no se queda encerrado en ella de modo permanente.
Cuando la historia termina, el héroe vuelve a la realidad, una realidad feliz
pero desprovista de magia.
De la misma manera que nos despertamos de nuestros
sueños más dispuestos a emprender las tareas de la realidad, el cuento termina
también cuando el héroe vuelve, o es devuelto, al mundo real, más preparado
para enfrentarse con la vida. Las recientes investigaciones sobre los sueños
han demostrado que una persona a la que no se le permite soñar, aunque pueda
dormir, acaba por no poder manejar la realidad; sufre perturbaciones
emocionales porque es incapaz de expresar en sueños los problemas inconscientes
que la obsesionan. 24 Quizás algún día lleguemos a demostrar experimentalmente
este mismo hecho con respecto a los cuentos: los niños se sienten todavía mucho
peor cuando se les priva de lo que estos relatos pueden ofrecerles porque les
ayudan a expresar, a través de la fantasía, sus pulsiones inconscientes. Si los
sueños infantiles fueran tan complejos como los de los adultos normales e
inteligentes, cuyo contenido latente está muy elaborado, los niños necesitarían
mucho menos de los cuentos. Por otro lado, si los adultos, de niños, no
tuvieran esas historias, sus sueños serían menos ricos en contenido y
significado y no les servirían para recuperar su capacidad de enfrentarse a la
vida. El niño, mucho más inseguro que el adulto, exige la certeza de que el
hecho de necesitar la fantasía y de no poder dejar de sentir ese deseo no es
una deficiencia.
Cuando un padre cuenta historias a su hijo, le está
demostrando que considera que sus experiencias internas, expresadas en los
cuentos, son algo que vale la pena, algo legítimo y de alguna manera incluso
«real». Esto le da al niño la sensación de que, puesto que el padre ha aceptado
sus experiencias internas como algo real e importante, él —en consecuencia— es
real e importante. Un niño, en estas circunstancias, se sentirá más tarde como
Chesterton, que escribió: «Mi primera y última filosofía, aquella en la que
creo a ciegas, fue la que aprendí en el parvulario…, las cosas en que antes
creía y en las que más creo ahora son los cuentos de hadas». La filosofía que
Chesterton y cualquier niño puede deducir de los cuentos es «que la vida no es
sólo un placer sino también una especie de extraño privilegio».
Es una idea
sobre la vida muy distinta de la que proporcionan las historias
«fieles-a-la-realidad», pero mucho más capaz de ayudar al que se encuentra
inmerso en las dificultades de la vida. En el capítulo de la obra Orthodoxy,
del que he extraído la cita anterior y que se titula «La Ética del País de las
Maravillas», Chesterton acentúa la moral inherente a los cuentos de hadas.
«Tenemos la lección caballerosa de "Jack, el matador de gigantes",
que nos dice que los gigantes tienen que matarse porque son gigantescos. Es una
insubordinación activa en contra del orgullo como tal... Tenemos la lección de
"Cenicienta" que es la misma del Magnificat —exaltavit humiles
(exaltó a los humildes).
Nos encontramos asimismo la gran lección de "La
bella y la bestia" que dice que una cosa ha de amarse antes de poder
amarla... Estoy interesado por una cierta manera de ver la vida que me proporcionaron
los cuentos de hadas.» Cuando Chesterton dice que los cuentos son «cosas
completamente razonables», habla de ellos como experiencias, como reflejos de
la experiencia interna, no de la realidad; y es así como el niño los entiende.
25 A partir de los cinco años, aproximadamente —la edad en que los cuentos
adquieren su pleno sentido—, ningún niño normal cree que estas historias sean
reales. Una chiquilla disfruta imaginando que es una princesa que vive en un
castillo y elabora fantasías de que lo es, pero cuando su madre la llama para
ir a comer, sabe que no es una princesa. Y aunque los arbustos de un parque
puedan verse, a veces, como un bosque oscuro y frondoso, llenos de secretos
ocultos, el niño es consciente de lo que es en realidad, lo mismo que una niña sabe
que su muñeca no es un bebé de carne y hueso aunque la llame así y la trate
como tal.
Es muy probable que el niño se sienta confundido, en cuanto a lo que
es real y a lo que no, frente a los relatos que están más cerca de la realidad,
porque empiezan en la sala de estar o en el patio de una casa en lugar de la
cabaña de un pobre leñador en un gran bosque; y cuyos personajes son mucho más
parecidos a los padres del niño que a unos leñadores muertos de hambre, a reyes
o a reinas; pero que mezclan estos elementos realistas con otros fantásticos y
de realización de deseos. Estas historias fracasan en su intento de adecuarse a
la realidad interna del niño y, por muy fieles que sean a la realidad externa,
aumentan la separación entre ambos tipos de experiencia en el niño. También le
alejan de sus padres porque llega a sentir que viven en mundos espirituales
diferentes del suyo; por muy cerca que vivan en el espacio «real», parecen
vivir en continentes diferentes, desde el punto de vista emocional. Se produce
una discontinuidad entre generaciones, tan dolorosa para los padres como para
el hijo.
Si a un niño no se le cuentan más que historias «fieles-a-la-realidad»
(lo que significa que son falsas para una parte importante de su mundo
interno), puede llegar a la conclusión de que sus padres no aceptan gran parte
de esta realidad interna. Entonces, el niño se aleja de su propia vida interna
y se siente vacío. Como consecuencia, es posible que más tarde, cuando sea un
adolescente y no sufra el influjo emocional de sus padres, odie el mundo
racional y escape hacia un mundo totalmente fantástico, como si quisiera
recuperar lo perdido en la infancia. Posteriormente, esto puede implicar una
seria ruptura con la realidad, con el consiguiente peligro para el individuo y
para la sociedad. O bien, en un caso menos grave, es posible que la persona
continúe este encierro del yo interno durante toda su vida y que no se sienta
nunca satisfecha en el mundo, porque, al estar alienada respecto a los procesos
inconscientes, no puede usarlos para enriquecer su vida real. Entonces, la vida
no es ni «un placer» ni «un extraño privilegio».
Dada una separación semejante,
sea lo que sea lo que ocurra en la realidad, no conseguirá ofrecer una
satisfacción apropiada a las necesidades inconscientes. El resultado es que la
persona tiene siempre la sensación de que la vida es incompleta. Un niño será
capaz de enfrentarse a la vida de manera adecuada a su edad, siempre que no
esté dominado por los procesos mentales internos y que se ocupen de él en todos
los aspectos. En una situación así, podrá solucionar cualquier problema que
surja. Pero si observamos a los niños mientras juegan, nos daremos cuenta de lo
poco que duran estos momentos.
Los cuentos muestran al niño cómo puede expresar sus
deseos destructivos a través de un personaje, obtener la satisfacción deseada a
través de un segundo, identificarse con un tercero, tener una relación ideal
con un cuarto, y así sucesivamente, acomodándose a lo que exijan las
necesidades del momento.
El niño podrá empezar a ordenar sus tendencias
contradictorias cuando todos sus pensamientos llenos de deseos se expresen a
través de un hada buena; sus impulsos destructivos a través de una bruja
malvada; sus temores a través de un lobo hambriento; las exigencias de su
conciencia a través de un sabio, hallado durante las peripecias del protagonista,
y sus celos a través de un animal que arranca los ojos de sus rivales. Cuando
este proceso comience, el niño irá superando cada vez más el caos incontrolable
en que antes se encontraba sumergido.
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