El
creador literario y el fantaseo
(1908
[1907])
«Der
Dichter und das Phantasieren»
Sigmund Freud
Nota
introductoria
Originalmente,
este texto fue expuesto en forma de conferencia el 6 de diciembre de 1907, ante
un auditorio de noventa personas en los salones del editor y librero vienés
Hugo Heller, quien era miembro de la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Al día siguiente, el periódico Die Zeit, de dicha ciudad, publicó un
resumen muy preciso de la conferencia; pero la versión completa sólo se dio a
publicidad a comienzos de 1908, en una revista literaria que acababa de
fundarse en Berlín.
Ya poco tiempo
atrás, en el estudio sobre Gradiva de
Jensen (1907a), Freud se había ocupado de los problemas de la creación
literaria; y uno o dos años antes se había aproximado a la cuestión en el
ensayo, inédito en vida de él, “Personajes psicopáticos en el escenario”
(1942a). No obstante, en el presente
trabajo –así como en el que le sigue, escrito más o menos por la misma época–
el centro del interés recae en el examen de las fantasías.
James Strachey
A nosotros,
los legos, siempre nos intrigó poderosamente averiguar de dónde esa maravillosa
personalidad, el poeta, toma sus materiales -acaso en el sentido de la pregunta
que aquel cardenal dirigió a Ariosto-, y cómo logra conmovernos con ellos,
provocar en nosotros unas excitaciones de las que quizá ni siquiera nos
creíamos capaces. Y no hará sino acrecentar nuestro interés la circunstancia de
que el poeta mismo, si le preguntamos, no nos dará noticia alguna, o ella no
será satisfactoria; aquel persistirá aun cuando sepamos que ni la mejor
intelección sobre las condiciones bajo las cuales él elige sus materiales, y
sobre el arte con que plasma a estos, nos ayudará en nada a convertirnos
nosotros mismos en poetas.
¡Si al menos
pudiéramos descubrir en nosotros o en nuestros pares una actividad de algún
modo afín al poetizar! Emprenderíamos su indagación con la esperanza de obtener
un primer esclarecimiento sobre el crear poético. Y en verdad, esa perspectiva
existe; los propios poetas gustan de reducir el abismo entre su rara condición
y la naturaleza humana universal: harto a menudo nos aseguran que en todo
hombre se esconde un poeta, y que el último poeta sólo desaparecerá con el
último de los hombres.
¿No deberíamos
buscar ya en el niño las primeras huellas del quehacer poético? La ocupación
preferida y más intensa del niño es el juego. Acaso tendríamos derecho a decir:
todo niño que juega se comporta como un poeta, pues se crea un mundo propio o,
mejor dicho, inserta las cosas de su mundo en un nuevo orden que le agrada.
Además, sería injusto suponer que no toma en serio ese mundo; al contrario,
toma muy en serio su juego, emplea en él grandes montos de afecto. Lo opuesto
al juego no es la seriedad, sino... la realidad efectiva. El niño diferencia
muy bien de la realidad su mundo del juego, a pesar de toda su investidura
afectiva; y tiende a apuntalar sus objetos y situaciones imaginados en cosas
palpables y visibles del mundo real. Sólo ese apuntalamiento es el que
diferencia aún su «jugar» del «fantasear».
Ahora bien, el
poeta hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo de fantasía al que
toma muy en serio, vale decir, lo dota de grandes montos de afecto, al tiempo
que lo separa tajantemente de la realidad efectiva. Y el lenguaje ha recogido
este parentesco entre juego infantil y creación poética llamando «juegos» {«Spiel»} a las escenificaciones del poeta
que necesitan apuntalarse en objetos palpables y son susceptibles de
figuración, a saber: «Lustspiel»
{«comedia»; literalmente, «juego de placer»}, «Trauerspiel» {«tragedia»; «juego de duelo»}, y designando «Schauspieler» {«actor dramático»; «el
que juega al espectáculo»} a quien las figura. Ahora bien, de la irrealidad del
mundo poético derivan muy importantes consecuencias para la técnica artística,
pues muchas cosas que de ser reales no depararían goce pueden, empero, depararlo
en el juego de la fantasía, y muchas excitaciones que en sí mismas son en
verdad penosas pueden convertirse en fuentes de placer para el auditorio y los
espectadores del poeta.
En virtud de
otro nexo, nos demoraremos todavía un momento en esta oposición entre realidad
efectiva y juego. Cuando el niño ha crecido y dejado de jugar, tras décadas de
empeño anímico por tomar las realidades de la vida con la debida seriedad,
puede caer un día en una predisposición anímica que vuelva a cancelar la oposición
entre juego y realidad. El adulto puede acordarse de la gran seriedad con que
otrora cultivó sus juegos infantiles y, poniéndolos en un pie de igualdad con
sus ocupaciones que se suponen serias arrojar la carga demasiado pesada que le
impone la vida y conquistarse la elevada ganancia de placer que le procura el
humor.[1]
El adulto
deja, pues, de jugar; aparentemente renuncia a la ganancia de placer que
extraía del juego. Pero quien conozca la vida anímica del hombre sabe que no
hay cosa más difícil para él que la renuncia a un placer que conoció. En
verdad, no podemos renunciar a nada; sólo permutamos una cosa por otra; lo que
parece ser una renuncia es en realidad una formación de sustituto o subrogado.
Así, el adulto, cuando cesa de jugar, sólo resigna el apuntalamiento en objetos
reales; en vez de jugar, ahora fantasea. Construye castillos en el aire, crea
lo que se llama sueños diurnos. Opino que la mayoría de los seres humanos crean
fantasías en ciertas épocas de su vida. He ahí un hecho por largo tiempo
descuidado y cuyo valor, por eso mismo, no se apreció lo suficiente.
El fantasear
de los hombres es menos fácil de observar que el jugar de los niños. El niño
juega solo o forma con otros niños un sistema psíquico cerrado a los fines del
juego, pero así como no juega para los adultos como si fueran su público,
tampoco oculta de ellos su jugar. En cambio, el adulto se avergüenza de sus
fantasías y se esconde de los otros, las cría como a sus intimidades más
personales, por lo común preferirían confesar sus faltas a comunicar sus
fantasías. Por eso mismo puede creerse el único que forma tales fantasías, y ni
sospechar la universal difusión de parecidísimas creaciones en los demás. Esta
diversa conducta del que juega y el que fantasea halla su buen fundamento en
los motivos de esas dos actividades, una de las cuales es empero continuación
de la otra.
El jugar del
niño estaba dirigido por deseos, en verdad por un solo deseo que ayuda a su
educación; helo aquí: ser grande y adulto. Juega siempre a «ser grande», imita
en el juego lo que le ha devenido familiar de la vida de los mayores. Ahora
bien, no hay razón alguna para esconder ese deseo. Diverso es el caso del
adulto; por una parte, este sabe lo que de él esperan: que ya no juegue ni
fantasee, sino que actúe en el mundo real; por la otra, entre los deseos
productores de sus fantasías hay muchos que se ve precisado a esconder;
entonces su fantasear lo avergüenza por infantil y por no permitido.
Preguntarán
ustedes de dónde se tiene una información tan exacta sobre el fantasear de los
hombres, si ellos lo rodean de tanto misterio. Pues bien; hay un género de
hombres a quienes no por cierto un dios, sino una severa diosa -la Necesidad-, han
impartido la orden de decir sus penas y alegrías.[2]
Son los neuróticos, que se ven forzados
a confesar al médico, de quien esperan su curación por tratamiento psíquico,
también sus fantasías; de esta fuente proviene nuestro mejor conocimiento, y
luego hemos llegado a la bien fundada conjetura de que nuestros enfermos no nos
comunican sino lo que también podríamos averiguar en las personas sanas.
Procedamos a
tomar conocimiento de algunos de los caracteres del fantasear. Es lícito decir
que el dichoso nunca fantasea; sólo lo hace el insatisfecho. Deseos insatisfechos
son las fuerzas pulsionales de las fantasías, y cada fantasía singular es un
cumplimiento de deseo, una rectificación de la insatisfactoria realidad. Los
deseos pulsionantes difieren según sexo, carácter y circunstancias de vida de
la personalidad que fantasea; pero con facilidad se dejan agrupar siguiendo dos
orientaciones rectoras. Son deseos ambiciosos, que sirven a la exaltación de la
personalidad, o son deseos eróticos. En la mujer joven predominan casi
exclusivamente los eróticos, pues su ambición acaba, en general, en el
querer-alcanzar amoroso; en el hombre joven, junto a los deseos eróticos cobran
urgencia los egoístas y de ambición. Sin embargo, no queremos destacar la
oposición entre ambas orientaciones, sino más bien su frecuente reunión; así como
en muchos retablos puede verse en un rincón la imagen del donador, en la
mayoría de las fantasías egoístas se descubre en un rinconcito a la dama para
la cual el fantaseador lleva a cabo todas esas hazañas, y a cuyos pies él pone
todos sus logros. Ya ven ustedes: hay aquí hartos y poderosos motivos de
ocultación; es que a la mujer bien educada sólo se le admite un mínimo de
apetencia erótica, y el hombre joven debe aprender a sofocar la desmesura en su
sentimiento de sí, en que lo malcriaron en su niñez, a fin de insertarse en una
sociedad donde sobreabundan los individuos con parecidas pretensiones.
Guardémonos de
imaginar rígidos e inmutables los productos de esta actividad fantaseadora: las
fantasías singulares, castillos en el aire o sueños diurnos. Más bien se
adecuan a las cambiantes impresiones vitales, se alteran a cada variación de
las condiciones de vida, reciben de cada nueva impresión eficaz una «marca
temporal», según se la llama. El nexo de la fantasía con el tiempo es harto
sustantivo. Es lícito decir: una fantasía oscila en cierto modo entre tres
tiempos, tres momentos temporales de nuestro representar. El trabajo anímico se
anuda a una impresión actual, a una ocasión del presente que fue capaz de
despertar los grandes deseos de la persona; desde ahí se remonta al recuerdo de
una vivencia anterior, infantil las más de las veces, en que aquel deseo se
cumplía, y entonces crea una situación referida al futuro, que se figura como
el cumplimiento de ese deseo, justamente el sueño diurno o la fantasía, en que
van impresas las huellas de su origen en la ocasión y en el recuerdo. Vale
decir, pasado, presente y futuro son como las cuentas de un collar engarzado
por el deseo.
El ejemplo más
trivial puede servir para ilustrarles mi tesis. Supongan el caso de un joven
pobre y huérfano, a quien le han dado la dirección de un empleador que acaso lo
contrate. Por el camino quizá se abandone a un sueño diurno, nacido acorde con
su situación. El contenido de esa fantasía puede ser que allí es recibido, le cae
en gracia a su nuevo jefe, se vuelve indispensable para el negocio, lo aceptan
en la familia del dueño, se casa con su encantadora hijita y luego dirige el
negocio, primero como copropietario y más tarde como heredero. Con ello el
soñante se ha sustituido lo que poseía en la dichosa niñez: la casa protectora,
los amantes padres y los primeros objetos de su inclinación tierna. En este
ejemplo ustedes ven cómo el deseo aprovecha una ocasión del presente para
proyectarse un cuadro del futuro siguiendo el modelo del pasado.
Aún habría
mucho que decir sobre las fantasías; me limitaré a las más escuetas
indicaciones. El hecho de que las fantasías proliferen y se vuelvan
hiperpotentes crea las condiciones para la caída en una neurosis o una
psicosis; además, las fantasías son los estadios previos más inmediatos de los
síntomas patológicos de que nuestros enfermos se quejan. En este punto se abre
una ancha rama lateral hacia la patología.
No puedo
omitir el nexo de las fantasías con el sueño. Tampoco nuestros sueños nocturnos
son otra cosa que unas tales fantasías, como podemos ponerlo en evidencia
mediante su interpretación.[3]
El lenguaje, con su insuperable sabiduría, hace tiempo que ha decidido el
problema de la esencia de los sueños {Traum}
llamando también «sueños diurnos» {«Tagtraum»}
a los castillos en el aire de los fantaseadores. Si a pesar de esa indicación
el sentido de nuestros sueños nos parece la mayoría de las veces oscuro, ello
es debido a una sola circunstancia: que por la noche se ponen en movimiento en
nuestro interior también unos deseos de los que tenemos que avergonzarnos y
debemos ocultar, y que por eso mismo fueron reprimidos, empujados a lo
inconciente. Ahora bien, a tales deseos reprimidos y sus retoños no se les
puede consentir otra expresión que una gravemente desfigurada. Después que el
trabajo científico logró esclarecer la desfiguración onírica, ya no fue difícil
discernir que los sueños nocturnos son unos cumplimientos de deseo como los
diurnos, esas fantasías familiares a todos nosotros.
Hasta aquí las
fantasías. Pasemos ahora al poeta. ¿Estamos realmente autorizados a comparar al
poeta con el «soñante a pleno día», y a sus creaciones con unos sueños diurnos?
Es que se nos impone una primera diferencia; prescindamos de los poetas que
recogen materiales ya listos, como los épicos y trágicos antiguos, y
consideremos a los que parecen - crearlos libremente. Detengámonos, pues, en
estos últimos, pero sin buscar, con miras a aquella comparación, a los poetas
más estimados por la crítica, sino a los menos pretenciosos narradores de
novelas, novelas breves y cuentos, que en cambio son quienes encuentran
lectores y lectoras más numerosos y ávidos. Sobre todo, un rasgo no puede menos
que resultarnos llamativo en las creaciones de estos narradores; todos ellos
tienen un héroe situado en el centro del interés y para quien el poeta procura
por todos los medios ganar nuestra simpatía; parece protegerlo, se diría, con
una particular providencia. Si al terminar el capítulo de una novela he dejado
al héroe desmayado, sangrante de graves heridas, estoy seguro de encontrarlo,
al comienzo del siguiente, objeto de los mayores cuidados y en vías de
restablecimiento; y sí el primer tomo terminó con el naufragio, en medio de la
tormenta, del barco en que se hallaba nuestro héroe, estoy seguro de leer, al
comienzo del segundo tomo, sobre su maravilloso rescate, sin el cual la novela
no habría podido continuar. El sentimiento de seguridad con el que yo acompaño
al héroe a través de sus azarosas peripecias es el mismo con el que un héroe
real se arroja al agua para rescatar a alguien que se ahoga, o se expone al
fuego enemigo para tomar por asalto una batería; es ese genuino sentimiento
heroico al que uno de nuestros mejores poetas ofrendó esta preciosa expresión: «Eso
nunca puede sucederte a ti» (Anzengruber).[4]
Pero yo opino que en esa marca reveladora que es la invulnerabilidad se
discierne sin trabajo... a Su Majestad el Yo, el héroe de todos los sueños
diurnos así como de todas las novelas.[5]
Otros rasgos
típicos de estas narraciones egocéntricas apuntan también a idéntico
parentesco. Si todas las mujeres de la novela se enamoran siempre del héroe,
difícilmente se lo pueda concebir como una pintura de la realidad; sí se lo
comprende, en cambio, como un patrimonio necesario del sueño diurno. Lo mismo
cuando las otras personas de la novela se dividen tajantemente en buenas y
malas, renunciando a la riqueza de matices que se observa en los caracteres
humanos reales; los «buenos» son justamente los auxiliadores del yo devenido en
el héroe, y los «malos», sus enemigos y rivales.
En modo alguno
desconocemos que muchísimas creaciones poéticas se mantienen distanciadas del
arquetipo del sueño diurno ingenuo, pero tampoco sofocaré yo la conjetura de
que aun las desviaciones más extremas pueden ligarse con ese modelo por medio
de una serie de transiciones continuas. También en muchas de las denominadas
«novelas psicológicas» atrajo mi atención que sólo describan desde adentro a
una persona, otra vez el héroe; en su alma se afinca el poeta, por así decir, y
mira desde afuera a las otras personas. La novela psicológica en su conjunto
debe sin duda su especificidad a la inclinación del poeta moderno a escindir su
yo, por observación de sí, en yoes-parciales, y a personificar luego en varios
héroes las corrientes que entran en conflicto en su propia vida anímica. En
particularísima oposición al tipo del sueño diurno parecen encontrarse las
novelas que podrían designarse «ex-céntricas» en que la persona introducida
como héroe desempeña el mínimo papel activo, y más bien ve pasar, como un
espectador, las hazañas y penas de los otros. De esa índole son varias de las
últimas novelas de Zola. Empero, debo señalar que el análisis psicológico de
individuos no poetas, desviados en muchos aspectos de lo que se llama normal,
nos ha anoticiado de unas variaciones análogas en sueños diurnos en que el yo
se limita al papel de espectador.
Para que posea
algún valor nuestra equiparación del poeta con el que tiene sueños diurnos, y
de la creación poética con el sueño diurno mismo, es preciso ante todo que
muestre su fecundidad de cualquier manera. Intentemos, por ejemplo, aplicar a
las obras del poeta nuestra tesis ya enunciada sobre la referencia de la
fantasía a los tres tiempos y al deseo que los engarza, y procuremos estudiar
también con su ayuda los nexos entre la vida del poeta y sus creaciones. En
general, no se ha sabido con qué representaciones-expectativa era menester
abordar este problema; a menudo ese nexo se imaginó demasiado simple, Desde la
intelección obtenida para las fantasías, nosotros deberíamos esperar el
siguiente estado de cosas: una intensa vivencia actual despierta en el poeta el
recuerdo de una anterior, las más de las veces una perteneciente a su niñez,
desde la cual arranca entonces el deseo que se procura su cumplimiento en la
creación poética; y en esta última se pueden discernir elementos tanto de la
ocasión fresca como del recuerdo antiguo.[6]
Que no les
arredre la complicación de esta fórmula; conjeturo que en la realidad probará
ser un esquema harto mezquino, que, sin embargo, puede contener una primera
aproximación al estado real de cosas. Y según ciertos ensayos que he
emprendido, estoy por pensar que ese abordaje de las producciones poéticas no
ha de resultar infecundo. No olviden ustedes que la insistencia, acaso
sorprendente, sobre el recuerdo infantil en la vida del poeta deriva en última
instancia de la premisa según la cual la creación poética, como el sueño
diurno, es continuación y sustituto de los antiguos juegos del niño.
No olvidemos
reconsiderar la clase de poemas en que nos vimos precisados a no ver unas
creaciones libres, sino elaboraciones de un material consabido y ya listo.
También aquí el poeta tiene permitido exteriorizar cierta autonomía, que se expresa
en la elección del material y en las variantes, a menudo muy considerables, que
le imprime. Pero en la medida en que los materiales mismos están dados,
provienen del tesoro popular de mitos, sagas y cuentos tradicionales. Ahora
bien, la indagación de estas formaciones de la psicología de los pueblos en
modo alguno ha concluido, pero, por ejemplo respecto de los mitos, es muy
probable que respondan a los desfigurados relictos de unas fantasías de deseo
de naciones enteras, a los sueños seculares de la humanidad joven.
Dirán ustedes
que les he referido mucho más sobre las fantasías que sobre el poeta, al que
empero puse en primer término en el título de mi conferencia. Lo sé, e
intentaré justificarlo por referencia al estado actual de nuestro conocimiento.
Sólo pude aportarles unas incitaciones y exhortaciones que desde el estudio de
las fantasías desbordan sobre el problema de la elección poética de los
materiales. El otro problema, a saber, con qué recursos el poeta nos provoca
los afectos que recibimos de sus creaciones, ni siquiera lo hemos rozado aún.
Todavía me gustaría mostrarles, al menos, el camino que lleva desde nuestras
elucidaciones sobre las fantasías a los problemas de los efectos poéticos.
Como ustedes
recuerdan, dijimos que el soñante diurno pone el mayor cuidado en ocultar sus
fantasías de los demás porque registra motivos para avergonzarse de ellas.
Ahora agrego que, aunque nos las comunicara, no podría depararnos placer alguno
mediante esa revelación. Tales fantasías, si nos enteráramos de ellas, nos
escandalizarían, o al menos nos dejarían fríos. En cambio, si el poeta juega
sus juegos ante nosotros como su público, o nos refiere lo que nos inclinamos a
declarar sus personales sueños diurnos, sentimos un elevado placer, que probablemente
tenga tributarios de varias fuentes. Cómo lo consigue, he ahí su más genuino
secreto; en la técnica para superar aquel escándalo, que sin duda tiene que ver
con las barreras que se levantan entre cada yo singular y los otros, reside la
auténtica ars poetica. Podemos
colegir en esa técnica dos clases de recursos: El poeta atempera el carácter
del sueño diurno egoísta mediante variaciones y encubrimientos, y nos soborna
por medio de una ganancia de placer puramente formal, es decir, estética, que
él nos brinda en la figuración de sus fantasías. A esa ganancia de placer que
se nos ofrece para posibilitar con ella el desprendimiento de un placer mayor,
proveniente de fuentes psíquicas situadas a mayor profundidad, la llamamos
prima de incentivación o placer previo.[7]
Opino que todo placer estético que el poeta nos procura conlleva el carácter de
ese placer previo, y que el goce genuino de la obra poética proviene de la
liberación de tensiones en el interior de nuestra alma. Acaso contribuya en no
menor medida a este resultado que el poeta nos habilite para gozar en lo
sucesivo, sin remordimiento ni vergüenza algunos, de nuestras propias
fantasías. Aquí estaríamos a las puertas de nuevas, interesantes y complejas
indagaciones, pero, al menos por esta vez, hemos llegado al término de nuestra
elucidación.
[1] Véase el libro de Freud sobre el chiste (1905c).
[2] Alude a unos célebres versos de la escena final de Torquato
Tasso, en los que Goethe le hace decir a su poeta-héroe: “Y donde el humano
suele enmudecer en su tormento, un dios me concedió el don de decir cuánto
sufro”.
[3] Cf. La interpretación de
los sueños (Freud, 1900a)
[4] Esta frase del dramaturgo vienés Anzengruber era una de las favoritas
de Freud. Cf. “De guerra y muerte”
(1915b).
[5] Cf. “Introducción del narcisismo” (1914c), donde se emplea la
expresión en inglés “His Majesty the Baby”.
[6] Un punto de vista análogo había sido ya expuesto por Freud en una
carta a Fliess del 7 de julio de 1898, con referencia a uno de los cuentos de
C. F. Meyer (Freud, 1950a, Carta 92).
[7] Esta teoría de la “prima de incentivación” y del “placer previo”
fue aplicada por Freud al chiste en el libro que dedicó a este (1905c). La naturaleza del “placer previo” fue
examinada asimismo, en Tres ensayos de
teoría sexual.