Hace
algunos días acudió a mi consulta, acompañada de una amiga, una señora que se
quejaba de padecer estados de angustia. La enferma pasaba de los cuarenta y
cinco años, pero aparecía bien conservada y se veía claramente que no había
perdido aún su femineidad.
Los
estados de angustia habían surgido como consecuencia de su separación del
marido, pero se habían hecho considerablemente más intensos desde que un médico
joven al que hubo de consultar le había explicado que la causa de su angustia
era de necesidad sexual. No podía prescindir del comercio masculino, y para
recobrar la salud había de recurrir a una de las tres soluciones siguientes:
reconciliarse con su marido, tomar un amante o satisfacerse por sí misma.
Esta
opinión del médico había desvanecido en la paciente toda esperanza de curación,
pues no quería reanudar su vida conyugal, y los otros dos medios repugnaban a
su moral y a su religiosidad.
El médico
le había dicho que su diagnóstico se fundaba en mis descubrimientos
científicos, y acudía a mí para que lo confirmase definitivamente. La amiga que
venía acompañándola, una señora de más edad y aspecto poco saludable, me rogó
que rebatiese la opinión de mi joven colega, seguramente errónea, pues, por su
parte, había enviudado muchos años atrás y había podido conservarse
irreprochablemente sin padecer su angustia.
Sin
detenerme a describir la difícil situación en que me colocó esta visita, pasaré
directamente a examinar y aclarar la conducta del colega que me había enviado a
la enferma.
Pero
previamente he de hacer una advertencia importante, que espero sea aplicable a
nuestro caso. Una larga experiencia médica me ha enseñado a no aceptar siempre,
sin formación de causa, lo que los pacientes en general, y sobre todo los
neuróticos, cuentan de su médico.
Cualquiera
que sea el tratamiento que emplee, el neurólogo se atrae fácilmente la
hostilidad del enfermo, e incluso tiene que resignarse, en muchos casos, a
tomar sobre sí, por una especie de proyección, la responsabilidad de los deseos
secretos reprimidos del enfermo. Luego, se da el hecho lamentable, pero muy
característico, de que los otros médicos son quienes toman más en serio
semejantes acusaciones.
Creo,
pues, justificado suponer que también en esta ocasión hizo la enferma una
transcripción tendenciosamente deformada de las afirmaciones de su médico, y
que, por tanto, incurro en injusticia al enlazar precisamente a este caso mis
observaciones sobre el psicoanálisis «silvestre». Pero con ellas creo evitar
graves perjuicios a muchos otros enfermos.
Supongamos,
pues, que el médico habló realmente como la enferma pretendía. Todo el mundo
presentará aquí una primera objeción crítica, alegando que cuando un médico
considera necesario discurrir con una paciente sobre temas sexuales, lo debe
hacer con el mayor tacto y máxima delicadeza.
Pero
estas exigencias coinciden con la observancia de ciertos preceptos técnicos del
psicoanálisis, y, además el médico habría desconocido o interpretado mal toda
una serie de doctrinas científicas del psicoanálisis, mostrando con ello haber
avanzado muy poco en la comprensión de su naturaleza y sus fines. Comencemos
por examinar los errores científicos.
Los
consejos del médico revelan su concepto de la «vida sexual», concepto que
coincide exactamente con el más vulgar, en el cual sólo se entiende por
necesidad sexual la necesidad del coito o de actos análogos que provoquen el
orgasmo y la eyaculación de materias sexuales.
Pero el
médico no podría ignorar que precisamente se suele hacer al psicoanálisis el
reproche de extender el concepto de lo sexual mucho más allá de sus límites
corrientes.
El hecho
en sí es cierto, y no hemos de entrar aquí a discutir si está justificado
convertirlo en un reproche. El concepto de lo sexual comprende en psicoanálisis
mucho más. Esta extensión se justifica genéticamente.
Adscribimos
también a la «vida sexual» la actuación de todos aquellos sentimientos
afectivos nacidos de la fuente de los impulsos sexuales primitivos, aunque
tales impulsos hayan sufrido una inhibición de su fin primitivo sexual o lo
hayan cambiado por otro ya no sexual. Por esta razón hablamos preferentemente
de psicosexualidad y nos importa tanto que no se ignore ni se tenga en poco el
factor anímico de la sexualidad.
Sabemos también,
hace ya mucho tiempo, que, dado un comercio sexual normal, puede existir, sin
embargo, una insatisfacción anímica con todas sus consecuencias, y en nuestra
labor terapéutica tenemos siempre presente que por medio del coito u otros
actos sexuales no puede derivarse muchas veces más que una pequeña parte de las
tendencias sexuales insatisfechas, cuyas satisfacciones sustitutivas combatimos
bajo la forma de síntomas nerviosos.
Aquellos
que no comparten esta afirmación psicoanalítica no tienen derecho a referirse a
las doctrinas del psicoanálisis sobre la significación etiológica de la
sexualidad. Acentuando exclusivamente en lo sexual el factor somático, se
facilita extraordinariamente el problema; pero habrán de aceptar íntegramente
la responsabilidad de su conducta. En los consejos del joven médico se trasluce
todavía otro segundo error, igualmente grave.
Es cierto
que el psicoanálisis señala la insatisfacción sexual como causa de las
enfermedades nerviosas. Pero ¿acaso no dice más que eso? ¿Se quiere prescindir,
quizá por demasiado complicada, de su afirmación de que los síntomas nerviosos
surgen de un conflicto entre dos poderes, la libido (exageradamente intensa
casi siempre) y una repulsa sexual o una represión exageradamente severa?
No
olvidando este segundo factor, que no es, ciertamente, el segundo en
importancia, es imposible creer que la satisfacción sexual pueda constituir en
sí un remedio generalmente seguro contra las enfermedades nerviosas.
Muchos de
estos enfermos son, en general, incapaces de satisfacción o les es imposible
hallarla en las circunstancias dadas. Si así no fuera, si no entrañaran
violentas resistencias internas, la energía del instinto les señalaría el
camino de la satisfacción, aunque el médico no lo hiciera.
¿Qué
valor puede tener, por tanto, un consejo como el que en este caso dio nuestro
joven colega a su paciente? Aunque tal consejo estuviera justificado
científicamente, siempre sería irrealizable para ella.
Si no
sintiese una resistencia interior contra el onanismo y el amor extraconyugal,
ya habría empleado tales medios mucho antes. ¿Cree acaso el médico que una
mujer de más de cuarenta años ignora que puede tomar un amante?
¿O tiene,
quizá, tan alta idea de su influencia que opina que sin su visto bueno no se
decidiría a dar tal paso? Todo esto parece muy claro; más, sin embargo, ha de
reconocerse la existencia de un factor que dificulta muchas veces pronunciar un
juicio definitivo.
Algunos
de los estados nerviosos, las llamadas neurosis actuales, como la neurastenia
típica y la neurosis de angustia pura, dependen evidentemente del factor
somático de la vida sexual, sin que poseamos, en cambio, aún una idea precisa
del papel que en ellos desempeñan el factor psíquico y la represión.
En estos
casos, el médico ha de emplear una terapia actual y tender a una modificación
de la actividad sexual somática, y lo hará justificadamente si su diagnóstico
es exacto.
La señora
que consultó al joven médico se quejaba, sobre todo, de estados de angustia, y
el médico supuso, probablemente, que padecía una neurosis de angustia y creyó
acertado recomendarle una terapia somática. ¡Otro cómodo error! El sujeto que
padece de angustia no por ella ha de padecer necesariamente una neurosis de
angustia.
Semejante
derivación verbal del diagnóstico es totalmente ilícita. Hay que saber cuáles
son los fenómenos que constituyen la neurosis de angustia y distinguirlos de
otros estados patológicos que también se manifiestan por la angustia.
La señora
de referencia padecía, a mi juicio, una histeria de angustia, y el valor de
estas distinciones nosográficas está, precisamente, en indicar otra etiología y
otra terapia. Un médico que hubiera tenido en cuenta la posibilidad de una tal
histeria de angustia, no hubiera incurrido en el error de desatender los
factores psíquicos tal y como se revela en la alternativa propuesta en nuestro
caso.
Se da,
además, el hecho singular de que en esta alternativa del pseudoanalítico no
queda lugar alguno para el psicoanálisis. La enferma no podía curar de su
angustia más que volviendo al lado de su marido, tomando un amante o buscando
la satisfacción en el onanismo. ¿Dónde interviene aquí el tratamiento
psicoanalítico en el que vemos el remedio capital contra los estados de
angustia?
Llegamos
ahora a los errores técnicos que nos descubre la conducta del médico en este
caso. Hace ya mucho tiempo que se ha superado la idea, basada en una apariencia
puramente superficial, de que el enfermo sufre a consecuencia de una especie de
ignorancia, y que cuando se pone fin a la misma, comunicándole determinados
datos sobre las relaciones causales de su enfermedad con su vida y sobre sus
experiencias infantiles, etc., no tiene más remedio que curar.
El factor
patógeno no es la ignorancia misma, sino las resistencias internas de las
cuales depende, que la han provocado y la hacen perdurar. La labor de la
terapia es precisamente combatir estas resistencias. La comunicación de aquello
que el enfermo ignora, por haberlo reprimido, no es más que una de las
preparaciones necesarias para la terapia.
Si el
conocimiento de lo inconsciente fuera tan importante como suponen los profanos,
los enfermos se curarían sólo con leer unos cuantos libros o asistir a algunas
conferencias. Pero semejantes medidas ejercerán sobre los síntomas patológicos
nerviosos la misma influencia que sobre el hambre, en tiempos de escasez, una
distribución general de menús bellamente impresos en cartulina.
Esta
comparación puede aún llevarse más allá, pues la comunicación de lo
inconsciente al enfermo tiene siempre por consecuencia una agudización de su
conflicto y una agravación de sus dolencias.
Ahora
bien: como el psicoanálisis no puede prescindir de tal comunicación prescribe
su aplazamiento hasta que se hayan cumplido dos condiciones.
En primer
lugar, hasta que el enfermo mismo, convenientemente preparado, haya llegado a
aproximarse suficientemente a lo reprimido por él, y en segundo, hasta que se
encuentre lo bastante ligado al médico (transferencia) para que su relación
afectiva con él le haga imposible una nueva fuga.
Sólo el
cumplimiento de estas dos condiciones hace posible descubrir y dominar las
resistencias que han conducido a la represión y a la ignorancia. Por tanto, la
intervención psicoanalítica presupone un largo contacto con el enfermo, y toda
tentativa de sorprender al enfermo en la primera consulta con la comunicación
brusca de sus secretos, adivinados por el médico, es técnicamente condenable y
atrae al médico la cordial enemistad del enfermo, desvaneciendo toda
posibilidad de influencia.
Sin
contar con que muchas veces se equivoca uno al adivinar y nunca puede
adivinarlo todo. Con estos precisos preceptos técnicos sustituye el
psicoanálisis la demanda de aquel «tacto médico» inaprehensible, en el que se
busca una facultad especial.
Así,
pues, no basta al médico conocer algunos de los resultados del psicoanálisis.
Tiene que haberse familiarizado con su técnica si quiere adaptar su actuación a
los principios psicoanalíticos.
Esta
técnica no se puede aprender, hoy por hoy, en los libros. Ha de aprenderse,
como tantas otras técnicas médicas, bajo la guía de aquellos que ya la dominan.
No es, por tanto, indiferente para el enjuiciamiento del caso al que enlazamos
estas observaciones el que yo no conociese al médico que hubo de dar los consejos
reseñados ni hubiese oído jamás su nombre.
Ni para
mí ni para mis amigos y colaboradores resulta grato monopolizar así el derecho
a ejercer una técnica médica. Pero ante los peligros que puede traer consigo,
tanto para nuestra causa como para los enfermos, el ejercicio de un
psicoanálisis «silvestre», no nos queda otro camino.
En la
primavera de 1910 hemos fundado la Asociación Psicoanalítica
Internacional que hace publicar los nombres de sus miembros, con objeto de
poder rechazar toda responsabilidad derivada de la actuación de aquellos que no
pertenecen a nuestro grupo y dan, sin embargo, a sus procedimientos médicos el
nombre de psicoanálisis.
En rigor,
tales analíticos silvestres perjudican más a nuestra causa que a los enfermos
mismos. He comprobado, en efecto, con frecuencia que semejante conducta
inhábil, aunque en un principio agravase el estado del paciente, acababa por
procurarle la curación.
No
siempre, pero sí muchas veces. Una vez que el enfermo ha maldecido
suficientemente del médico y se sabe lejos ya de su influencia, comienzan a
ceder sus síntomas o se decide a dar un paso que le aproxima a la curación.
El alivio
definitivo es atribuido entonces a una modificación «espontánea» o al
tratamiento indiferente de un médico al que luego se ha dirigido el sujeto. Por
lo que se refiere al caso de la señora cuyas acusaciones contra el médico
acabamos de examinar, he de opinar que, a pesar de todo, el psicoanalítico
silvestre hizo más en favor de su paciente que cualquier eminencia médica que
le hubiera contado que padecía una «neurosis vasomotora».
La obligó
a enfrentarse más o menos aproximadamente con la verdadera base de su
padecimiento, intervención que no dejará de producir consecuencias
beneficiosas, a pesar de la oposición de la paciente. Pero se ha perjudicado a
sí mismo y ha contribuido a intensificar los prejuicios que se alzan en el
enfermo contra la actividad del psicoanalítico a causa de resistencias
afectivas harto comprensibles. Y esto puede ser evitado.
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