Prologo (2)
Anotaciones y fotos José Luis González Fernández
El propósito de este breve trabajo es reunir los principios del psicoanálisis y exponerlos, por así decir, dogmáticamente -de la manera más concisa y en los términos más inequívocos-. Su designio no es, desde luego, el de compeler a la creencia o el de provocar convicción. Las enseñanzas del psicoanálisis se basan en un número incalculable de observaciones y experiencias, y sólo quien haya repetido esas observaciones en sí mismo y en otros individuos está en condiciones de formarse un juicio propio sobre aquel.
Parte I. La Psique y sus operaciones.
El aparato psíquico
El psicoanálisis establece una premisa fundamental cuyo examen queda reservado al pensar filosófico y cuya justificación reside en sus resultados. De lo que llamamos nuestra psique (vida anímica), nos son consabidos dos términos: en primer lugar, el órgano corporal y escenario de ella' el encéfalo (sistema nervioso) y, por otra parte, nuestros actos de conciencia, que son dados inmediatamente y que ninguna descripción nos podría trasmitir. No nos es consabido, en cambio, lo que haya en medio; no nos es dada una referencia directa entre ambos puntos terminales de nuestro saber. Si ella existiera, a lo sumo brindaría una localización precisa de los procesos de conciencia, sin contribuir en nada a su inteligencia.
Nuestros dos supuestos se articulan con estos dos cabos o comienzos de nuestro saber. El primer supuesto atañe a la localización (3). Suponemos que la vida anímica es la función de un aparato al que atribuimos ser extenso en el espacio y estar compuesto por varias piezas; nos lo representamos, pues, semejante a un telescopio, un microscopio, o algo así. Si dejamos de lado cierta aproximación ya ensayada, el despliegue consecuente de esa representación es una novedad científica.
Hemos llegado a tomar noticia de este aparato psíquico por el estudio del desarrollo individual del ser humano. Llamamos ello a la más antigua de estas provincias o instancias psíquicas: su contenido es todo lo heredado, lo que se trae con el nacimiento, lo establecido constitucionalmente; en especial, entonces, las pulsiones que provienen de la organización corporal, que aquí [en el ello] encuentran una primera expresión psíquica, cuyas formas son desconocidas {no consabidas} para nosotros (ver nota(4)). Bajo el influjo del mundo exterior real-objetivo que nos circunda, una parte del ello ha experimentado un desarrollo particular; originaría m en te un estrato cortical dotado de los órganos para la recepción de estímulos y de los dispositivos para la protección frente a estos, se ha establecido una organización particular que en lo sucesivo media entre el ello y el mundo exterior. A este distrito de nuestra vida anímica le damos el nombre de yo.
Los caracteres principales del yo. A consecuencia del vínculo preformado entre percepción sensorial y acción muscular, el yo dispone respecto de los movimientos voluntarios. Tiene la tarea de la auto conservación, y la cumple tomando hacia afuera noticia de los estímulos, almacenando experiencias sobre ellos (en la memoria), evitando estímulos hiperintensos (mediante la huida), enfrentando estímulos moderados (mediante la adaptación) y, por fin, aprendiendo a alterar el mundo exterior de una manera acorde a fines para su ventaja (actividad); y hacia adentro, hacia el ello, ganando imperio sobre las exigencias pulsionales, decidiendo si debe consentírseles la satisfacción, desplazando esta última a los tiempos y circunstancias favorables en el mundo exterior, o sofocando totalmente sus excitaciones. En su actividad es guiado por las noticias de las tensiones de estímulo presentes o registradas dentro de él: su elevación es sentida en general como un displacer, y su rebajamiento, como placer. No obstante, es probable que lo sentido como placer y displacer no sean las alturas absolutas de esta tensión de estímulo, sino algo en el ritmo de su alteración. El yo aspira al placer, quiere evitar el displacer. Un acrecentamiento esperado, previsto, de displacer es respondido con la señal de angustia; y su ocasión, amenace ella desde afuera o desde adentro, se llama peligro.
De tiempo en tiempo, el yo desata su conexión con el mundo exterior y se retira al estado del dormir, en el cual altera considerablemente su organización. Y del estado del dormir cabe inferir que esa organización consiste en una particular distribución de la energía anímica. Como precipitado del largo período de infancia durante el cual el ser humano en crecimiento vive en dependencia de sus padres, se forma dentro del yo una particular instancia en la que se prolonga el influjo de estos. Ha recibido el nombre de superyó. En la medida en que este superyó se separa del yo o se contrapone a él, es un tercer poder que el yo se ve precisado a tomar en cuenta. Así las cosas, una acción del yo es correcta cuando cumple al mismo tiempo los requerimientos del ello, del superyó y de la realidad objetiva, vale decir, cuando sabe reconciliar entre sí sus exigencias. Los detalles del vínculo entre yo y superyó se vuelven por completo inteligibles reconduciéndolos a la relación del niño con sus progenitores.
Naturalmente, en el influjo de los progenitores no sólo es eficiente la índole personal de estos, sino también el influjo, por ellos propagado, de la tradición de la familia, la raza y el pueblo, así como los requerimientos del medio social respectivo, que ellos subrogan. De igual modo, en el curso del desarrollo individual el superyó recoge aportes de posteriores continuadores y personas sustitutivas de los progenitores, como pedagogos, arquetipos públicos, ideales venerados en la sociedad. Se ve que ello y superyó, a pesar de su diversidad fundamental, muestran una coincidencia en cuanto representan {repräsentieren} los influjos del pasado: el ello, los del pasado heredado; el superyó, en lo esencial, los del pasado asumido por otros. En tanto, el yo está comandado principalmente por lo que uno mismo ha vivenciado, vale decir, lo accidental y actual.
Este esquema general del aparato psíquico habrá de considerarse válido también para los animales superiores, semejantes al hombre en lo anímico. Cabe suponer un superyó siempre que exista un período prolongado de dependencia infantil, como en el ser humano. Y es inevitable suponer una separación de yo y ello. La psicología animal no ha abordado todavía la interesante tarea que esto le plantea.
Nuestros dos supuestos se articulan con estos dos cabos o comienzos de nuestro saber. El primer supuesto atañe a la localización (3). Suponemos que la vida anímica es la función de un aparato al que atribuimos ser extenso en el espacio y estar compuesto por varias piezas; nos lo representamos, pues, semejante a un telescopio, un microscopio, o algo así. Si dejamos de lado cierta aproximación ya ensayada, el despliegue consecuente de esa representación es una novedad científica.
Hemos llegado a tomar noticia de este aparato psíquico por el estudio del desarrollo individual del ser humano. Llamamos ello a la más antigua de estas provincias o instancias psíquicas: su contenido es todo lo heredado, lo que se trae con el nacimiento, lo establecido constitucionalmente; en especial, entonces, las pulsiones que provienen de la organización corporal, que aquí [en el ello] encuentran una primera expresión psíquica, cuyas formas son desconocidas {no consabidas} para nosotros (ver nota(4)). Bajo el influjo del mundo exterior real-objetivo que nos circunda, una parte del ello ha experimentado un desarrollo particular; originaría m en te un estrato cortical dotado de los órganos para la recepción de estímulos y de los dispositivos para la protección frente a estos, se ha establecido una organización particular que en lo sucesivo media entre el ello y el mundo exterior. A este distrito de nuestra vida anímica le damos el nombre de yo.
Los caracteres principales del yo. A consecuencia del vínculo preformado entre percepción sensorial y acción muscular, el yo dispone respecto de los movimientos voluntarios. Tiene la tarea de la auto conservación, y la cumple tomando hacia afuera noticia de los estímulos, almacenando experiencias sobre ellos (en la memoria), evitando estímulos hiperintensos (mediante la huida), enfrentando estímulos moderados (mediante la adaptación) y, por fin, aprendiendo a alterar el mundo exterior de una manera acorde a fines para su ventaja (actividad); y hacia adentro, hacia el ello, ganando imperio sobre las exigencias pulsionales, decidiendo si debe consentírseles la satisfacción, desplazando esta última a los tiempos y circunstancias favorables en el mundo exterior, o sofocando totalmente sus excitaciones. En su actividad es guiado por las noticias de las tensiones de estímulo presentes o registradas dentro de él: su elevación es sentida en general como un displacer, y su rebajamiento, como placer. No obstante, es probable que lo sentido como placer y displacer no sean las alturas absolutas de esta tensión de estímulo, sino algo en el ritmo de su alteración. El yo aspira al placer, quiere evitar el displacer. Un acrecentamiento esperado, previsto, de displacer es respondido con la señal de angustia; y su ocasión, amenace ella desde afuera o desde adentro, se llama peligro.
De tiempo en tiempo, el yo desata su conexión con el mundo exterior y se retira al estado del dormir, en el cual altera considerablemente su organización. Y del estado del dormir cabe inferir que esa organización consiste en una particular distribución de la energía anímica. Como precipitado del largo período de infancia durante el cual el ser humano en crecimiento vive en dependencia de sus padres, se forma dentro del yo una particular instancia en la que se prolonga el influjo de estos. Ha recibido el nombre de superyó. En la medida en que este superyó se separa del yo o se contrapone a él, es un tercer poder que el yo se ve precisado a tomar en cuenta. Así las cosas, una acción del yo es correcta cuando cumple al mismo tiempo los requerimientos del ello, del superyó y de la realidad objetiva, vale decir, cuando sabe reconciliar entre sí sus exigencias. Los detalles del vínculo entre yo y superyó se vuelven por completo inteligibles reconduciéndolos a la relación del niño con sus progenitores.
Naturalmente, en el influjo de los progenitores no sólo es eficiente la índole personal de estos, sino también el influjo, por ellos propagado, de la tradición de la familia, la raza y el pueblo, así como los requerimientos del medio social respectivo, que ellos subrogan. De igual modo, en el curso del desarrollo individual el superyó recoge aportes de posteriores continuadores y personas sustitutivas de los progenitores, como pedagogos, arquetipos públicos, ideales venerados en la sociedad. Se ve que ello y superyó, a pesar de su diversidad fundamental, muestran una coincidencia en cuanto representan {repräsentieren} los influjos del pasado: el ello, los del pasado heredado; el superyó, en lo esencial, los del pasado asumido por otros. En tanto, el yo está comandado principalmente por lo que uno mismo ha vivenciado, vale decir, lo accidental y actual.
Este esquema general del aparato psíquico habrá de considerarse válido también para los animales superiores, semejantes al hombre en lo anímico. Cabe suponer un superyó siempre que exista un período prolongado de dependencia infantil, como en el ser humano. Y es inevitable suponer una separación de yo y ello. La psicología animal no ha abordado todavía la interesante tarea que esto le plantea.
El poder del ello expresa el genuino propósito vital del individuo.
Consiste en satisfacer sus necesidades congénitas. Un propósito de mantenerse con
vida y protegerse de peligros mediante la angustia no se puede atribuir al ello.
Esa es la tarea del yo, quien también tiene que hallar la manera más favorable y
menos peligrosa de satisfacción con miramiento por el mundo exterior. Aunque el
superyó pueda imponer necesidades nuevas, su principal operación sigue siendo
limitar las satisfacciones.
Llamamos pulsiones a las fuerzas que suponemos tras las tensiones
de necesidad del ello.
Representan {repräsentieren} los requerimientos que hace
el cuerpo a la vida anímica. Aunque causa última de toda actividad, son de naturaleza
conservadora; de todo estado alcanzado por un ser brota un afán por reproducir
ese estado tan pronto se lo abandonó. Se puede, pues, distinguir un número indeterminado
de pulsiones, y así se acostumbra hacer. Para nosotros es sustantiva la posibilidad
de que todas esas múltiples pulsiones se puedan reconducir a unas pocas pulsiones
básicas. Hemos averiguado que las pulsiones pueden alterar su meta (por desplazamiento);
también, que pueden sustituirse unas a otras al traspasar la energía de una
pulsión sobre otra. Tras larga vacilación y oscilación, nos hemos resuelto a aceptar
sólo dos pulsiones básicas: Eros y pulsión de destrucción. (La oposición entre pulsión
de conservación de sí mismo y de conservación de la especie, así como la otra entre
amor yoico y amor de objeto, se sitúan en el interior del Eros.) La meta de la primera
es producir unidades cada vez más grandes y, así, conservarlas, o sea, una ligazón
{Bindung}; la meta de la otra es, al contrario, disolver nexos y, así, destruir
las cosas del mundo. Respecto de la pulsión de destrucción, podemos pensar que aparece
como su meta última trasportar lo vivo al estado inorgánico; por eso también la
llamamos pulsión de muerte. Si suponemos que lo vivo advino más tarde que lo inerte
y se generó desde esto, la pulsión de muerte responde a la fórmula consignada,
a saber, que una pulsión aspira al regreso a un estado anterior.
En cambio, no podemos aplicar a Eros (o
pulsión de amor) esa fórmula. Ello presupondría que la sustancia viva fue otrora
una unidad luego desgarrada y que ahora aspira a su reunificación (ver nota (5)).
En las funciones biológicas, las dos pulsiones básicas
producen efectos una contra la otra o se combinan entre sí. Así, el acto de comer
es una destrucción del objeto con la meta última de la incorporación; el acto
sexual, una agresión con el propósito de la unión más íntima. Esta acción conjugada
y contraria de las dos pulsiones básicas produce toda la variedad de las manifestaciones
de la vida. Y más allá del reino de lo vivo, la analogía de nuestras dos
pulsiones básicas lleva a la pareja de contrarios atracción y repulsión, que gobierna
en lo inorgánico (ver nota (6)).
Alteraciones en la proporción de mezcla
de las pulsiones tienen las más palpables consecuencias. Un fuerte suplemento de
agresión sexual hace del amante un asesino con estupro; un intenso rebajamiento
del factor agresivo lo vuelve timorato o impotente.
Ni hablar de que se pueda circunscribir una u otra de las
pulsiones básicas a una de las provincias anímicas. Se las tiene que topar por,
doquier. Nos representamos un estado inicial de la siguiente manera: la íntegra
energía disponible de Eros, que desde ahora llamaremos libido, está presente en
el yo-ello todavía indiferenciado [cf. AE, 23, pág. 148n.] y sirve para
neutralizar las inclinaciones de destrucción simultáneamente presentes.
(Carecemos de un término análogo a «libido»
para la energía
de la pulsión
de destrucción.) En
posteriores estados nos resulta relativamente fácil perseguir los
destinos de la libido; ello es más difícil respecto de la pulsión de
destrucción.
Mientras esta última produce efectos en lo interior como pulsión de muerte, permanece muda; sólo comparece ante nosotros cuando es vuelta hacia afuera como pulsión de destrucción. Que esto acontezca parece una necesidad objetiva para la conservación del individuo. El sistema muscular sirve a esta derivación. Con la instalación del superyó, montos considerables de la pulsión de agresión son fijados en el interior del yo y allí ejercen efectos autodestructivos. Es uno de los peligros para su salud que el ser humano toma sobre sí en su camino de desarrollo cultural. Retener la agresión es en general insano, produce un efecto patógeno (mortificación) {Kränkung(7)}. El tránsito de una agresión impedida hacia una destrucción de sí mismo por vuelta de la agresión hacia la persona propia suele ilustrarlo una persona en el ataque de furia, cuando se mesa los cabellos y se golpea el rostro con los puños, en todo lo cual es evidente que ella habría preferido infligir a otro ese tratamiento. Una parte de destrucción de sí permanece en lo interior, sean cuales fueren las circunstancias, hasta que al fin consigue matar al individuo, quizá sólo cuando la libido de este se ha consumido o fijado de una manera desventajosa. Así, se puede conjeturar, en general, que el individuo muere a raíz de sus conflictos internos; la especie, en cambio, se extingue por su infructuosa lucha contra el mundo exterior, cuando este último ha cambiado de una manera tal que no son suficientes las adaptaciones adquiridas por aquella.
Es difícil enunciar algo sobre el comportamiento de la libido dentro del ello y dentro del superyó. Todo cuanto sabemos acerca de esto se refiere al yo, en el cual se almacena inicialmente todo el monto disponible de libido. Llamamos narcisismo primario absoluto a ese estado. Dura hasta que el yo empieza a investir con libido las representaciones de objetos, a trasponer libido narcisista en libido de objeto. Durante toda la vida, el yo sigue siendo el gran reservorio desde el cual investiduras libidinales son enviadas a los objetos y al interior del cual se las vuelve a retirar, tal como un cuerpo protoplasmático procede con sus seudópodos (ver nota(8)). Sólo en el estado de un enamoramiento total se trasfiere sobre el objeto el monto principal de la libido, el objeto se pone {setzen sich} en cierta medida en el lugar del yo. Un carácter de importancia vital es la movilidad de la libido, la presteza con que ella traspasa de un objeto a otro objeto. En oposición a esto se sitúa la fijación de la libido en determinados objetos, que a menudo dura la vida entera.
Es difícil enunciar algo sobre el comportamiento de la libido dentro del ello y dentro del superyó. Todo cuanto sabemos acerca de esto se refiere al yo, en el cual se almacena inicialmente todo el monto disponible de libido. Llamamos narcisismo primario absoluto a ese estado. Dura hasta que el yo empieza a investir con libido las representaciones de objetos, a trasponer libido narcisista en libido de objeto. Durante toda la vida, el yo sigue siendo el gran reservorio desde el cual investiduras libidinales son enviadas a los objetos y al interior del cual se las vuelve a retirar, tal como un cuerpo protoplasmático procede con sus seudópodos (ver nota(8)). Sólo en el estado de un enamoramiento total se trasfiere sobre el objeto el monto principal de la libido, el objeto se pone {setzen sich} en cierta medida en el lugar del yo. Un carácter de importancia vital es la movilidad de la libido, la presteza con que ella traspasa de un objeto a otro objeto. En oposición a esto se sitúa la fijación de la libido en determinados objetos, que a menudo dura la vida entera.
Es innegable que la libido tiene fuentes somáticas, y afluye al yo desde diversos órganos y partes del cuerpo. Esto se ve de la manera más nítida en aquel sector de la libido que de acuerdo con su meta pulsional, se designa «excitación sexual». Entre los lugares del cuerpo de los que parte esa libido, los más destacados se señalan con el nombre de zonas erógenas, pero en verdad el cuerpo íntegro es una zona erógena tal. Lo mejor que sabemos sobre Eros, o sea sobre su exponente, la libido, se adquirió por el estudio de la función sexual, la cual en la concepción corriente -aunque no en nuestra teoría- se superpone con Eros. Pudimos formarnos una imagen del modo en que la aspiración sexual, que está destinada a influir de manera decisiva sobre nuestra vida, se desarrolla poco a poco desde las alternantes contribuciones de varias pulsiones parciales, subrogantes de determinadas zonas erógenas.
El desarrollo de la funcion sexual. (9)
Según la concepción corriente, la vida
sexual humana consistiría, en lo esencial, en el afán de poner en contacto los
genitales propios con los de una persona del otro sexo. Besar, mirar y tocar ese
cuerpo ajeno aparecen ahí como unos fenómenos concomitantes y unas acciones
introductorias. Ese afán emergería con la pubertad -vale decir, a la edad de la
madurez genésica- al servicio de la reproducción. No obstante, siempre fueron
notorios ciertos hechos que no calzaban en el marco estrecho de esta concepción:
1) Curiosamente, hay personas para quienes sólo individuos del propio sexo y
sus genitales poseen atracción. 2) Es también curioso que ciertas personas, cuyas
apetencias se comportan en un todo como si fueran sexuales, prescinden por completo
de las partes genésicas o de su empleo normal; a tales seres humanos se los
llama «perversos». 3) Es llamativo, para concluir, que muchos niños, considerados
por esta razón degenerados, muestren muy tempranamente un interés por sus genitales
y por los signos de excitación de estos.
Bien se comprende
que el psicoanálisis
provocara escándalo y
contradicción cuando, retomando en parte
estos tres menospreciados hechos,
contradijo todas las
opiniones populares sobre la sexualidad. Sus principales resultados son
los siguientes:
a. La vida sexual no comienza sólo
con la pubertad, sino que se inicia enseguida después del nacimiento con nítidas
exteriorizaciones.
b. Es necesario distinguir de manera tajante
entre los conceptos de «sexual» y de «genital». El primero es el más extenso, e
incluye muchas actividades que nada tienen que ver con los genitales.
e. La vida sexual incluye la función de
la ganancia de placer a partir de zonas del cuerpo, función que es puesta con
posterioridad {nachträglich} al servicio
de la
reproducción. Es frecuente que
ambas funciones no lleguen a superponerse por completo.
El principal interés se dirige, desde luego, a la primera tesis,
de todas las más inesperada. Se ha demostrado que, a temprana edad, el niño da señales
de una actividad corporal a la que sólo un antiguo prejuicio pudo rehusar el nombre
de sexual, y a la que se conectan fenómenos psíquicos que hallamos más tarde en
la vida amorosa adulta; por ejemplo, la fijación a determinados objetos, los celos,
etc. Pero se comprueba, además, que estos fenómenos que emergen en la primera infancia
responden a un desarrollo acorde a ley, tienen un acrecentamiento regular, alcanzando
un punto culminante hacia el final del quinto año de vida, a lo que sigue un
período de reposo. En el curso de este se detiene el progreso, mucho es
desaprendido e involuciona. Trascurrido este período, llamado «de latencia», la
vida sexual prosigue con la pubertad; podríamos decir: vuelve a aflorar. Aquí
tropezamos con el hecho de una acometida en dos tiempos de la vida sexual, desconocida
fuera del ser humano y que, evidentemente, es muy importante para la hominización
(ver nota (10)). No es indiferente que los eventos de esta época temprana de la
sexualidad sean víctima, salvo unos restos, de la amnesia infantil. Nuestras intuiciones
sobre la etiología de las neurosis y nuestra técnica de terapia analítica se anudan
a estas concepciones. El estudio de los procesos de desarrollo de esa época
temprana también ha brindado pruebas para otras tesis.
El primer órgano que aparece como zona erógena y propone al alma
una exigencia libidinosa es, a partir del nacimiento, la boca. Al comienzo, toda
actividad anímica se acomoda de manera de procurar satisfacción a la necesidad de
esta zona. Desde luego, ella sirve en primer término a la autoconservación por vía
del alimento, pero no es lícito confundir fisiología con psicología. Muy
temprano, en el chupeteo
en
que el niño
persevera obstinadamente se evidencia una necesidad de satisfacción que
-si bien tiene por punto de partida la recepción de alimento y es incitada por esta-
aspira a una ganancia de placer independiente de la nutrición, y que por eso
puede y debe ser llamada sexual.
Ya durante esta fase «oral» entran en escena, con la aparición
de los dientes, unos impulsos sádicos aislados. Ello ocurre en medida mucho más
vasta en la segunda fase, que llamamos «sádico-anal» porque aquí la satisfacción
es buscada en la agresión y en la función excretoria. Fundamos nuestro derecho a
anotar bajo el rótulo de la libido las aspiraciones agresivas en la concepción de
que el sadismo es una mezcla pulsional de aspiraciones puramente libidinosas
con otras destructivas puras, una
mezcla que desde entonces
no se cancela
más (ver nota(11)).
La tercera fase es la llamada «fálica», que, por así decir como
precursora, se asemeja ya en un todo a la plasmación última de la vida sexual. Es
digno de señalarse que no desempeñan un papel aquí los genitales de ambos sexos,
sino sólo el masculino (falo). Los genitales femeninos permanecen por largo tiempo
ignorados; el niño, en su intento de comprender los procesos sexuales, rinde
tributo a la venerable teoría de la cloaca, que tiene su justificación genética
(ver nota(12)).
Se caería en un malentendido si se creyera que estas tres fases
se relevan unas a otras de manera neta; una viene a agregarse a la otra, se superponen
entre sí, coexisten juntas. En las fases tempranas, las diversas pulsiones parciales
parten con recíproca independencia a la consecución de placer; en la fase fálica
se tienen los comienzos de una organización que subordina las otras aspiraciones
al primado de los genitales y significa el principio del ordenamiento de la aspiración
general de placer dentro de la función sexual. La organización plena sólo se alcanza
en la pubertad, en una cuarta fase, «genital».
Así queda establecido un estado en
que:
1) se conservan muchas investiduras libidinales tempranas;
2) otras son
acogidas dentro de la función sexual como
unos actos preparatorios,
de apoyo,
cuya satisfacción da por resultado el llamado «placer previo», y
3) otras
aspiraciones son excluidas de la organización y son por completo sofocadas
(reprimidas) o bien experimentan una aplicación diversa dentro del yo, forman
rasgos de carácter, padecen sublimaciones con desplazamiento de meta.
Este proceso no siempre se consuma de manera impecable. Las inhibiciones
en su desarrollo se presentan como las
múltiples perturbaciones de la vida sexual.
En tales casos han preexistido fijaciones de la libido a estados
de fases más tempranas, cuya aspiración, independiente de la meta sexual normal,
es designada perversión. Una inhibición así del desarrollo es, por ejemplo, la
homosexualidad cuando es manifiesta. El análisis demuestra que una ligazón de objeto
homosexual preexistía en todos los casos y, en la mayoría, se conservó latente.
Las constelaciones se complican por el hecho de que, en general, no es que los
procesos requeridos para producir el desenlace normal se consumen o estén ausentes
a secas, sino que se consuman de manera parcial, de suerte que la plasmación final
depende de estas relaciones cuantitativas. En tal caso, se alcanza,
sí, la organización
genital, pero debilitada en los sectores
de libido que no acompañaron ese desarrollo y permanecieron fijados a objetos y
metas pregenitales. Ese debilitamiento se muestra en la inclinación de la
libido a retroceder hasta las investiduras pregenitales anteriores (regresión) en
caso de no satisfacción genital o de dificultades objetivas.
Durante el estudio de las funciones sexuales
pudimos obtener una primera y provisional convicción o, mejor dicho, una vislumbre
de dos íntelecciones que más tarde se revelarán importantes por todo este ámbito.
La primera, que los fenómenos normales y anormales que observamos (es decir, la
fenomenología) demandan ser descritos desde el punto de vista de la dinámica y la
economía (en nuestro caso, la distribución cuantitativa de la libido); y la segunda,
que la etiología de las perturbaciones por
nosotros estudiadas se
halla en la historia de
desarrollo, o sea, en la primera infancia del individuo.
Cualidades psíquicas
Hemos descrito el edificio del aparato
psíquico, las energías o fuerzas activas en su interior, y con relación a un destacado ejemplo estudiamos el modo
en que estas
energías, principalmente la libido, se organizan
en una función fisiológica al servicio de la conservación de la especie. Pero nada
de ello subrogaba el carácter enteramente peculiar de lo psíquico,
prescindiendo, desde luego, del hecho empírico de que ese aparato y esas energías
están en la base de las funciones que llamamos nuestra vida anímica. Ahora pasamos
a lo que es característico y único de eso psíquico, y aun, de acuerdo con una muy
difundida opinión, coincide con lo psíquico por exclusión de lo otro.
El punto de partida para esta indagación lo da el hecho de la
conciencia, hecho sin parangón, que desafía todo intento de explicarlo y describirlo.
Y, sin embargo, sí uno habla de conciencia, sabe de manera inmediata y por su experiencia
personal más genuina lo que se mienta con ello (ver
nota(13)). Muchos, situados tanto dentro
de la ciencia
como fuera de
ella, se conforman con adoptar el supuesto de que la
conciencia es, sólo ella, lo psíquico, y entonces en la psicología no resta por
hacer más que distinguir en el interior de la fenomenología psíquica entre percepciones,
sentimientos, procesos cognitivos y actos de voluntad. Ahora bien, hay general
acuerdo en que
estos procesos concientes
no forman unas
series sin lagunas, cerradas en sí
mismas, de suerte que no habría otro expediente que adoptar el supuesto de unos
procesos físicos o somáticos concomitantes de lo psíquico, a los que parece
preciso atribuir una perfección mayor que a las series psíquicas, pues algunos
de ellos tienen procesos concientes paralelos y otros no. Esto sugiere de una
manera natural poner el acento, en psicología, sobre estos procesos somáticos,
reconocer en ellos lo psíquico genuino y buscar una apreciación diversa para los
procesos concientes. Ahora bien, la mayoría de los filósofos, y muchos otros aún,
se revuelven contra esto y declaran que algo psíquico inconciente sería un
contrasentido.
Sin embargo, tal es la argumentación que el psicoanálisis se ve
obligado a adoptar, y este es su segundo supuesto fundamental [cf. AE, 23, pág.
143]. Declara que esos procesos concomitantes presuntamente somáticos son lo psíquico
genuino, y para hacerlo prescinde al comienzo de la cualidad de la conciencia. Y
no está solo en esto. Muchos pensadores, por ejemplo Theodor Lipps(14), han formulado
lo mismo con
iguales palabras, y el
universal descontento con la concepción usual de lo psíquico ha traído
por consecuencia que algún concepto de lo inconciente demandara, con urgencia cada
vez mayor, ser acogido en el pensar psicológico, sí bien lo consiguió de un modo
tan impreciso e inasible que no pudo cobrar influjo alguno sobre la ciencia (ver
nota(15)).
Todas las ciencias descansan en observaciones
y experiencias mediadas por nuestro aparato psíquico; pero como nuestra ciencia
tiene por objeto a ese aparato mismo, cesa la analogía. Hacemos nuestras observaciones
por medio de ese mismo aparato de percepción, justamente con ayuda de las lagunas
en el interior de lo psíquico, en la medida en que completamos lo faltante a través
de unas inferencias evidentes y lo traducimos a material conciente. De tal
suerte, establecemos, por así decir, una serie complementaria conciente de lo psíquico
inconciente. Sobre el carácter
forzoso de estas inferencias
reposa la certeza
relativa de nuestra ciencia psíquica.
Quien profundice en este trabajo hallará que nuestra técnica resiste cualquier
crítica.
En el curso de ese trabajo se nos imponen los distingos que designamos
como cualidades psíquicas. En cuanto a lo que llamamos «conciente», no hace falta
que lo caractericemos; es lo mismo que la conciencia de los filósofos y de la opinión
popular. Todo lo otro psíquico es para nosotros lo «inconciente». Enseguida nos
vemos llevados a suponer dentro de eso inconciente una
importante separación. Muchos
procesos nos devienen
con facilidad concientes, y si luego
no lo son más, pueden devenirlo de nuevo sin dificultad; como se suele decir, pueden
ser reproducidos o recordados.
Esto nos avisa que la conciencia en general no
es sino un estado en extremo pasajero. Lo que es conciente, lo es sólo por un
momento. Si nuestras percepciones no corroboran esto, no es más que una
contradicción aparente; se debe a que los estímulos de la percepción pueden durar
un tiempo más largo, siendo así posible repetir la percepción de ellos. Todo este
estado de cosas se vuelve más nítido en torno de la percepción conciente de nuestros
procesos cognitivos, que por cierto también perduran, pero de igual modo pueden
discurrir en un instante. Entonces, preferimos llamar «susceptible de
conciencia» o preconciente a todo lo inconciente que se comporta de esa manera -o
sea, que puede trocar con facilidad el estado inconciente por el estado conciente-.
La experiencia nos ha enseñado que difícilmente exista un proceso psíquico, por
compleja que sea su naturaleza, que no pueda permanecer en ocasiones
preconciente aunque por regla general se adelante hasta la conciencia, como lo
decimos en nuestra terminología. Otros procesos psíquicos, otros contenidos, no
tienen un acceso tan fácil al devenir-conciente, sino que es preciso inferirlos
de la manera descrita, colegirlos y traducirlos a expresión conciente. Para estos
reservamos el nombre de «lo inconciente genuino».
Así pues, hemos atribuido a los procesos psíquicos tres cualidades:
ellos son concientes, preconcientes o inconcientes. La separación entre las tres
clases de contenidos que llevan esas cualidades no es absoluta ni permanente.
Lo que es preconciente deviene conciente, según vemos, sin nuestra colaboración;
lo inconciente puede ser hecho conciente en virtud de nuestro empeño, a raíz de
lo cual es posible que tengamos a menudo la sensación de haber vencido unas resistencias
intensísimas. Cuando emprendemos este intento en otro individuo, no debemos olvidar
que el llenado conciente de sus lagunas perceptivas, la construcción que le
proporcionamos, no significa todavía que hayamos hecho conciente en él mismo el
contenido inconciente en cuestión. Es que
este contenido al comienzo está
presente en él en una fijación(16) doble: una
vez, dentro de
la reconstrucción conciente que
ha escuchado, y, además, en su estado inconciente originario.
Luego, nuestro continuado empeño consigue las más de las veces que eso inconciente
le devenga conciente a él mismo, por obra de lo cual las dos fijaciones pasan a
coincidir. La medida de nuestro empeño, según la cual estimamos nosotros la resistencia
al devenir-conciente, es de magnitud
variable en cada
caso. Por ejemplo, lo que en el tratamiento
analítico es el resultado de nuestro empeño puede acontecer también de una
manera espontánea, un contenido de ordinario inconciente puede mudarse en uno preconciente
y luego devenir conciente, como en vasta escala sucede en estados psicóticos. De
esto inferimos que el mantenimiento de ciertas resistencias internas es una
condición de la normalidad. Un relajamiento así de las resistencias, con el consecuente
avance de un contenido inconciente, se produce de manera regular en el estado del
dormir, con lo cual queda establecida la condición para que se formen sueños. A
la inversa, un contenido preconciente puede ser temporariamente inaccesible, estar
bloqueado por resistencias, como ocurre en el olvido pasajero (escaparse algo
de la memoria), o aun cierto pensamiento preconciente puede ser trasladado
temporariamente al estado inconciente, lo que parece ser la condición del chiste.
Veremos que una mudanza hacia atrás como esta, de contenidos (o procesos)
preconcientes al estado inconciente, desempeña un gran papel en la causación de
perturbaciones neuróticas.
Expuesta así, con esa generalidad y simplificación, la doctrina
de las tres cualidades de lo psíquico más parece una fuente de interminables confusiones que un aporte al esclarecimiento.
Pero no se olvide que en verdad no es una teoría, sino una primera rendición de
cuentas sobre los hechos de nuestras observaciones; ella se atiene con la mayor
cercanía posible a esos hechos, y no intenta explicarlos. Y acaso las complicaciones
que pone en descubierto permitan aprehender las particulares dificultades con que
tiene que luchar nuestra investigación. Pero cabe conjeturar que esta doctrina
se nos hará más familiar cuando estudiemos los vínculos que se averiguan entre las
cualidades psíquicas y las provincias o instancias del aparato psíquico, por nosotros
supuestas. Es cierto que tampoco estos vínculos tienen nada de simples.
El devenir-conciente se
anuda, sobre todo,
a las percepciones
que nuestros órganos sensoriales obtienen del mundo exterior.
Para el abordaje tópico, por tanto, es un fenómeno que sucede en el estrato cortical
más exterior del yo. Es cierto que también recibirnos noticias concientes del interior
del cuerpo, los sentimientos,
y
aun ejercen estos un
influjo más imperioso sobre nuestra vida anímica que
las percepciones externas; además, bajo ciertas circunstancias, también los órganos
de los sentidos brindan sentimientos, sensaciones de dolor, diversas de sus percepciones
específicas. Pero dado que estas sensaciones, como se las llama para distinguirlas
de las percepciones concientes, parten también de los órganos terminales, y a todos
estos los concebimos como prolongación, como unos emisarios del estrato cortical,
podemos mantener la afirmación anterior. La única diferencia sería que para los
órganos terminales, en el caso de
las sensaciones y
sentimientos, el cuerpo mismo
sustituiría al mundo exterior.
Unos procesos concientes en la periferia
del yo, e inconciente todo lo otro en el interior del yo: ese sería el más simple
estado de cosas que deberíamos adoptar como supuesto. Acaso sea la relación que
efectivamente exista entre los animales; en el hombre se agrega una
complicación en virtud de la cual también procesos interiores del yo pueden adquirir
la cualidad de la conciencia. Esto es
obra de la función del lenguaje,
que conecta con firmeza los contenidos del yo con restos mnémicos de
las percepciones visuales, pero, en particular, de las acústicas. A partir de ahí,
la periferia percipiente del estrato cortical puede ser excitada desde adentro en
un radio mucho mayor, pueden devenir concientes procesos internos, así como
decursos de representación y procesos cognitivos, y es menester un dispositivo particular
que diferencie entre ambas posibilidades, el llamado examen de realidad: La equiparación
percepción = realidad objetiva (mundo exterior) se ha vuelto cuestionable.
Errores
que ahora se producen con facilidad,
y
de manera regular en el sueño, reciben
el nombre de
alucinaciones.
El interior del yo, que abarca sobre todo los procesos cognitivos,
tiene la cualidad de lo preconciente.
Lo inconciente es la cualidad que gobierna
de manera exclusiva en el interior del ello. Ello e inconciente se co-pertenecen
de manera tan íntima como yo y preconciente, y aun la relación es en el primer
caso más excluyente
aún. Una visión
retrospectiva sobre la
historia de desarrollo de la persona
y su aparato psíquico nos permite comprobar un sustantivo distingo en el interior
del ello. Sin duda que en el origen todo era ello; el yo se ha desarrollado por
el continuado influjo del mundo exterior sobre el ello. Durante ese largo
desarrollo, ciertos contenidos del ello se mudaron al estado preconciente y así
fueron recogidos en el yo. Otros permanecieron inmutados dentro del ello como su
núcleo, de difícil acceso. Pero en el curso de ese desarrollo, el yo joven y
endeble devuelve hacia atrás, hacia el estado inconciente, ciertos contenidos que
ya había acogido, los abandona, y frente a muchas impresiones nuevas que habría
podido recoger se comporta de igual modo, de suerte que estas, rechazadas, sólo
podrían dejar como secuela una huella en el ello. A este último sector del ello
lo llamamos, por miramiento a su génesis, lo reprimido (esforzado al desalojo}.
Importa poco que no siempre podamos distinguir de manera tajante entre estas dos
categorías en el interior del ello.
Coinciden, aproximadamente, con la separación
entre lo congénito originario y lo adquirido en el curso del desarrollo yoico.
Ahora bien, si nos hemos decidido a la
descomposición tópica del aparato psíquico en yo y ello, con la cual
corre paralelo el distingo de la cualidad de preconciente e inconciente, y hemos
considerado esta cualidad sólo como un indicio del distingo, no como su
esencia, ¿en qué consiste la naturaleza genuina del estado que se denuncia en
el interior del ello por la cualidad de lo inconciente, y en el interior del yo
por la de lo preconciente, y en qué consiste el distingo entre ambos?
Pues bien; sobre eso nada sabemos, y desde el trasfondo de esta
ignorancia, envuelto en profundas tinieblas, nuestras escasas intelecciones se
recortan harto mezquinas. Nos hemos aproximado aquí al secreto de lo psíquico, en
verdad todavía no revelado. Suponemos, según estamos habituados a hacerlo por otras
ciencias naturales, que en la vida anímica actúa una clase de energía, pero nos
falta cualquier asidero para acercarnos a su conocimiento por analogía con otras
formas de energía.
Creemos discernir que la energía nerviosa o psíquica se
presenta en dos formas, una livianamente móvil y una más bien ligada; hablamos de
investiduras y sobreinvestiduras de los contenidos, y aun aventuramos la conjetura
de que una «sobreinvestidura» establece una suerte de síntesis de diversos procesos,
en virtud de la cual la energía libre es traspuesta en energía ligada. Si bien no
hemos avanzado más allá de ese punto, sostenemos la opinión de que el distingo entre
estado inconciente y preconciente se sitúa en constelaciones dinámicas de esa índole,
lo cual permitiría entender que uno de ellos pueda ser trasportado al otro de
manera espontánea o mediante nuestra colaboración.
Tras todas estas incertidumbres se asienta, empero, un hecho nuevo
cuyo descubrimiento debemos a la investigación psicoanalítica. Hemos
averiguado que los
procesos de lo inconciente o del ello obedecen a leyes diversas
que los producidos en el interior del yo preconciente. A esas leyes, en su totalidad,
las llamamos proceso primario, por oposición al proceso secundario que regula los
decursos en lo preconciente, en el yo. De este modo, pues, el estudio de las
cualidades psíquicas no se habría revelado infecundo a la postre.
Un ejemplo: la interpretacion de los sueños
La indagación de estados normales, estables, en los que las fronteras
del yo respecto del ello están aseguradas mediante resistencias (contrainvestiduras),
en los que esas fronteras no se han movido y el superyó no se distingue del yo
pues ambos trabajan de consuno, una indagación así, decimos,
nos
aportaría escaso esclarecimiento. Sólo
podrán hacernos adelantar los estados
de conflicto y de sublevación, cuando el contenido del ello inconciente tiene perspectivas
de penetrar en la conciencia y el yo ha vuelto a ponerse en guardia contra su intrusión.
Sólo bajo estas condiciones podemos hacer las observaciones que confirmen o
rectifiquen nuestras noticias sobre ambos copartícipes. Ahora bien, un estado así
es el dormir nocturno, y por eso mismo la actividad psíquica en el dormir, que
percibimos como sueño, es nuestro objeto de estudio más propicio. Además, de ese
modo evitamos el reproche, oído con tanta frecuencia, de que nosotros
construiríamos la vida
anímica normal siguiendo
los hallazgos de la patología; en efecto, el sueño es un suceso regular en
la vida de los seres humanos normales, aun cuando sus caracteres se puedan distinguir
de las producciones de nuestra vida de vigilia. El sueño, como es de todos
consabido, puede ser confuso, ininteligible, sin sentido alguno; llegado el
caso, sus indicaciones contradicen todo nuestro saber de la realidad, y nos comportamos
como unos enfermos mentales pues, mientras soñamos, atribuimos a los contenidos
del sueño una realidad objetiva.
Echamos a andar por el camino hacía
el entendimiento («interpretación») del sueño si suponemos que aquello por nosotros
recordado como sueño tras el despertar no es el proceso onírico efectivo y real,
sino sólo una fachada tras la cual el sueño se oculta. Es nuestro distingo entre
un contenido manifiesto del sueño y los pensamientos oníricos latentes. Y llamamos
trabajo del sueño al proceso que de los segundos hace surgir el primero. El estudio
del trabajo del sueño nos enseña, mediante un destacado ejemplo, cómo un
material inconciente, un material originario y reprimido, se impone al yo, deviene
preconciente y en virtud de la revuelta del yo experimenta las alteraciones que
conocemos como desfiguración onírica. Ninguno de los caracteres del sueño deja
de hallar esclarecimiento de esta manera.
Lo mejor es empezar comprobando que hay dos clases de ocasiones
para la formación del sueño. O bien una moción pulsional de ordinario sofocada (un
deseo inconciente) ha hallado mientras uno duerme la intensidad que le permite
hacerse valer en el interior del yo, o bien una aspiración que quedó pendiente de
la vida de vigilia, una ilación de pensamiento preconciente con todas las
mociones conflictivas que de ella dependen, ha hallado en el dormir un refuerzo
por un elemento inconciente. Vale decir, sueños desde el ello o desde el yo. El
mecanismo de la formación del sueño es para ambos casos el mismo, y también la condición
dinámica es idéntica. El yo prueba su tardía génesis a partir del ello
suspendiendo temporariamente sus funciones y permitiendo el regreso a un estado
anterior. Esto acontece de la manera correcta cuando interrumpe sus vínculos con
el mundo exterior y retira sus investiduras de los órganos de los sentidos. Uno
puede decir, con derecho, que al nacer se ha engendrado una pulsión a regresar a
la vida intrauterina abandonada, una pulsión de dormir. El dormir es un regreso
tal al seno materno. Como el yo de la vigilia gobierna la motilidad, esta función
está paralizada en el estado del dormir y, por eso, se vuelven superfluas buena
parte de las inhibiciones que
pesaban sobre el ello inconciente. De esta manera, el recogimiento o rebajamiento
de esas «contrainvestiduras» permite al ello una medida de libertad que ahora
es inocua.
Las pruebas de la participación del ello inconciente en la formación
del sueño son abundantes y de fuerza demostrativa. a) La memoria del sueño es mucho
más amplia que la del estado de vigilia. El sueño trae recuerdos que el soñante
ha olvidado y le eran inasequibles en la vigilia. b) El sueño usa sin restricción
alguna unos símbolos lingüísticos cuyo significado el soñante la mayoría de las
veces desconoce. Empero, mediante nuestra experiencia podemos corroborar su sentido.
Es probable que provengan de fases anteriores del desarrollo del lenguaje. c)
La memoria del sueño reproduce muy a menudo impresiones de la primera infancia del
soñante, de las cuales podemos aseverar de manera precisa que no sólo han sido
olvidadas, sino que devinieron inconcientes por obra de la represión.
Sobre esto
se basa la ayuda, indispensable las más de las veces, que el sueño presta para reconstruir
la primera infancia del soñante, cosa que nosotros intentamos en el tratamiento
analítico de las neurosis. d) Además, el sueño saca a la luz contenidos que no pueden
provenir de la vida madura ni de la infancia olvidada del soñante. Nos vemos obligados
a considerarlos parte de la herencia arcaica que el niño trae congénita al mundo,
antes de cualquier experiencia propia, influido por el vivenciar de los
antepasados. Y luego hallamos el pendant de ese material filogenético en las sagas
más antiguas de la humanidad y en las supervivencias de la costumbre. El sueño se
erige así, respecto de la prehistoria humana, en una fuente no despreciable.
Ahora bien, lo que vuelve al sueño tan inestimable para
nuestra intelección es la circunstancia de que el material inconciente trae
consigo, cuando penetra en el yo, sus modalidades de trabajo. Esto quiere decir
que los pensamientos preconcientes en los cuales halló su expresión son tratados,
en el curso del trabajo del sueño, como si fueran sectores inconcientes del
ello; y, en el otro caso de formación del sueño, los pensamientos preconcientes
que consiguieron un refuerzo de la moción pulsional inconciente son degradados al
estado inconciente. Sólo por este camino averiguamos las leyes del decurso en el
interior de lo inconciente, y aquello que las distingue de las reglas, por nosotros
consabidas, del pensar de vigilia. El trabajo del sueño es, pues, en lo esencial,
un caso de elaboración inconciente de procesos de pensamiento preconcientes. Para tomar
un
símil de la
historia: Los conquistadores que
penetran con violencia en un país
no lo tratan según el derecho que ahí encuentran, sino de acuerdo con el suyo propio.
Sin embargo, el resultado del trabajo del sueño es inequívocamente un
compromiso. En la desfiguración impuesta al material inconciente y en los intentos,
harto a menudo insuficientes, por dar al todo una forma todavía aceptable para el
yo (elaboración secundaria), se discierne el influjo de la organización yoica
aún no paralizada. Es, en nuestro símil, la expresión de la resistencia que signen
ofreciendo los sometidos.
Las leyes del decurso en lo inconciente que de este modo salen a la luz son asaz raras y bastan para explicar la mayor parte de lo que en el sueño nos parece ajeno. Hay, sobre todo, una llamativa tendencia a la condensación, una inclinación a formar nuevas unidades con elementos que en el pensar de vigilia habríamos mantenido sin duda separados. A consecuencia de ello, un único elemento del sueño manifiesto suele subrogar a todo un conjunto de pensamientos oníricos latentes como si fuera una alusión común a estos, y, en general, la extensión del sueño manifiesto está extraordinariamente abreviada por comparación al rico material del cual surgió. Otra propiedad del trabajo del sueño, no del todo independiente de la primera, es la presteza para el desplazamiento de intensidades psíquicas(17) (investiduras) de un elemento sobre otro, de suerte que a menudo en el sueño manifiesto un elemento aparece como el más nítido y, por ello, como el más importante, pese a que en los pensamientos oníricos era accesorio; y a la inversa, elementos esenciales de los pensamientos oníricos son subrogados en el sueño manifiesto sólo por unos indicios mínimos. Además, al trabajo del sueño le bastan, las más de las veces, unas relaciones de comunidad harto ínfimas para sustituir un elemento por otro en todas las operaciones ulteriores. Bien se advierte cuánto habrán de dificultar estos mecanismos de la condensación y el desplazamiento la interpretación del sueño y el descubrimiento de los vínculos entre sueño manifiesto y pensamientos oníricos latentes. De la prueba de estas dos tendencias a la condensación y el desplazamiento, nuestra teoría deduce que en el ello inconciente la energía se encuentra en un estado de movilidad más libre, y que al ello le importa, más que nada, la posibilidad de la descarga para cantidades de excitación (vere nota (18)); así, nuestra teoría emplea ambas propiedades para caracterizar el proceso primario atribuido al ello.
Por el estudio del trabajo del sueño hemos tomado noticia de muchas
otras particularidades, tan asombrosas como importantes, de los procesos que
ocurren en el interior de lo inconciente. Aquí hemos de mencionar sólo algunas.
Las reglas decisorias de la lógica no tienen validez alguna en lo inconciente; se
puede decir que es el reino de la alógica. Aspiraciones de metas contrapuestas coexisten
lado a lado en lo inconciente sin mover a necesidad alguna de compensarlas. O bien
no se influyen para nada entre si, o, si ello ocurre, no se produce ninguna decisión,
sino un compromiso que se vuelve disparatado por incluir juntos unos elementos inconciliables.
Con esto se relaciona que los opuestos no se separen, sino que sean tratados como
idénticos, de suerte que en el sueño manifiesto cada elemento puede significar
también su contrario. Algunos lingüistas han discernido que en las lenguas más
antiguas sucedía lo mismo, y opuestos como fuerte-débil, claro-oscuro, alto-profundo
se expresaban originariamente por medio de una misma raíz, hasta que dos diversas
modificaciones de la palabra primordial separaron entre sí ambos significados. Restos
del doble sentido originario se conservarían en una lengua tan evolucionada como
el latín, en el uso de «altus» («alto» y «profundo»), «sacer» («sagrado» e «impío»),
etc. (ver nota(19)).
En vista de la complicación y la multivocidad {Vieldeutigkeit;
«indicación múltiple»} de los vínculos entre el sueño manifiesto y el contenido
latente, que tras aquel yace, es desde luego legítimo preguntar por el camino siguiendo
el cual se consigue derivar lo uno de lo otro, y si para esto sólo dependemos de
la suerte que tengamos en colegirlo, apoyándonos acaso en la traducción de los símbolos
que aparecen en el sueño manifiesto. Se está autorizado a informar lo siguiente:
En la gran mayoría de los casos esa tarea admite solución satisfactoria, pero ello
sólo con ayuda de las asociaciones que el soñante mismo brinde para los
elementos del contenido manifiesto. Cualquier otro procedimiento será arbitrario
y no proporcionará seguridad alguna. Pues bien, las asociaciones del soñante traen
a la luz los eslabones intermedios que insertamos en las lagunas entre ambos [el
contenido manifiesto y el latente] y con cuyo auxilio restablecemos el contenido
latente del sueño, podemos «interpretar» el sueño. No es asombroso que en ocasiones
este trabajo de interpretación, contrapuesto al trabajo del sueño, no alcance
la certeza plena.
Nos queda todavía por dar el esclarecimiento dinámico de la razón
por la cual el yo durmiente asume la tarea del trabajo del sueño. Por suerte, es
fácil descubrirlo. Todo sueño en tren de formación eleva al yo, con el auxilio de
lo inconciente, una demanda de satisfacer una pulsión, si proviene del ello; de
solucionar un conflicto, cancelar una duda, establecer un designio, si proviene
de un resto de actividad preconciente en la vida de vigilia. Ahora bien, el yo
durmiente está acomodado para retener con firmeza el deseo de dormir, siente
esa demanda como una perturbación y procura eliminarla. Y el yo lo consigue mediante
un acto de aparente condescendencia, contraponiendo a la demanda, para cancelarla,
un cumplimiento de deseo que es inofensivo bajo esas
circunstancias. Esta sustitución de la demanda
por
un cumplimiento de deseo constituye
la operación
esencial del trabajo
del sueño. Quizá
no huelgue ilustrar esto con tres ejemplos simples: un sueño de hambre, uno
de comodidad y uno de necesidad sexual. En el soñante, dormido, se anuncia una necesidad
de comer, sueña con un soberbio banquete y sigue durmiendo. Desde luego, tenía
la opción entre despertarse para comer o continuar su dormir. Se decidió por esto
último y satisfizo su hambre mediante el sueño.
Al menos por un rato; si el hambre
persiste, no tendrá más remedio que despertar. El otro caso: el soñante (es médico
y} debe despertar a fin de encontrarse en la clínica a cierta hora. Pero sigue durmiendo
y sueña que ya está ahí, es verdad que como paciente, y entonces no necesita abandonar
su lecho. O bien por la noche se mueve en él la añoranza de gozar de un objeto sexual
prohibido, la esposa de un amigo. Sueña que mantiene comercio sexual, no con esa
persona, ciertamente, pero sí con otra que lleva igual nombre, por más que esta
le resulta indiferente. O su revuelta se exterioriza en permanecer la amada en
total anonimato.
Desde luego que no todos los casos se
presentan tan simples; en particular, en los sueños que parten de restos diurnos
no tramitados y no han hecho sino procurarse en el estado del dormir un refuerzo
inconciente, suele no ser fácil poner en descubierto la fuerza pulsional inconciente
y su cumplimiento de deseo, pero es lícito suponer su presencia en todos los casos.
La tesis de que el sueño es un cumplimiento de deseo será recibida con
incredulidad si se recuerda cuántos sueños poseen un contenido directamente penoso
o aun hacen que el soñante despierte presa de angustia, para no hablar de los tantísimos
sueños que carecen de un tono de sentimiento definido. Pero la objeción del sueño
de angustia no resiste al análisis. No se debe olvidar que el sueño es en todos
los casos el resultado de un conflicto, una suerte de formación de compromiso. Lo
que para el ello inconciente es una satisfacción puede ser para el yo, y por
eso mismo, ocasión de angustia.
Según ande el trabajo del sueño, unas veces lo inconciente se
habrá abierto paso mejor, y otras el yo se habrá defendido con más energía. Los
sueños de angustia son casi siempre aquellos cuyo contenido ha experimentado la
desfiguración mínima. Si la demanda de lo inconciente se vuelve demasiado grande,
a punto tal que el yo durmiente ya no sea capaz de defenderse de ella con los medios
de que dispone, este resignará el deseo de dormir y regresará a la vida
despierta. Se dará razón de todas las experiencias diciendo que el sueño es
siempre un intento de eliminar la perturbación del dormir por medio de un
cumplimiento de deseo; que es, por tanto, el guardián del dormir. Ese intento
puede lograrse de manera más o menos perfecta; también puede fracasar, y
entonces el durmiente despierta, en apariencia por obra de ese mismo sueño. De igual
modo, el valiente guardián nocturno cuya misión es velar por el reposo de la pequeña
ciudad no tiene más remedio, en ciertas circunstancias, que armar alboroto y despertar
a los ciudadanos que duermen.
Para
concluir estas elucidaciones, asentemos la comunicación que
justificará el habernos demorado tanto
en el problema de la interpretación de los sueños. Ha resultado que los mecanismos inconcientes
que hemos discernido merced al estudio del trabajo del sueño, y que nos explicaron
la formación de este, permiten también inteligir las enigmáticas formaciones de
síntoma en virtud de las cuales las neurosis y psicosis reclaman nuestro interés.
Una coincidencia como esta no puede menos que despertar en nosotros grandes
esperanzas.
Parte II La Tarea Práctica
La técnica psicoanalítica
El sueño es, pues, una psicosis, con todos los despropósitos,
formaciones delirantes y espejismos sensoriales que ella supone. Por cierto que
una psicosis de duración breve, inofensiva, hasta encargada de una función útil;
es introducida con la aquiescencia de la persona, y un acto de su voluntad le pone
término. Pero es, con todo, una psicosis, y de ella aprendemos que incluso una alteración
tan profunda de la vida anímica puede ser deshecha, puede dejar sitio a la función
normal. Así las cosas, ¿es osado esperar que haya de ser posible someter a nuestro
influjo, y aportar curación, a las enfermedades espontáneas de la vida anímica,
incluso las más temidas?
Sabemos ya mucho para preparar esta empresa. Según nuestra premisa,
el yo tiene la tarea de obedecer a sus tres vasallajes -de la realidad objetiva,
del ello y del superyó- y mantener pese a todo su organización, afirmar su autonomía.
La condición de los estados patológicos mencionados sólo puede consistir en un debilitamiento relativo
o absoluto del yo, que le imposibilita cumplir sus tareas. El más
duro reclamo para el yo es probablemente sofrenar las exigencias pulsionales
del ello, para lo cual tiene que solventar grandes gastos de contrainvestiduras.
Ahora bien, también la exigencia del superyó puede volverse tan intensa e
implacable que el yo se quede como paralizado frente a sus otras tareas. En los
conflictos económicos que de ahí resultan vislumbramos que a menudo ello y superyó
hacen causa común contra el oprimido yo, quien para conservar su norma quiere aferrarse
a la realidad objetiva. Si los dos primeros devienen demasiado fuertes, consiguen
menguar y alterar la organización del yo hasta el punto de perturbar, o aun cancelar,
su vínculo correcto con la realidad objetiva. Lo hemos visto en el caso del sueño;
cuando el yo se desase de la realidad del mundo exterior, cae en la psicosis
bajo el influjo del mundo interior.
Sobre estas intelecciones fundamos nuestro plan terapéutico.
El yo está debilitado por el conflicto interior,
y nosotros tenemos que acudir
en su ayuda. Es
como una guerra
civil destinada a ser resuelta mediante el auxilio de un aliado de afuera.
El médico analista y el yo debilitado del enfermo, apuntalados en el mundo exterior
objetivo {real}, deben formar un bando contra los enemigos, las exigencias pulsionales
del ello y las exigencias de conciencia moral del superyó. Celebramos un pacto {Vertrag;
«contrato»}. El yo enfermo nos promete la más cabal sinceridad, o sea, la disposición
sobre todo el material que su percepción de sí mismo le brinde, y nosotros le aseguramos
la más estricta discreción y ponemos a su servicio nuestra experiencia en la
interpretación del material influido por lo inconciente. Nuestro saber debe remediar
su no saber, debe devolver al yo del paciente el imperio sobre jurisdicciones
perdidas de la vida anímica. En este pacto consiste la situación analítica.
Enseguida de dar este paso nos espera ya la primera
desilusión, el primer llamado a la modestia. Para que el yo del enfermo sea un aliado
valioso en nuestro trabajo común tiene que conservar, desafiando toda la apretura
a que lo someten los poderes enemigos de él, cierto grado de coherencia, alguna
intelección para las demandas de la realidad efectiva. Pero no se puede esperar
eso del yo del psicótico, incapaz de cumplir un pacto así, y apenas de
concertarlo. Pronto habrá arrojado a nuestra persona y el auxilio que le ofrecemos
a los sectores del mundo exterior que ya no significan nada para él.
Discernimos, pues, que se nos impone la renuncia a ensayar nuestro plan curativo
en el caso del psicótico. Y esa renuncia puede ser definitiva o sólo
temporaria, hasta que hallemos otro plan más idóneo para él.
Existe, sin embargo, otra clase de enfermos psíquicos, evidentemente
muy próximos a los psicóticos: el enorme número de los neuróticos de padecimiento
grave. Las condiciones de la enfermedad, así como los mecanismos patógenos, por
fuerza serán en ellos los mismos o, al menos, muy semejantes. Pero su yo ha mostrado
ser capaz de mayor resistencia, se ha desorganizado menos. Muchos de ellos pudieron
afianzarse en la vida real a despecho de todos sus achaques y de las insuficiencias
por estos causadas. Acaso estos neuróticos se muestren prestos a aceptar nuestro
auxilio. A ellos limitaremos nuestro interés, y probaremos hasta dónde, y por
cuáles caminos, podemos «curarlos».
Con los neuróticos, entonces, concertamos
aquel pacto: sinceridad cabal a cambio de una estricta discreción. Esto impresiona
como si buscáramos la posición de un confesor profano. Pero la diferencia es grande,
ya que no sólo queremos oír de él lo que sabe y esconde a los demás, sino que
debe referirnos también lo que no sabe. Con este propósito, le damos una definición
más precisa de lo que entendemos por sinceridad. Lo comprometemos a observar la
regla fundamental del psicoanálisis, que en el futuro debe {sollen} gobernar su
conducta hacia nosotros. No sólo debe comunicarnos lo que él diga adrede y de buen
grado, lo que le traiga alivio, como en una confesión, sino también todo lo otro
que se ofrezca a su observación de sí, todo cuanto le acuda a la mente, aunque sea
desagradable decirlo, aunque le parezca sin importancia y hasta sin sentido. Si
tras esta consigna consigue desarraigar su autocrítica, nos ofrecerá una multitud
de material, pensamientos, ocurrencias, recuerdos, que están ya bajo el influjo
de lo inconciente, a menudo son sus directos retoños, y así nos permiten colegir
lo inconciente reprimido en él y, por medio de nuestra comunicación, ensanchar
la noticia que su yo tiene sobre su inconciente.
Pero el papel de su yo no se limita a
brindarnos, en obediencia pasiva, el material pedido y a dar crédito a nuestra traducción
de este. Nada de eso. Muchas otras cosas suceden; de ellas, algunas que podíamos
prever y otras que por fuerza nos sorprenden. Lo más asombroso es que el paciente
no se reduce a considerar al analista, a la luz de la realidad objetiva, como el
auxiliador y consejero a quien además se retribuye por su tarea, y que de buena
gana se conformaría con el papel, por ejemplo, de guía para una difícil excursión
por la montaña; no, sino que ve en él un retorno -reencarnación- de una persona
importante de su infancia de su pasado, y por eso trasfiere sobre él sentimientos
y reacciones que sin duda se referían a ese arquetipo. Este hecho de la trasferencia
pronto demuestra ser un factor de insospechada significatividad: por un lado, un
recurso auxiliar de valor insustituible; por el otro, una fuente de serios peligros.
Esta trasferencia es ambivalente, incluye actitudes positivas, tiernas, así como
negativas, hostiles, hacia el analista, quien por lo general es puesto en el lugar
de un miembro de la pareja parental, el padre o la madre. Mientras es positiva nos
presenta los mejores servicios. Altera la situación analítica entera, relega el
propósito, acorde a la ratio, de sanar y librarse del padecimiento. En su lugar,
entra en escena el propósito de agradar al analista, ganar su aprobación, su amor.
Se convierte en el genuino resorte que pulsiona la colaboración del paciente; el
yo endeble deviene fuerte, bajo el influjo de ese propósito obtiene logros que
de otro modo le habrían sido imposibles, suspende sus síntomas, se pone sano en
apariencia; sólo por amor al analista. Y este habrá de confesarse, abochornado,
que inició una difícil empresa sin vislumbrar siquiera los extraordinarios y potentes
recursos de que dispondría.
La relación trasferencial conlleva, además,
otras dos ventajas. Si el paciente pone al analista en el lugar de su padre (o de
su madre), le otorga también el poder que su superyó ejerce sobre su yo, puesto
que estos progenitores han sido el origen del superyó. Y entonces el nuevo superyó tiene oportunidad
para una suerte
de
poseducación del neurótico, puede corregir desaciertos en que incurrieran los
padres en su educación. Es verdad que cabe aquí la advertencia de no abusar del
nuevo influjo. Por tentador que pueda resultarle al analista convertirse en maestro,
arquetipo e ideal de otros, crear seres humanos a su imagen y semejanza, no tiene
permitido olvidar que no es esta su tarea en la relación analítica, e incluso
sería infiel a ella si se dejara arrastrar por su inclinación. No haría entonces
sino repetir un error de los padres, que con su influjo ahogaron la independencia
del niño, y sustituir aquel temprano vasallaje por uno nuevo. Es que el
analista debe, no obstante sus empeños por mejorar y educar, respetar la peculiaridad
del paciente. La medida de influencia que haya de considerar legítima estará determinada
por el grado de inhibición del desarrollo que halle en el paciente. Algunos neuróticos han permanecido
tan infantiles que
aun en el
análisis sólo pueden ser tratados como unos niños.
Otra ventaja de la trasferencia es que
en ella el paciente escenifica ante nosotros, con plástica nitidez, un fragmento
importante de su biografía, sobre el cual es probable que en otro caso nos hubiera
dado insuficiente noticia. Por así decir, actúa {agieren} ante nosotros, en lugar
de informarnos.
Pasemos ahora al otro lado de la relación. Puesto que la trasferencia
reproduce el vínculo con los padres, asume también su ambivalencia. Difícilmente
se pueda evitar que la actitud positiva hacia el analista se trueque de golpe un
día en la negativa, hostil. También esta es de ordinario una repetición del pasado.
La obediencia al padre (si de este se trataba), el cortejamiento de su favor, arraigaba
en un deseo erótico dirigido a su persona. En algún momento esa demanda esfuerza
también para salir a la luz dentro de la trasferencia y reclama satisfacción. En
la situación analítica sólo puede tropezar con una denegación. Vínculos sexuales
reales entre paciente y analista están excluidos, y aun las modalidades más finas
de la satisfacción, como la preferencia, la intimidad, etc., son consentidas
por el analista sólo mezquinamente. Tal desaire es tomado como ocasión para aquella
trasmudación; probablemente así ocurriera en la infancia del enfermo.
Los
resultados curativos producidos bajo el imperio de la trasferencia positiva
están bajo sospecha de ser de naturaleza sugestiva. Si la trasferencia negativa
llega a prevalecer, serán removidos como briznas por el viento. Uno repara, espantado,
en que fueron vanos todo el empeño y el trabajo anteriores. Y aun lo que se tenía
derecho a considerar una ganancia duradera para el paciente, su inteligencia del
psicoanálisis, su fe en la eficacia de este, han desaparecido de pronto. Se comporta
como el niño que no posee juicio propio y cree a ciegas a quien cuenta con su
amor, nunca al extraño.
Es evidente que el peligro de este estado trasferencial
consiste en que el paciente desconozca su naturaleza y lo considere como unas
nuevas vivencias objetivas, en vez de espejamientos del pasado. Si él (o ella) registra
la fuerte necesidad erótica que se esconde tras la trasferencia positiva, creerá
haberse enamorado con pasión; si la trasferencia sufre un súbito vuelco, se considerará
afrentado y desdeñado, odiará al analista como a su enemigo y estará pronto a resignar
el análisis. En ambos casos extremos habrá olvidado el pacto que aceptó al comienzo
del tratamiento, se habrá vuelto inepto para proseguir el trabajo en común. El analista
tiene la tarea de arrancar al paciente en cada caso de esa peligrosa ilusión, de
mostrarle una y otra vez que es un espejismo del pasado lo que él considera una
nueva vida real-objetiva. Y a fin de que no caiga en un estado que lo vuelva inaccesible
a todo medio de prueba, uno procura que ni el enamoramiento ni la hostilidad
alcancen una altura extrema. Se lo consigue si desde temprano se lo prepara
para tales posibilidades y no se dejan pasar sus primeros indicios. Este cuidado
en el manejo de la trasferencia suele ser ricamente recompensado.
Y si se logra,
como las más de las veces ocurre, adoctrinar al paciente sobre la real y efectiva
naturaleza de los fenómenos trasferenciales, se habrá despojado a su resistencia
de un arma poderosa y mudado peligros en ganancias, pues el paciente no olvida
más lo que ha vivenciado dentro de las formas de la trasferencia, y tiene para él
una fuerza de convencimiento mayor que todo lo adquirido de otra manera.
Es muy indeseable para nosotros que el
paciente, fuera de la trasferencia, actúe en lugar de recordar; la conducta ideal
para nuestros fines sería que fuera del tratamiento él se comportara de la manera
más normal posible y exteriorizara sus reacciones anormales sólo dentro de la
trasferencia.
Nuestro camino para fortalecer al yo debilitado parte de la
ampliación de su conocimiento de sí mismo. Sabemos que esto no es todo, pero es
el primer paso. La pérdida de ese saber importa para el yo menoscabos de poder
y
de influjo, es el más palpable
indicio de que está constreñido y estorbado por los reclamos del
ello y del superyó. De tal suerte, la primera pieza de nuestro auxilio terapéutico
es un trabajo intelectual y una exhortación al paciente para que colabore en él.
Sabemos que esta primera actividad debe facilitarnos el camino hacia otra
tarea, más difícil. Ni siquiera durante la introducción debemos perder de vista
la parte dinámica de esta última. En cuanto al material para nuestro trabajo,
lo obtenemos de fuentes diversas: lo que sus comunicaciones y asociaciones libres
nos significan, lo que nos muestra en sus trasferencias, lo que extraemos de la
interpretación de sus sueños, lo que él deja traslucir por sus operaciones fallidas.
Todo ello nos ayuda a establecer unas construcciones sobre lo que le ha sucedido
en el pasado y olvidó, así como sobre lo que ahora sucede en su interior y él no
comprende. Y en esto, nunca omitimos mantener una diferenciación estricta entre
nuestro saber y su saber. Evitamos comunicarle enseguida lo que hemos colegido a
menudo desde muy temprano, o comunicarle todo cuanto creemos haber colegido.
Meditamos
con cuidado la elección del momento
en que hemos de hacerlo consabedor de una
de nuestras construcciones; aguardamos
hasta que nos parezca oportuno hacerlo, lo cual no siempre es fácil decidirlo.
Como regla, posponemos el comunicar una construcción, dar el esclarecimiento,
hasta que él mismo se haya aproximado tanto a este que sólo le reste un paso,
aunque este paso es en verdad la síntesis decisiva. Si procediéramos de otro modo,
si lo asaltáramos con nuestras interpretaciones antes que él estuviera
preparado, la comunicación sería infecunda o bien provocaría un violento estallido
de resistencia, que estorbaría la continuación del trabajo o aun la haría peligrar.
En cambio, si lo hemos preparado todo de manera correcta, a menudo conseguimos que
el paciente corrobore inmediatamente nuestra construcción y él mismo recuerde el
hecho íntimo o externo olvidado. Y mientras más coincida la construcción con
los detalles de lo olvidado, tanto más fácil será la aquiescencia del paciente.
En tal caso, nuestro saber sobre esta pieza ha devenido también su saber.
Con la mención de la resistencia hemos llegado a la segunda parte,
la más importante, de nuestra labor. Tenemos ya sabido que el yo se protege
mediante unas contrainvestiduras de la intrusión de elementos indeseados oriundos
del ello inconciente y reprimido; que estas contrainvestiduras permanezcan intactas
es una condición para la función normal del yo. Ahora bien, mientras más constreñido
se sienta el yo, más convulsivamente se aferrará, por así decir intimidado, a esas
contrainvestiduras a fin de proteger lo que le resta frente a ulteriores
asaltos. Sucede que esa tendencia defensiva en modo alguno armoniza con los
propósitos de nuestro tratamiento. Nosotros, al contrario, queremos que el yo, tras
cobrar osadía por la seguridad de nuestra ayuda, arriesgue el ataque para reconquistar
lo perdido. Y en este empeño registramos la intensidad
de esas contrainvestiduras como unas resistencias a nuestro trabajo. El yo se amilana
ante tales empresas, que parecen peligrosas y amenazan con un displacer, y es preciso
alentarlo y calmarlo de continuo para que no se nos rehuse. A esta resistencia,
que persiste durante todo el tratamiento y se renueva a cada nuevo tramo del
trabajo, la llamamos, no del todo correctamente, resistencia de represión. Como
luego averiguaremos, no es la única que nos aguarda. Es interesante que, en
esta situación, la formación de los
bandos en cierta
medida se invierta:
el yo se revuelve contra
nuestra incitación, mientras que lo inconciente, de ordinario nuestro enemigo,
nos presta auxilio, pues tiene una natural «pulsión emergente» {«Auftrieb»}, nada
le es más caro que adelantarse al interior del yo y hasta la conciencia cruzando
las fronteras que le son puestas. La lucha que se traba si alcanzamos nuestro propósito
y podemos mover al yo para que venza sus resistencias se consuma bajo nuestra guía
y con nuestro auxilio. Su desenlace es indiferente: ya sea que el yo acepte tras
nuevo examen una exigencia pulsional hasta entonces rechazada, o que vuelva a desestimarla
{verwerfen}, esta vez de manera definitiva, en cualquiera de ambos casos queda eliminado
un peligro duradero, ampliada la extensión del yo, y en lo sucesivo se torna
innecesario un costoso gasto.
Vencer las resistencias es la parte de nuestro trabajo que demanda
el mayor tiempo y la máxima pena. Pero también es recompensada, pues produce
una ventajosa alteración del yo, que se conserva independientemente del resultado
de la trasferencia y se afirma en la vida. Y simultáneamente hemos trabajado para
eliminar aquella alteración del yo que se había producido bajo el influjo de lo
inconciente, pues toda vez que pudimos pesquisar dentro del yo los retoños de aquello, señalamos su origen ¡legítimo
e incitamos al yo a desestimarlos. Recordemos que una precondición para nuestra
operación terapéutica contractual era que esa alteración del yo debida a la intrusión
de elementos inconcientes no hubiera superado cierta medida.
Mientras más progrese nuestro trabajo
y a mayor profundidad se plasme nuestra intelección de la vida anímica del neurótico,
con nitidez tanto mayor se impondrán a nuestro saber otros dos factores que reclaman
la máxima atención como fuentes de la resistencia. El enfermo los desconoce por
completo a ambos, y no pudieron ser tomados en cuenta cuando concertamos
nuestro pacto; además, tampoco tienen por punto de partida el yo del paciente. Se
los puede reunir bajo el nombre común de «necesidad de estar enfermo o de padecer»,
pero son de origen diverso, si bien de naturaleza afín en lo demás. El primero
de estos dos factores es el sentimiento de culpa o conciencia de culpa, como se
lo llama, pese a que el enfermo no lo registra ni lo discierne. Es, evidentemente,
la contribución que presta a la resistencia un superyó que ha devenido muy duro
y cruel. El individuo no debe sanar, sino permanecer enfermo, pues no merece nada
mejor. Es cierto que esta resistencia no perturba nuestro trabajo intelectual, pero
sí lo vuelve ineficaz, y aun suele consentir que nosotros cancelemos una forma del
padecer neurótico pero está pronta a sustituirla enseguida por otra; llegado el
caso, por una enfermedad somática. Por otra parte, esta conciencia de culpa explica
también la curación o mejoría de neurosis graves en virtud de infortunios reales,
que en ocasiones se ha observado; en efecto, sólo importa que uno se sienta miserable,
no interesa de qué modo. Es muy asombrosa, pero también delatora, la resignación
sin quejas con que tales personas suelen sobrellevar su duro destino. Para defendernos
de esta resistencia, estamos limitados a hacerla conciente y al intento de
desmontar poco a poco ese superyó hostil.
Menos fácil es demostrar la existencia de la otra, para combatir
la cual nos vemos con una particular deficiencia. Entre los neuróticos hay
personas en quienes, a juzgar por todas sus reacciones, la pulsión
de autoconservación ha experimentado
ni más
ni menos que un
trastorno (Verkehrung}. Parecen no perseguir otra cosa que dañarse y destruirse
a sí mismos. Quizá pertenezcan también
a este grupo
las personas que
al fin perpetran
realmente el suicidio. Suponemos que
en ellas han sobrevenido vastas desmezclas de pulsión a consecuencia de las cuales se
han liberado cantidades hipertróficas
de la pulsíón
de destrucción vuelta hacia adentro. Tales pacientes no pueden tolerar
ser restablecidos por nuestro tratamiento, lo contrarían por todos los medios. Pero,
lo confesamos, este es un caso que todavía no se ha conseguido esclarecer del
todo.
Volvamos a echar ahora una ojeada panorámica sobre la situación
en que hemos entrado con nuestro intento de aportar auxilio al yo neurótico. Este
yo no puede ya cumplir las tareas que el mundo exterior, incluida la sociedad
humana, le impone.
No es dueño
de todas
sus experiencias, buena parte de su tesoro mnémico le es escamoteado. Su
actividad está inhibida por unas rigurosas prohibiciones del superyó, su energía
se consume en vanos intentos por defenderse de las exigencias del ello, Además,
por las continuas invasiones del ello, está dañado en su organización,
escindido en el interior de sí; no produce ya ninguna síntesis en regla, está desgarrado
por aspiraciones que se contrarían unas a otras, por conflictos no tramitados, dudas no
resueltas. Al comienzo hacemos participar a este yo debilitado
del paciente en un trabajo de interpretación
puramente intelectual, que aspira a un llenado provisional de las lagunas dentro
de sus dominios anímicos; hacemos que se nos trasfiera la autoridad de su superyó,
lo alentamos a aceptar la lucha en torno de cada exigencia del ello y a vencer las
resistencias que así se producen. Y al mismo tiempo restablecemos el orden
dentro de su yo pesquisando contenidos y aspiraciones que penetran desde lo inconciente,
y despejando el terreno para la crítica por reconducción a su origen. En diversas
funciones servimos al paciente como autoridad y sustituto de los progenitores, como
maestro y educador, y habremos hecho lo mejor para él si, como analistas, elevamos
los procesos psíquicos dentro de su yo al nivel normal, mudamos en preconciente
lo devenido inconciente y lo reprimido, y, de ese modo, reintegramos al yo lo que
le es propio. Por el lado del paciente, actúan con eficacia en favor nuestro algunos
factores ajustados a la ratio, como la necesidad de curarse motivada en su padecer y el interés intelectual que hemos
podido despertarle
hacía las doctrinas y revelaciones
del psicoanálisis,
pero, con fuerzas
mucho más potentes,
la trasferencia positiva con que nos solicita. Por otra parte, pugnan
contra nosotros la trasferencia negativa, la resistencia de represión del yo (vale
decir, su displacer de exponerse al difícil trabajo que se le propone), el sentimiento
de culpa oriundo de la relación con el superyó y la necesidad de estar enfermo anclada
en unas profundas alteraciones de su economía pulsional, De la participación de
estos dos últimos factores depende que tildemos de leve o grave a nuestro caso.
Independientes de estos, se pueden discernir algunos otros factores que intervienen en sentido
favorable o desfavorable. Una
cierta inercia psíquica,
una cierta pesantez en el movimiento
de la libido, que no quiere abandonar sus fijaciones, no puede resultarnos bienvenida;
la aptitud de la persona para la sublimación pulsional desempeña un gran papel,
lo mismo que su capacidad para elevarse sobre la vida pulsional grosera, y el
poder relativo de sus funciones intelectuales.
No nos desilusiona, sino que lo hallamos de todo punto concebible,
arribar a la conclusión de que el desenlace final de la lucha que hemos
emprendido depende de relaciones cuantitativas, del monto de energía que en el paciente
podamos movilizar en favor nuestro, comparado con la suma de energías de los poderes
que ejercen su acción eficaz en contra. También aquí Dios está de parte de los batallones
más fuertes; es verdad que no siempre triunfamos, pero al menos podemos discernir,
la mayoría de las veces, por qué se nos negó la victoria. Quien haya seguido nuestras
puntualizaciones sólo por interés terapéutico acaso nos dé la espalda con
menosprecio tras esta confesión nuestra. Pero la terapia nos ocupa aquí
únicamente en la medida en que ella trabaja con medios psicológicos; por el momento
no tenemos otros. Quizás el futuro nos enseñe a influir en forma directa, por medio
de sustancias químicas específicas, sobre los volúmenes de energía y sus distribuciones
dentro del aparato anímico. Puede que se abran para la terapia otras insospechadas
posibilidades; por ahora no poseemos nada mejor que la técnica psicoanalítica, razón
por la cual no se debería despreciarla a pesar de sus limitaciones.
Una muestra de trabajo psicoanalítico
Nos hemos procurado una noticia general
sobre el aparato psíquico, sobre las partes, órganos, instancias de que está compuesto,
sobre las fuerzas eficaces en su interior, las funciones de que sus partes están
encargadas. Las neurosis y psicosis son los estados en que se procuran expresión
las perturbaciones funcionales del aparato. Escogimos las neurosis como nuestro
objeto de estudio porque sólo ellas parecen asequibles a los métodos psicológicos
de nuestra intervención. Mientras nos empeñamos en influir sobre ellas, recogemos
las observaciones que nos proporcionan una imagen de su proceso y de las
modalidades de su génesis.
Encabecemos la exposición con uno de nuestros principales
resultados. Las neurosis no tienen (a diferencia, por ejemplo, de las enfermedades
infecciosas) causas patógenas específicas. Sería ocioso buscar en ellas unos excitadores
de la enfermedad. Mediante transiciones fluidas se conectan
con la llamada
«norma», y, por
otra parte, es difícil que exista un
estado reconocido como normal en que no se pudieran rastrear indicios de
rasgos neuróticos. Los neuróticos conllevan más o menos las mismas disposiciones
{constitucionales} que los otros seres humanos, vivencian lo mismo, las tareas
que deben tramitar no son diversas. ¿Por qué, entonces, su vida es tanto peor y
más difícil, y en ella sufren más sensaciones displacenteras, angustia y dolores?
No necesitamos quedar debiendo la respuesta a estas preguntas,
A unas desarmonías cuantitativas hay que imputar la insuficiencia y el padecer de
los neuróticos. En efecto, la causación de todas las plasmaciones de la vida humana
ha de buscarse en la acción recíproca entre predisposiciones congénitas(20) y vivencias
accidentales. Y bien; cierta pulsión puede ser constitucionalmente demasiado fuerte
o demasiado débil, cierta aptitud estar atrofiada o no haberse plasmado en la vida
de manera suficiente;
y, por otra
parte, las impresiones
y vivencias externas pueden plantear a los se res humanos individuales
demandas de diversa intensidad, y lo que la constitución de uno es capaz de dominar
puede ser todavía para otro una tarea demasiado pesada. Estas diferencias cuantitativas
condicionarán la diversidad del desenlace.
Enseguida hemos de decirnos, sin embargo, que esta explicación
no es satisfactoria. Es excesivamente general, explica demasiado. La indicada etiología
vale para todos los casos de pena, miseria y parálisis anímicas, pero no todos esos
estados pueden llamarse neuróticos. Las neurosis tienen caracteres específicos,
son una miseria de índole particular. Así, por fuerza esperaremos hallar para ellas
unas causas específicas, o bien podemos formarnos la representación de que entre
las tareas que la vida anímica debe dominar hay algunas en las que es fácil fracasar,
de suerte que de esto derivaría la particularidad de los a menudo muy
asombrosos fenómenos neuróticos, sin que nos viéramos precisados
a retractarnos de nuestras aseveraciones anteriores. Si es correcto
que las neurosis no se distancian de la norma en nada esencial, su estudio promete
brindarnos unos valiosos aportes para el conocimiento de esa norma. De tal modo,
quizá descubramos los «puntos débiles» de toda organización normal.
La conjetura que acabamos de formular
se confirma. Las experiencias analíticas nos enseñan que real y efectivamente existe
una exigencia pulsional cuyo dominio en principio fracasa o se logra sólo de manera
incompleta, y una época de la vida que cuenta de manera exclusiva o prevaleciente
para la génesis de una neurosis. Estos dos factores, naturaleza pulsional y época
de la vida, demandan ser abordados por separado, aunque tienen bastante que ver
entre sí.
Acerca del papel de la época de la vida podemos manifestarnos
con bastante certidumbre. Al parecer, únicamente en la niñez temprana (hasta el
sexto año) pueden adquirirse neurosis, si bien es posible que sus síntomas sólo
mucho más tarde salgan a la luz. La neurosis de la infancia puede devenir manifiesta
por breve lapso o aun pasar inadvertida. La posterior contracción de neurosis se
anuda en todos los casos a aquel preludio infantil. Quizá la neurosis llamada «traumática»
(por terror hiperintenso, graves conmociones somáticas debidas a choques ferroviarios, enterramiento por derrumbe,
etc.) constituya
una excepción en
este punto; sus nexos con la condición infantil se han sustraído a la
indagación hasta hoy. La prioridad etiológica de la primera infancia es fácil
de fundamentar. Las neurosis son, como sabemos, unas afecciones del yo, y no es
asombroso que el yo, mientras todavía es endeble, inacabado e incapaz de resistencia,
fracase en el dominio {BewäItigung} de tareas que más tarde podría tramitar
jugando. (Las exigencias
pulsionales de adentro,
así
como las excitaciones del mundo exterior,
ejercen en tal caso el efecto de unos «traumas», en particular si son solicitadas
por ciertas predisposiciones.) El yo desvalido se defiende de ellas mediante
unos intentos de huida (represiones
{esfuerzos de desalojo}) que más
tarde resultan desacordes al fin y significan unas limitaciones
duraderas para el
desarrollo ulterior.
Los deterioros del yo por sus primeras vivencias nos aparecen
desproporcionadamente grandes, pero no hay más que recurrir a esta analogía: considérese,
como en los experimentos de Roux(21), la diferencia del efecto si se dirige un
alfilerazo sobre un conjunto de células germinales en proceso de división, en
lugar de hacerlo sobre el animal acabado que se desarrolló desde ellas.
A ningún individuo
humano le son ahorradas tales vivencias
traumáticas, ninguno se libra de las represiones por estas incitadas. Estas
cuestionables reacciones del yo quizá sean indispensables para el logro de otra
meta fijada a esa misma época de la vida. El pequeño primitivo debe devenir en pocos
años una criatura civilizada, recorrer,
en abreviación casi
ominosa, un tramo
enormemente largo del
desarrollo de la cultura. Si bien esto es facilitado por una
predisposición hereditaria {heriditäre Disposition}, casi nunca puede
prescindir del auxilio de la educación, del influjo de los progenitores, el
cual, como precursor del superyó, limita la actividad del yo mediante prohibiciones
y castigos, y promueve que se emprendan represiones u obliga a esto. Por eso no
es lícito olvidar la inclusión del influjo cultural entre las condiciones de la
neurosis. Discernimos que al bárbaro le resulta fácil ser sano; para el hombre
de cultura, es una tarea dura. Puede parecernos concebible la añoranza de un yo
fuerte, desinhibido; pero (la época presente nos lo enseña) ella es enemiga de la
cultura en el más profundo sentido. Y como las exigencias de la cultura están
subrogadas por la educación dentro de la familia, nos vemos precisados a incluir
también en la etiología de las neurosis este carácter biológico de la especie humana:
el largo período de dependencia infantil.
Por lo que atañe al otro punto, el factor pulsional específico,
descubrimos aquí una interesante disonancia entre teoría y experiencia. En lo teórico,
no hay objeción alguna contra el supuesto de que cualquier clase de exigencia pulsional
pueda dar ocasión a las mismas represiones con sus consecuencias. Sin embargo, nuestra
observación nos muestra de manera regular, hasta donde podemos apreciarlo, que las
excitaciones a que corresponde ese papel patógeno proceden de pulsiones parciales
de la vida sexual. Los síntomas de las neurosis son de cabo a rabo, se diría, una
satisfacción sustitutiva de algún querer-alcanzar sexual o bien unas medidas
para estorbarlas, por lo general unos compromisos entre ambas cosas, como los que
se producen entre opuestos siguiendo las leyes que rigen para lo inconciente. Esa
laguna dentro de nuestra teoría no se puede llenar por el momento; la decisión se
dificulta porque la mayoría de las aspiraciones de la vida sexual no son de
naturaleza puramente erótica, sino que surgen de unas aleaciones de partes eróticas
con partes de la pulsión de destrucción. Comoquiera que sea, no puede caber ninguna
duda de que las pulsiones que se dan a conocer fisiológicamente como sexualidad
desempeñan un papel sobresaliente e inesperadamente grande en la causación de las
neurosis; queda sin resolver si ese papel es exclusivo.
Es preciso ponderar también
que ninguna otra función ha experimentado como la sexual, justamente, un rechazo
tan enérgico y tan vasto en el curso del desarrollo cultural. La teoría tendrá
que conformarse con algunas referencias que denuncian un nexo más profundo: que
el período de la primera infancia, en el trascurso del cual el yo empieza a diferenciarse
del ello, es también la época del temprano
florecimiento sexual al que pone término el período de latencia; que difícilmente
se deba al azar que esa prehistoria significativa caiga luego bajo la amnesia
infantil; y, por último, que unas alteraciones biológicas dentro de la vida sexual
como lo son la acometida de la función en dos tiempos, la pérdida del carácter de
la periodicidad en la excitación sexual y la mudanza en la relación entre la menstruación
femenina y la excitación masculina, que estas innovaciones dentro de la sexualidad,
decíamos, no pueden menos que haber sido muy significativas para el desarrollo
del animal al ser humano. Queda reservado a la ciencia del futuro componer en una
nueva unidad los datos que hoy siguen aislados. No es la psicología, sino la biología,
la que muestra aquí una laguna.
Quizá no andemos errados si decimos que el punto
débil en la organización del yo se situaría en su conducta frente a la función sexual,
como si la oposición biológica entre conservación de si y conservación de la
especie se hubiera procurado en este punto una expresión psicológica.
Si la experiencia analítica nos ha convencido sobre el pleno acierto
de la tesis, a menudo formulada, según la cual el niño es psicológicamente el padre
del adulto, y las vivencias de sus primeros años poseen una significación inigualada
para toda su vida posterior, presentará para nosotros un interés particular que
exista algo que sea lícito designar la vivencia central de este período de la infancia.
Nuestra atención es atraída en primer lugar por los efectos de ciertos influjos
que no alcanzan a todos los niños, aunque se presentan con bastante frecuencia,
como el abuso sexual contra ellos cometido por adultos, su seducción por otros
niños poco mayores (hermanos y hermanas) y, cosa bastante inesperada, su conmoción
al ser partícipes de testimonios auditivos y visuales de procesos sexuales entre
adultos (los padres), las más de las veces en una época en que no se les atribuye
interés ni inteligencia para tales impresiones, ni la capacidad de recordarlas más
tarde. Es fácil comprobar en cuán grande extensión la sensibilidad sexual del niño es despertada por tales vivencias, y es esforzado
su querer-alcanzar sexual por unas vías que ya no podrá abandonar. Dado que
estas impresiones caen bajo la represión
enseguida, o bien tan pronto
quieren retornar
como recuerdo, establecen la
condición para la
compulsión neurótica que
más tarde imposibilitará al yo gobernar
la función sexual y probablemente lo mueva a extrañarse de ella de manera
permanente.
Esta última reacción tendrá por consecuencia una neurosis; si falta,
se desarrollarán múltiples perversiones o una rebeldía total de esta función,
cuya importancia es inconmensurable no sólo para la reproducción, sino para la
configuración de la vida en su totalidad.
Por instructivos que sean estos casos, merece nuestro interés
en grado todavía más alto el influjo de una situación por la que todos los niños
están destinados a pasar y que deriva de manera necesaria del factor de la crianza
prolongada y de la convivencia con los progenitores. Me refiero al complejo de Edipo,
así llamado porque su contenido esencial retorna en la saga griega del rey
Edipo, cuya figuración por un gran dramaturgo afortunadamente ha llegado a
nosotros. El héroe griego mata a su padre y toma por esposa a su madre. Que lo
haga sin saberlo, pues no los reconoce como sus padres, es una desviación respecto
del estado de cosas en el análisis,
una desviación que comprendemos
bien y aun reconocemos
como forzosa.
Aquí tenemos que describir por separado
el desarrollo de varoncito y niña -hombre y mujer-, pues ahora la diferencia entre
los sexos alcanza su primera expresión psicológica. El hecho de la dualidad de los sexos
se levanta ante nosotros a modo de un gran enigma, una ultimidad para nuestro conocimiento,
que desafía ser reconducida a algo otro. El psicoanálisis no ha aportado nada para
aclarar este problema, que, manifiestamente, pertenece por entero a la biología.
En la vida anímica sólo hallamos reflejos de aquella gran oposición, interpretar
la cual se vuelve difícil por el hecho, vislumbrado de antiguo, de que ningún individuo
se limita a los modos de reacción
de un solo
sexo, sino que
de continuo deja
cierto sitio a
los del contrapuesto, tal como su
cuerpo conlleva, junto a los órganos desarrollados de uno de los sexos, también
los mutilados rudimentos del otro, a menudo devenidos inútiles. Para distinguir
lo masculino de lo femenino en la vida anímica nos
sirve una ecuación
convencional y empírica, a todas luces
insuficiente. Llamamos «masculino» a todo cuanto es fuerte y activo, y «femenino»
a lo débil y pasivo. Este hecho de la bisexualidad, también psicológica,
entorpece todas nuestras averiguaciones y dificulta su descripción.
El primer objeto erótico del niño es el pecho materno
nutricio; el amor se engendra apuntalado en la necesidad de nutrición satisfecha.
Por cierto que al comienzo el pecho no es distinguido del cuerpo propio, y cuando
tiene que ser divorciado del cuerpo, trasladado hacia «afuera» por la frecuencia
con que el niño lo echa de menos, toma consigo, como «objeto», una parte de la
investidura libidinal originariamente narcisista. Este primer objeto se
completa luego en la persona de la madre, quien no sólo nutre, sino también cuida,
y provoca en el niño tantas otras sensaciones corporales, así placenteras como displacenteras.
En el cuidado del cuerpo,, ella deviene la primera seductora del niño. En estas
dos relaciones arraiga la significatividad única de la madre, que es incomparable
y se fija inmutable para toda la vida, como el primero y más intenso objeto de amor,
como arquetipo de todos los vínculos posteriores de amor. . . en ambos sexos. Y
en este punto el fundamento filogenético prevalece tanto sobre el vivenciar
personal accidental que no importa diferencia alguna que el niño mame efectivamente
del pecho o se lo alimente con mamadera, y así nunca haya podido gozar de la
ternura del cuidado materno. Su desarrollo sigue en ambos casos el mismo camino,
y quizás en el segundo la posterior añoranza crezca tanto más. Y en la medida
en que en efecto haya sido amamantado en el pecho materno, tras el destete
siempre abrigará la convicción de que aquello fue demasiado breve y escaso.
Esta introducción no es
superflua: puede aguzar nuestra inteligencia de la intensidad del complejo de Edipo.
Cuando el varoncito (a partir de los dos o los tres años) ha entrado en la fase
fálica de su desarrollo libidinal, ha recibido sensaciones placenteras de su
miembro sexual y ha aprendido a procurárselas a voluntad mediante estimulación manual,
deviene el amante de la madre. Desea poseerla corporalmente en las formas que
ha colegido por sus observaciones y vislumbres de la vida sexual, y procura seducirla
mostrándole su miembro viril, de cuya posesión está orgulloso. En suma, su
masculinidad de temprano despertar busca sustituir junto a ella al padre, quien
hasta entonces ha sido su envidiado arquetipo por la fuerza corporal que en él percibe
y la autoridad con que lo encuentra revestido. Ahora el padre es su rival, le estorba
el camino y le gustaría quitárselo de en medio. Si durante una ausencia del
padre le es permitido compartir el lecho de la madre, de donde es de nuevo
proscrito tras el regreso de aquel, la satisfacción al desaparecer el padre y
el desengaño cuando reaparece le significan unas vivencias que calan en lo hondo.
Este es el contenido del complejo de Edipo, que la saga griega ha traducido del
mundo de la fantasía del niño a una presunta realidad objetiva. En nuestras
constelaciones culturales, por regla
general se le depara un
final terrorífico.
La madre ha comprendido muy bien que la
excitación sexual del varoncito se dirige a su propia persona. En algún momento
medita entre sí que no es correcto consentirla. Cree hacer lo justo si le prohíbe
el quehacer manual con su miembro. La prohibición logra poco, a lo sumo produce
una modificación en la manera de la autosatisfacción. Por fin, la madre echa
mano del recurso más tajante: amenaza quitarle la cosa con la cual él la desafía.
Por lo común, cede al padre la ejecución de la amenaza, para hacerla más terrorífica
y creíble: se lo dirá al padre y él le cortará el miembro. Asombrosamente, esta
amenaza sólo produce efectos si antes o después se cumple otra condición. En sí,
al muchacho le parece demasiado inconcebible que pueda suceder algo semejante. Pero
si a raíz de esa amenaza puede recordar la visión de unos genitales femeninos o
poco después le ocurre verlos, unos genitales a los que les falta esa pieza apreciada
por encima de todo, entonces cree en la seriedad de lo que ha oído y vivencia,
al caer bajo el influjo del complejo de castración, el trauma más intenso de su
joven vida (ver nota(22)).
Los efectos de la amenaza de castración son múltiples e incalculables;
atañen a todos los vínculos del muchacho con padre y madre, y luego con hombre y
mujer en general. Las más de las veces, la masculinidad del niño no resiste
esta primera conmoción. Para salvar su miembro sexual, renuncia de manera más o
menos completa a la posesión de la madre, y a menudo su vida sexual
permanece aquejada para
siempre por esa
prohibición. Si está presente en él un fuerte componente femenino,
según lo hemos expresado, este cobra mayor intensidad por obra del amedrentamiento
de la masculinidad. El muchacho cae en una actitud pasiva hacia el padre, como
la que atribuye a la madre.
Es cierto que a consecuencia de la amenaza resignó la
masturbación, pero no la actividad fantaseadora que la acompaña. Al contrario, esta,
siendo la única forma de satisfacción sexual que le ha quedado, es cultivada
más que antes y en tales fantasías él sin duda se identificará todavía con el padre,
pero también al mismo tiempo, y quizá de manera predominante, con la madre.
Retoños y productos de trasmudación de estas fantasías onanistas tempranas suelen
procurarse el ingreso en su yo posterior y consiguen tomar parte
en la formación
de su carácter.
Independientes de tal promoción de su feminidad, la angustia ante
el padre y el odio contra él experimentarán un gran acrecentamiento. La masculinidad
del muchacho se retira, por así decir, a una postura de desafío al padre, que habrá
de gobernar compulsivamente su posterior conducta en la comunidad humana.
Como resto
de la fijación erótica a la madre suele establecerse una hipertrófica dependencia
de ella, que se prolongará más tarde como servidumbre hacia la mujer (ver nota(23)).
Ya no osa amar a la madre, pero no puede arriesgar no ser amado por ella, pues así
correría el peligro de ser denunciado por ella al padre y quedar expuesto a la
castración. La vivencia íntegra, con todas sus condiciones previas y sus consecuencias,
de la cual nuestra exposición sólo pudo ofrecer una selección, cae bajo una represión
de extremada energía y, como lo permiten las leyes del ello inconciente, todas
las mociones de sentimiento y todas las reacciones en recíproco antagonismo, en
aquel tiempo activadas, se conservan en lo inconciente y están prontas a perturbar
el posterior desarrollo yoico tras la pubertad. Cuando el proceso somático de la maduración
sexual reanima las viejas fijaciones
libidinales en apariencia superadas,
la vida sexual se revelará
inhibida, desunida, y se fragmentará en aspiraciones antagónicas
entre sí.
Por cierto que la injerencia de la amenaza
de castración dentro de la vida sexual germinal del varoncito no siempre tiene esas
temibles consecuencias. También aquí dependerá de unas relaciones cuantitativas
la medida del daño que se produzca o se ahorre. Todo el episodio -en el que es
lícito ver la vivencia central de la infancia, el máximo problema de la edad
temprana y la fuente más poderosa de una posterior deficiencia- es olvidado de una
manera tan radical que su reconstrucción dentro del trabajo analítico choca con
la más decidida incredulidad del adulto. Más aún: el extrañamiento llega hasta acallar
toda mención del asunto prohibido y hasta desconocer, con un raro enceguecimiento
intelectual, las más evidentes recordaciones de él. Así, se ha podido oír la objeción
de que la saga del rey Edipo en verdad no tiene nada que ver con la construcción
del análisis: ella sería un caso por entero diverso, pues Edipo no sabía que era
su padre aquel a quien daba muerte y su madre aquella a quien desposaba. Pero con
ello se descuida que semejante desfiguración es indispensable si se intenta una
plasmación poética del material, y que esta no introduce nada ajeno, sino que se
limita a valorizar con destreza los factores
dados en el tema. La
condición de no sapiencia{Unwissenbeit} de Edipo es la legítima
figuración de la condición de inconciente{Unbewusstheit} en que toda la vivencia se ha hundido para el
adulto, y la compulsión del oráculo, que libra de culpa al héroe o está destinada
a quitársela, es el reconocimiento de lo inevitable del destino que ha condenado
a los hijos varones a vivir todo el complejo de Edipo. Cuando en otra ocasión se
hizo notar desde el campo del psicoanálisis qué fácil solución hallaba el enigma de otro héroe de la creación literaria, el irresoluto Hamlet
pintado por Shakespeare, refiriéndolo
al complejo de Edipo -pues el príncipe fracasa en la tarea de castigar en otro
lo que coincide con el contenido de sus propios deseos edípicos-, la universal
incomprensión del mundo literario mostró cuán pronta estaba la masa de los
hombres a retener sus represiones infantiles (ver nota(24)).
Y, no obstante, más de un siglo antes
de la emergencia del psicoanálisis, el francés Diderot había dado testimonio sobre
la significación del complejo de Edipo expresando el distingo entre prehistoria
y cultura en estos términos: «Si le petit sauvage était abandonné á luimeme, qu'il
conservát toute son imbécillité, et qu'il réunit au peu de raison de Venlant au
berceau la violence des passions de l’homme de trente ans, il tordrait le col á
son pere et coucherait avec sa mére» (ver nota y traducción(25)). Me atrevo a decir que si el psicoanálisis
no pudiera gloriarse de otro logro que haber descubierto el complejo de Edipo reprimido,
esto solo sería mérito suficiente para que se lo clasificara entre las
nuevas adquisiciones valiosas de la humanidad.
Los efectos del complejo de castración
son más uniformes en la niña pequeña, y no menos profundos.
Desde luego, ella no
tiene que temer la pérdida del pene, pero no puede menos que reaccionar por no haberlo recibido. Desde el
comienzo envidia al varoncito
por su posesión; se puede decir que todo
su desarrollo se consuma bajo el signo de la envidia del pene. Al principio emprende
vanas tentativas por equipararse al muchacho y, más tarde, con mejor éxito, unos
empeños por resarcirse de su defecto, empeños que, en definitiva, pueden
conducir a la actitud femenina normal. Si en la fase fálica intenta conseguir
placer como el muchacho, por estimulación manual de los genitales, suele no
conseguir una satisfacción suficiente y extiende el juicio de la inferioridad de
su mutilado pene a su persona total. Por regla general, abandona pronto la
masturbación, porque no quiere acordarse de la superioridad de su hermano varón
o su compañerito de juegos, y se extraña por completo de la sexualidad.
Si la niña pequeña persevera en su primer deseo de convertirse
en un «varón», en el caso extremo terminará como una homosexual manifiesta; de lo
contrarío, expresará en su posterior conducta de vida unos acusados rasgos
masculinos, escogerá una profesión masculina, etc. El otro camino pasa por el desasimiento
de la madre amada, a quien la hija, bajo el influjo de la envidia del pene, no puede
perdonar que la haya echado al mundo tan defectuosamente dotada. En la inquina por
ello, resigna a la madre y la sustituye por otra persona como objeto de amor: el
padre. Cuando uno ha perdido un objeto de amor, la reacción inmediata es identificarse
con él, sustituirlo mediante tina identificación desde adentro, por así decir. Este
mecanismo acude aquí en socorro de la niña pequeña.
La identificación-madre puede
relevar ahora a la ligazón-madre. La hijita se pone en el lugar de la madre, tal
como siempre lo ha hecho en sus juegos; quiere sustituirla al lado del padre, y
ahora odia a la madre antes amada, con una motivación doble: por celos y por mortificación
a causa del pene denegado. Su nueva relación con el padre puede tener al
principio por contenido el deseo de disponer de su pene, pero culmina en otro deseo:
recibir el regalo de un hijo de él. Así, el deseo del hijo ha remplazado al
deseo del pene o, al menos, se ha escindido de este.
Es interesante que en la mujer la relación
entre complejo de Edipo y complejo de castración se plasme de manera tan diversa,
y aun contrapuesta, que en el varón. En este, según hemos averiguado, la amenaza
de castración pone fin al complejo de Edipo; y en el caso de la mujer nos enteramos
de que ella, al contrario, es esforzada hacia su complejo de Edipo por el efecto
de la falta de pene. Para la mujer conlleva mínimos daños permanecer en su
postura edípica femenina (se ha propuesto,
para designarla, el nombre
de «complejo
de Electra(26)»). Escogerá a su marido
por cualidades paternas y estará dispuesta a reconocer su autoridad. Su añoranza
de poseer un pene, añoranza en verdad insaciable, puede llegar a satisfacerse
si ella consigue totalizar {vervollständigen} el amor por el órgano como amor por
el portador de este, como en su tiempo aconteció con el progreso del pecho
materno a la persona de la madre.
Si se demanda al analista que diga, guiándose por su experiencia,
qué formaciones psíquicas de sus pacientes se han demostrado menos asequibles al
influjo, la respuesta será: En la mujer, el deseo del pene; en el varón, la actitud
femenina hacia el sexo propio, que tiene por premisa la pérdida del pene (ver nota(27)).
Parte III La Ganancia Teórica
El aparato psíquico y el mundo exterior
Todas las intelecciones y premisas generales que hemos expuesto
en nuestro primer capítulo se obtuvieron, desde luego, por medio de un laborioso
y paciente trabajo de detalle, del cual hemos dado una muestra en el capítulo
precedente. Acaso nos tiente ahora examinar qué enriquecimiento para nuestro saber
hemos adquirido mediante ese trabajo y qué caminos para un ulterior progreso se
nos han abierto. Es lógico que nos sorprenda el hecho de que tan a menudo nos viéramos precisados a aventurarnos más
allá de las fronteras de la ciencia psicológica. Los fenómenos
que nosotros elaborábamos no pertenecen sólo a la psicología: tienen también un
lado orgánico-biológico, y, en consonancia con ello, en nuestros empeños en torno
de la edificación del psicoanálisis hemos hecho también sustantivos hallazgos
biológicos y no pudimos evitar nuevos supuestos en esa materia.
Pero permanezcamos, en principio, en la
psicología: Hemos discernido que el deslinde de la norma psíquica respecto de la
anormalidad no se puede trazar científicamente, de suerte que a ese distingo debe
adjudicársele sólo un valor convencional, a despecho de su importancia
práctica. Con ello hemos fundado el derecho a comprender la vida anímica normal
desde sus perturbaciones, lo cual no sería lícito si esos estados patológicos, neurosis
y psicosis, tuvieran causas específicas que obraran al modo de unos cuerpos extraños.
El estudio de una perturbación del alma que sobreviene
mientras se duerme, pasajera, inofensiva, y que aun responde a una función
útil, nos proporcionó la clave para entender las enfermedades anímicas permanentes
y dañinas para la vida. Y ahora, osemos aseverarlo: la psicología de la conciencia
no era más idónea para entender la función anímica normal que para comprender
el sueño.
Los datos de la percepción conciente de sí, los únicos de que ella
disponía, se han revelado dondequiera insuficientes para penetrar la plenitud y
la maraña de los procesos anímicos, poner de manifiesto sus nexos y, así, discernir
las condiciones bajo las cuales son perturbados.
Nuestro supuesto de un aparato psíquico extendido en el
espacio, compuesto con arreglo a fines, desarrollado en virtud de las necesidades
de la vida, aparato que sólo en un lugar preciso y bajo ciertas condiciones da origen
al fenómeno de la conciencia, nos ha habilitado para erigir la psicología sobre
parecidas bases que cualquier otra ciencia natural, por ejemplo la física. Aquí
como allí, la tarea consiste en descubrir, tras las propiedades del objeto investigado
que le son dadas directamente a nuestra percepción (las cualidades), otras que
son independientes de la receptividad particular de nuestros órganos sensoriales
y están más próximas al estado de cosas objetivo conjeturado. Pero a este mismo
no esperamos poder alcanzarlo, pues vemos que a todo lo nuevo por nosotros deducido
estamos precisados a traducirlo, a su turno,
al lenguaje de
nuestras percepciones, del que nunca
podemos liberarnos. Ahora bien: esos son, justamente, la naturaleza y el
carácter limitado de nuestra ciencia. Como diríamos en física: si tuviéramos
una vista aguzadísima hallaríamos que los cuerpos en apariencia sólidos consisten
en partículas de tal y cual figura, magnitud y situación recíproca. Entretanto,
ensayamos acrecentar al máximo la capacidad de operación de nuestros órganos sensoriales
mediante unos recursos auxiliares artificiales, pero es lícita la expectativa de
que al fin tales empeños no harán variar la situación. Lo real-objetivo permanecerá
siempre «no discernible». La ganancia que el trabajo científico produce respecto
de nuestras percepciones sensoriales primarias consiste en la intelección de nexos
y relaciones de dependencia que están presentes en el mundo exterior, que en el
mundo interior de nuestro pensar pueden ser reproducidos o espejados de alguna manera
confiable, y cuya noticia nos habilita para «comprender» algo en el mundo exterior,
preverlo y, si es posible, modificarlo. De manera en un todo semejante procedemos
en el psicoanálisis. Hemos hallado el recurso técnico para llenar las lagunas de
nuestros fenómenos de conciencia, y de él nos valemos como los físicos de la experimentación.
Por este camino inferimos cierto número de procesos que en sí y por sí son «no discernibles»,
los interpolamos dentro de los que nos son concientes y cuando decimos, por ejemplo:
«Aquí ha intervenido un recuerdo inconciente», esto quiere decir: «Aquí ha ocurrido
algo por completo inaprehensible para nosotros, pero que si nos hubiera llegado
a la conciencia sólo habríamos podido describirlo así y así».
Desde luego que en cada caso singular queda sujeto a la crítica
averiguar con qué derecho y con qué grado de certeza emprendemos tales inferencias
e interpolaciones, y no se puede desconocer que la decisión ofrece a menudo grandes
dificultades, que se expresan en la falta de acuerdo entre los analistas. Ha de
hacerse responsable de ello a la novedad de la tarea, también a la falta de capacitación,
pero además a un factor particular inherente al asunto mismo, a saber: que en la
psicología no siempre se trata, como en la física, de cosas del mundo que podrían
despertar sólo un frío interés científico. Así,
uno no se
asombrará demasiado si una analista que no está suficientemente convencida
sobre su propio deseo del pene no aprecia como es debido este factor en sus pacientes,
Sin embargo, tales fuentes de error, que provienen de la ecuación personal, no habrán
de significar mucho en definitiva. Si uno lee viejos manuales de microscopismo,
se enterará con sorpresa de los requerimientos extraordinarios que en aquel tiempo
se hacían a la personalidad de quien observara por ese instrumento, cuando esa técnica
era todavía joven, mientras que hoy ni se habla de nada de eso.
No podemos proponernos la tarea de esbozar aquí un cuadro completo
del aparato psíquico y sus operaciones; nos lo estorbaría también la
circunstancia de que el psicoanálisis no ha tenido tiempo aún de estudiar en igual
medida todas las funciones. Por eso nos conformaremos con repetir en detalle
ciertos señalamientos de nuestro capítulo introductorio.
El núcleo de nuestro
ser está constituido,
pues, por el oscuro ello,
que no comercia
directamente con el mundo exterior y, además, sólo es asequible a nuestra
noticia por la mediación de otra instancia. Dentro del ello ejercen su acción eficiente
las pulsiones orgánicas, ellas mismas compuestas de mezclas de dos fuerzas primordiales
(Eros y destrucción) en variables proporciones, y diferenciadas entre sí por su
referencia a órganos y sistemas de órgano. Lo único que estas pulsiones quieren
alcanzar es la satisfacción, que se espera de precisas alteraciones en los órganos
con auxilio de objetos del mundo exterior. Pero una satisfacción pulsional instantánea
y sin miramiento alguno, tal como el ello la exige, con harta frecuencia llevaría
a conflictos peligrosos con el mundo exterior y al aniquilamiento. El ello no
conoce prevención alguna por la seguridad de la pervivencia, ninguna angustia;
o quizá sería más acertado decir que puede desarrollar, sí, los elementos de sensación
de la angustia, pero no valorizarlos. Los procesos que son posibles en los elementos
psíquicos supuestos en el interior del ello y entre estos (proceso primario) se
distinguen en vasta medida de aquellos que nos son consabidos por una percepción
concíente dentro de nuestra vida intelectual y de sentimientos; por otra parte,
no valen para ellos las limitaciones críticas de la lógica, que desestima y quiere
anular {des-hacer} por inadmisible una parte de estos procesos.
El ello, cortado del mundo exterior, tiene su propio mundo de
percepción. Registra con extraordinaria agudeza ciertas alteraciones sobrevenidas
en su interior -en particular, las oscilaciones en la tensión de necesidad de
sus pulsiones-, las que devienen concientes como sensaciones de la serie placer-displacer.
Desde luego que es difícil indicar los caminos por los cuales se producen estas
percepciones y los órganos terminales sensibles con cuyo auxilio ocurren. Pero queda
en pie que las percepciones de sí mismo -sentimientos generales y sensaciones de
placer-displacer- gobiernan, con despótico imperio, los decursos en el interior
del ello. El ello obedece al intransigente principio de placer. Pero no el ello
solamente. Parece que tampoco la actividad de las otras instancias psíquicas es
capaz de cancelar el principio de placer, sino sólo de modificarlo, y sigue siendo
una cuestión de la más alta importancia teórica, que en el presente no se puede
responder, averiguar cuándo y cómo se logra en general vencer al principio de placer.
La reflexión de que el principio de placer demanda un rebajamiento, quizás en el
fondo una extinción, de las tensiones de necesidad (Nirvana), lleva a unas vinculaciones
no apreciadas todavía del principio de placer con las dos fuerzas primordiales:
Eros y pulsión de muerte.
La otra instancia psíquica que creemos
conocer mejor y en la
cual nos discernimos
por excelencia a nosotros mismos, el llamado yo, se ha desarrollado a
partir del estrato cortical del ello, que por su dispositivo para recibir estímulos
y apartarlos permanece en contacto directo con el mundo exterior (la realidad objetiva).
Partiendo de la percepción conciente, ha sometido a su influjo distritos cada vez
más amplios, y estratos más profundos, del ello; y el vasallaje en que se mantiene
respecto del mundo exterior muestra el sello imborrable de su origen (como si fuera su «made in Germany»).
Su operación psicológica consiste en elevar los decursos del ello a un nivel
dinámico más alto (p. ej., en mudar energía libremente móvil en energía ligada,
como corresponde al estado preconciente); y su operación constructiva, en interpolar
entre exigencia pulsional y acción satisfaciente la actividad del pensar, que
trata de colegir el éxito de las empresas intentadas mediante unas acciones
tentaleantes, tras orientarse en el presente y valorizar experiencias anteriores,
De esta manera, el yo decide si el intento desembocará en la satisfacción o debe
ser desplazado, o si la exigencia de la pulsión no tiene que ser sofocada por completo
como peligrosa (principio de realidad). Así como el ello se agota con exclusividad
en la ganancia de placer, el yo está gobernado por el miramiento de la seguridad.
El yo se ha propuesto la tarea de la autoconservación, que el ello parece desdeñar.
Se vale de las sensaciones de angustia
como de una señal que indica los peligros amenazadores para su integridad. Puesto
que unas huellas mnémicas pueden devenir concientes lo mismo que unas
percepciones, en particular por su asociación con restos de lenguaje, surge aquí
la posibilidad de una confusión que llevaría a equivocar la realidad objetiva. El
yo se protege contra esa confusión mediante el dispositivo del examen de realidad,
que puede estar ausente en el sueño en virtud de las condiciones del estado del
dormir. Al yo, que quiere afirmarse en un medio circundante de poderes
mecánicos hiperpotentes, le
amenazan peligros, ante
todo desde la realidad objetiva, pero no sólo desde ahí. El ello propio
es una fuente de parecidos peligros, y con dos
diversos
fundamentos. En primer
lugar, intensidades pulsionales hipertróficas pueden dañar al yo de
manera semejante que los «estímulos» hipertróficos del mundo exterior. Es verdad
que no son capaces de aniquilarlo, pero sí de destruir la organización dinámica que le es propia, de mudar
de nuevo al yo en una parte del ello. En segundo lugar, la experiencia puede
haber enseñado al yo que satisfacer una exigencia pulsional no intolerable en sí
misma conllevaría peligros en el mundo exterior, de suerte que esa modalidad de
exigencia pulsional deviene ella misma un peligro. Así, el yo combate en dos frentes:
tiene que defender su existencia contra un mundo exterior que amenaza aniquilarlo,
así como contra un mundo interior demasiado exigente. Y contra ambos aplica los
mismos métodos defensivos, pero la defensa contra el enemigo interior es deficiente
de una manera particular. A consecuencia de la originaria identidad y de la posterior
íntima convivencia, es difícil escapar de los peligros interiores. Ellos
perduran como unas amenazas, aunque temporariamente puedan ser sofrenados.
Tenemos sabido que el yo endeble e inacabado
de la primera infancia recibe unos daños permanentes por los esfuerzos que se
le imponen para defenderse de los peligros propios de este período de la vida, De
los peligros con que amenaza el mundo exterior, el niño es protegido por la providencia
de los progenitores: expía esta seguridad con la angustia ante la pérdida de amor,
que lo dejaría expuesto inerme a tales peligros. Este factor exterioriza su influjo
decisivo sobre el desenlace del conflicto cuando el varoncito cae en la situación
del complejo de Edipo, dentro de la cual se apodera de él la amenaza a su
narcisismo por la castración, una amenaza reforzada desde el tiempo primordial.
Debido a la acción conjugada de ambos influjos, el peligro objetivo actual y el
peligro recordado de fundamento filogenético, el niño se ve constreñido a
emprender sus intentos defensivos -represiones {esfuerzos de desalojo y suplantación}-,
que, si bien son acordes al fin para ese
momento, se revelan psicológicamente insuficientes cuando la posterior reanimación
de la vida sexual refuerza las exigencias pulsionales en aquel
tiempo rechazadas. El abordaje
biológico no puede
sinodeclarar, entonces, que
el yo fracasa en la tarea de dominar las excitaciones de la etapa sexual temprana,
en una época en que su inacabamiento lo inhabilita para lograrlo. En este
retraso del desarrollo yoico respecto del desarrollo libidinal discernimos la condición
esencial de la neurosis, y no podemos eludir la conclusión de que esta última se
evitaría sí al yo infantil se lo dispensase de esa tarea, vale decir, se consintiese
libremente la vida sexual infantil, como acontece entre muchos primitivos. Muy
posiblemente, la etiología de la contracción de neurosis sea más compleja de lo
que hemos consignado aquí, pero al menos extrajimos una pieza esencial del anudamiento
etiológico. No podemos olvidar tampoco los influjos filogenéticos, que de algún
modo están subrogados en el interior del ello en unas formas todavía no asibles
para nosotros, y que sin duda serán más eficaces sobre el yo en aquella época temprana
que luego. Y, por otro lado, vislumbramos la intelección de que un intento tan
temprano de endicar la pulsión sexual, una toma de partido tan decidida del yo joven
en favor del mundo exterior por oposición al mundo interior, como la que se produce
por la prohibición de la sexualidad infantil,
no puede dejar de ejercer efecto sobre el posterior apronte del individuo para la
cultura(28). Las exigencias pulsionales, esforzadas a apartarse de una satisfacción
directa, son constreñidas a internarse por nuevas vías que llevan a la satisfacción
sustitutiva, y en el curso de estos rodeos pueden ser desexualizadas y aflojada
su conexión con sus metas pulsionales originarias. Con ello anticipamos la tesis
de que buena parte de nuestro tan estimado patrimonio cultural fue adquirido a
expensas de la sexualidad, por limitación de unas fuerzas pulsionales sexuales.
Si hasta aquí tuvimos que insistir una y otra vez en que el yo
debe su génesis, así como los más importantes de sus caracteres adquiridos, al vínculo
con el mundo exterior real, estamos ya preparados para el supuesto de que los estados
patológicos del yo, en los que él vuelve a acercarse en grado máximo al ello,
se fundan en una cancelación o en un aflojamiento de este vínculo con el mundo exterior.
Con esto armoniza muy bien lo que la experiencia clínica nos enseña: la ocasión
para el estallido de una psicosis es que la realidad objetiva se haya vuelto
insoportablemente dolorosa, o bien que las pulsiones hayan cobrado un refuerzo extraordinario,
lo cual, a raíz de las demandas rivales del ello y el mundo exterior, no puede
menos que producir el mismo efecto en el yo. El problema de la psicosis sería
sencillo y trasparente si el desasimiento del yo respecto de la realidad objetiva
pudiera consumarse sin dejar rastros. Pero, al parecer, esto sólo ocurre rara vez,
quizá nunca.
Aun en el caso de estados que se han distanciado tanto de la
realidad efectiva del mundo exterior como ocurre en una confusión alucinatoria (amentia),
uno se entera, por la comunicación de los enfermos tras su restablecimiento, de
que en un rincón de su alma, según su propia expresión, se escondía en aquel tiempo
una persona normal, la cual, como un observador no participante, dejaba
pasearse frente a sí al espectro de la enfermedad. No sé sí sería lícito suponer
que es así en general, pero puedo informar algo semejante sobre otras psicosis
de trayectoria menos tormentosa. Me viene a la memoria un caso de paranoia
crónica en el que, tras cada ataque de celos, un sueño anoticiaba al analista sobre
su ocasión, figurándola de una manera correcta y por entero exenta de delirio (ver
nota(29)). Así resultaba una interesante oposición: si de ordinario colegimos a
partir de los sueños del neurótico los celos ajenos a su vida de vigilia, aquí,
en el psicótico, el delirio que lo gobernaba durante el día era rectificado mediante
el sueño. Probablemente tengamos derecho a conjeturar, con universal validez, que lo
sobrevenido en tales casos es una escisión psíquica. Se forman dos posturas psíquicas
en vez de una postura única: la
que toma en cuenta la realidad objetiva, la normal, y otra que bajo el influjo de
lo pulsional separa al yo de la realidad. Las dos coexisten una junto a la otra.
El desenlace depende de la fuerza relativa
de ambas. Si
la segunda es o deviene la más
poderosa, está dada la condición de la psicosis. Si la proporción se invierte,
el resultado es una curación aparente de la enfermedad delirante. Pero en la realidad
efectiva ella sólo se ha retirado a lo inconciente, así como de numerosas observaciones
no se puede menos que inferir que el delirio estaba formado y listo desde largo
tiempo atrás, antes de advenir a la irrupción manifiesta.
El punto de vista que postula en todas las psicosis una escisión
del yo no tendría títulos para reclamar tanta consideración si no demostrara su
acierto en otros estados más semejantes a las neurosis y, en definitiva, en estas
mismas. Me he convencido de ello sobre todo en casos de fetichismo. Esta anormalidad,
que es lícito
incluir entre las
perversiones, tiene su
fundamento, como es notorio, en que el paciente (masculino casi siempre) no
reconoce la falta de pene de la mujer, que, como prueba de la posibilidad de su
propia castración, le resulta en extremo indeseada. Por eso desmiente la
percepción sensorial genuina que le ha mostrado la falta de pene en los genitales
femeninos, y se atiene a la convicción contraria. Pero la percepción desmentida
no ha dejado de ejercer influjo, pues él no tiene la osadía de aseverar que vio
efectivamente un pene. Antes bien, recurre a algo otro, una parte del cuerpo o una
cosa, y le confiere el papel del pene que no quiere echar de menos. Las más de
las veces es algo que en efecto ha visto en aquel momento, cuando vio los genitales
femeninos, o algo que se presta como sustituto simbólico del pene. Ahora bien,
sería desacertado llamar «escisión del yo» a lo que sobreviene a raíz de la formación
del fetiche; es una formación de compromiso con ayuda de un desplazamiento
{descentramiento}, según se nos ha vuelto notorio por el sueño. Y nuestras
observaciones nos muestran algo más todavía. La creación del fetiche ha
obedecido al propósito de destruir la prueba de la posibilidad de la castración,
de suerte que uno pudiera escapar a la angustia de castración. Si la mujer
posee un pene como otros seres vivos, no hace falta que uno tiemble por la
posesión permanente del pene propio. Sin embargo, encontramos fetichistas que han
desarrollado la misma angustia de castración que los no fetichistas, y
reaccionaron frente a ella de igual manera. Por tanto, en su comportamiento se
expresan al mismo tiempo dos premisas contrapuestas. Por un lado, desmienten el
hecho de su percepción, a saber, que en los genitales femeninos no han visto
pene alguno; por el otro, reconocen la falta de pene de la mujer y de ahí extraen
las conclusiones correctas. Las dos actitudes subsisten una junto a la otra durante
toda la vida sin influirse recíprocamente. Es lo que se tiene derecho a llamar una
escisión del yo. Este estado de cosas nos permite comprender también que con tanta frecuencia el fetichismo
alcance sólo una
plasmación parcial. No gobierna la elección de objeto de una manera excluyente,
sino que deja espacio para una extensión mayor o menor de conducta sexual normal,
y aun muchas veces se retira a un papel modesto o a la condición de mero indicio.
Por tanto, los fetichistas nunca han logrado el completo desasimiento del yo respecto
de la realidad objetiva del mundo exterior.
No se crea que el fetichismo
constituiría una excepción con respecto a la escisión del yo; no es más que un
objeto particularmente favorable para el estudio de esta. Recurramos a nuestro
anterior señalamiento: que el yo infantil, bajo el imperio del mundo
real-objetivo, tramita unas exigencias pulsionales desagradables mediante las llamadas
represiones. Y completémoslo ahora mediante esta otra comprobación: que el yo, en
ese mismo período de la vida, con harta frecuencia da en la situación de defenderse
de una admonición del mundo exterior sentida como penosa, lo cual acontece mediante
la desmentida de las percepciones que anotician de ese reclamo de la realidad
objetiva.
Tales desmentidas sobrevienen asaz a menudo, no sólo en fetichistas; y
toda vez que tenemos oportunidad de estudiarlas se revelan como unas medidas que
se tomaron a medias, unos intentos incompletos de desasirse de la realidad objetiva.
La desautorización es complementada en todos los casos por un reconocimiento;
se establecen siempre dos posturas opuestas, independientes entre si, que
arrojan por resultado la situación de una escisión del yo. También aquí, el desenlace
dependerá de cuál de las dos pueda arrastrar hacia sí la intensidad más grande.
[Cf. AE, 23, pág. 166, n. 1.]
Los hechos de la escisión del yo que hemos
descrito no son tan nuevos ni tan extraños como a primera vista pudiera parecer,
Que con respecto a una determinada conducta subsistan en la vida anímica de la persona dos posturas
diversas, contrapuestas una a la otra
e independientes entre sí, he ahí un rasgo
universal de las neurosis; sólo que en este caso una pertenece al yo, y la contrapuesta,
como reprimida, al ello. El distingo entre ambos casos es, en lo esencial, tópico
o estructural, y no siempre resulta fácil decidir frente a cuál de esas dos
posibilidades se está. Ahora bien, lo importante que ambas tienen en común reside
en lo siguiente: No interesa qué emprenda el yo en su afán defensivo, sea que quiera
desmentir un fragmento del mundo exterior real y efectivo o rechazar una exigencia
pulsional del mundo interior, el resultado nunca es perfecto, sin residuo, sino
que siempre se siguen de allí dos posturas opuestas, de las cuales también la subyacente,
la más débil, conduce a ulterioridades psíquicas. Para concluir, sólo se requiere
señalar cuán poco de todos estos procesos nos deviene consabido por percepción
conciente (ver nota(30)).
El mundo interior
Para dar noticia de una coexistencia compleja
no tenemos otro camino que describirla en sucesión, y por eso todas nuestras exposiciones
pecan al comienzo de simplificación unilateral y esperan ser completadas, que
se corone su edificio y, así, se las rectifique.
La representación de un yo que media entre
ello y mundo exterior, que asume las exigencias pulsionales de aquel para conducirlas
a su satisfacción y lleva a cabo percepciones en este, valorizándolas como recuerdos;
que, preocupado por su autoconservación, se pone en guardia frente a exhortaciones
hipertróficas de ambos lados, al tiempo que es guiado, en todas sus decisiones,
por las indicaciones de un principio de placer modificado: esta representación,
digo, en verdad sólo es válida para el yo hasta el final del primer período de la
infancia (cerca de los cinco años).
Hacia esa época
se ha consumado una
importante alteración. Un fragmento del mundo exterior ha sido resignado
como objeto, al menos parcialmente, y a cambio (por identificación) fue acogido
en el interior del yo, o sea, ha devenido un ingrediente del mundo interior. Esta
nueva instancia psíquica prosigue las funciones que habían ejercido aquellas personas
[los objetos abandonados] del mundo exterior; observa al yo, le da órdenes, lo juzga
y lo amenaza con castigos, en un todo como los progenitores, cuyo lugar ha
ocupado. Llamamos superyó a esa instancia, y la sentimos, en sus funciones de
juez, como nuestra conciencia moral. Algo notable: el superyó a menudo despliega
una severidad para la que los progenitores reales no han dado el modelo. Y es notable,
también, que no pida cuentas al yo sólo a
causa de sus acciones, sino de
sus pensamientos y
propósitos incumplidos, que parecen serle consabidos. Esto nos trae a la
memoria que también el héroe de la saga de Edipo se siente culpable a causa de sus
acciones, y se somete a un autocastigo, cuando la compulsión del oráculo debiera
proclamarlo libre de culpa tanto a juicio nuestro como a juicio de él.
De hecho,
el superyó es el heredero del complejo de Edipo y sólo se impone {einsetzen} tras
la tramitación de este. Por eso su hiperseveridad no responde a un arquetipo
objetivo, sino que corresponde a la intensidad de la defensa gastada contra la
tentación del complejo de Edipo. Una vislumbre de esta relación de cosas yace sin
duda en el fondo {zu Grunde} de lo que aseveran filósofos y creyentes, a saber,
que el sentido moral no es instilado al hombre por la educación, ni lo adquirieron
por la vida comunitaria, sino que les ha sido implantado desde un lugar más elevado.
Mientras el yo
trabaja en pleno
acuerdo con el
superyó, no es fácil distinguir
las exteriorizaciones de ambos, pero las tensiones y enajenaciones entre
ellos se hacen notar con mucha nitidez. El martirio de los reproches de la
conciencia moral responde exactamente a la angustia del niño por la pérdida de amor,
angustia que fue sustituida en él por la instancia moral. Por otro lado, cuando
el yo ha sustituido con éxito una tentación de hacer algo que sería chocante para
el superyó, se siente elevado en su sentimiento de sí y reafirmado en su orgullo,
como si hubiera logrado una valiosa conquista. De tal manera, el superyó sigue cumpliendo
para el yo el papel de un mundo exterior, aunque haya devenido una pieza del
mundo interior. Para todas las posteriores épocas de la vida subroga el influjo
de la infancia del individuo, el cuidado del niño, la educación y la dependencia
-de los progenitores de esa infancia que en el ser humano se prolonga tanto por
la convivencia dentro de familias-. Y, con ello, no sólo adquieren vigencia las
cualidades personales de esos progenitores, sino también todo cuanto haya ejercido
efectos de comando sobre ellos mismos, las inclinaciones y requerimientos del
estado social en que viven, las disposiciones y tradiciones de la raza de la cual
descienden. Sí uno es afecto a las comprobaciones generales y las separaciones tajantes,
puede decir que el mundo exterior, donde el individuo se hallará expuesto {aussetzen}
tras su desasimiento de los padres, representa {reprüsentieren} el poder del
presente; su ello, con sus tendencias heredadas, el pasado orgánico, y el superyó,
que viene a sumarse más tarde, el pasado cultural ante todo, que el niño debe por
así decir revivenciar en los pocos años de su edad temprana.
No es fácil que tales
generalidades sean universalmente correctas. Una parte de las conquistas culturales
sin duda ha dejado como secuela su precipitado dentro del ello, mucho de lo que
el superyó trae despertará un eco en el ello, y no poco de lo que el niño vivencia
como nuevo experimentará un refuerzo porque repite un ancestral vivenciar filogenético.
(«Lo que has heredado de tus padres, adquiérelo para poseerlo(31)»). De este
modo, el superyó ocupa una suerte de posición media entre ello y mundo exterior,
reúne en sí los influjos del presente y el pasado. En la institución del superyó
uno vivencia, digamos así, un ejemplo del modo en que el presente es traspuesto
en pasado. ( ... )
Notas finales
Cuando se publicó esta obra por primera vez, tanto la edición
alemana como la versión inglesa incluyeron dos largos pasajes tomados de un trabajo
fragmentario de Freud de la misma época, «Algunas lecciones elementales sobre psicoanálisis»
(1940b [ 1938]). En la edición alemana, estos pasajes aparecieron como nota al pie en el
capítulo IV (cf. AE, 23, pág. 156, n. 3), y en la inglesa, como un apéndice. Poco
después se publicó completo el fragmento del cual habían sido extraídos (cf. AE,
23, págs. 279 y sigs.), y consecuentemente la nota y el apéndice ya no se incluyeron
en reimpresiones posteriores.
Por un infortunado descuido, el «Prólogo» del autor (AE, 23, pág.
139) fue omitido en la edición de las Gesammelte Werke, y por ende sólo se lo encontrará,
en alemán, en Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse. Debe destacarse que
el volumen XVII de aquella colección, el primero que vio la luz (en 1941), fue impreso
simultáneamente con distinta portada y encuadernación llevando como título Schriften
aus dem Nachlass {Escritos póstumos}.
El manuscrito de este trabajo está redactado
en forma inusualmente abreviada, en particular el capítulo III («El desarrollo
de la función sexual» AE, 23, págs. 150 y sigs.), donde se omiten, por ejemplo,
los artículos definidos e indefinidos y gran cantidad de verbos -podría decirse
que su estilo es «telegráfico»-. Los directores de la edición alemana informan que
completaron estas abreviaturas; el sentido general no ofrece dudas, y aunque en
algunos puntos ese completamiento fue realizado con excesiva libertad, nos pareció
que lo más simple era aceptarlo y traducir de la versión suministrada en las Gesammette
Werke.
El autor no puso título a la parte 1;
los editores alemanes adoptaron para ella «Die Natur des
Psychischen» {«La naturaleza de lo psíquico»},
que es a su vez un subtítulo del ya citado trabajo
«Algunas lecciones elementales sobre psicoanálisis»
(cf. AE, 23, pág. 284). Para la presente edición se ha propuesto un título algo
más general.
Respecto de la fecha en que Freud comenzó
a escribir el Esquema existen algunas opiniones antagónicas. Según Ernest Jones
(1957, pág. 255), lo hizo «durante el tiempo de espera en Viena», o sea, en abril
o mayo de 1938. No obstante, en su página inicial el manuscrito está fechado el
«22 de julio», lo cual da la razón a los editores alemanes cuando sostienen que
la obra fue comenzada en julio de 1938 -vale decir, poco después del arribo de Freud
a Londres, en los primeros días de junio-.
A principios de setiembre había escrito
ya 63 páginas, cuando debió interrumpir su trabajo para someterse a una gravísima
operación; y no volvió a retomarlo, aunque al poco tiempo dio comienzo a otra obra
de divulgación («Algunas lecciones elementales sobre psicoanálisis») que también
muy pronto debió dejar.
Así pues, cabe considerar que el Esquema quedó inconcluso, si
bien no puede afirmarse sin más que sea incompleto. Cierto es que el último capítulo
es más breve que los restantes, y bien podría habérselo continuado con el examen
de temas tales como el sentimiento de culpa -ya tocado, empero, en el capítulo VI-;
no obstante, constituye un enigma saber hasta dónde y en qué dirección habría proseguido Freud, ya que el programa trazado por
él en el «Prólogo» parece haberse cumplido en grado razonable.
Dentro de la larga serie de obras de divulgación que escribió
Freud, el Esquema presenta características singulares. Las demás están destinadas,
sin excepción, a exponer el psicoanálisis ante un público ajeno a este, un público
con muy variados grados y tipos de aproximación general a la materia de la que trata
Freud, pero siempre relativamente ignorante en ella. No es este el caso del Esquema.
Resulta claro que no es una obra para Í novatos, sino más bien un «curso de repaso»
para estudiantes avanzados. En todas sus partes supone que el lector está familiarizado
no sólo con la concepción psicológica general de Freud sino con sus descubrimientos
y teorías acerca de aspectos muy precisos. Por ejemplo, un par de brevísimas alusiones
al papel que cumplen las huellas mnémicas de las impresiones sensoriales de las
palabras (AE, 23, págs. 160 y 201) serán apenas inteligibles para quien ignore ciertos
difíciles razonamientos del capítulo final de La interpretación de los sueños (1900a)
y de la última sección de «Lo inconciente» (1915e); y las exiguas consideraciones
que se hacen en dos o tres lugares sobre la identificación y su nexo con los objetos
de amor abandonados (AE, 23, págs. 193 y 207) implican conocer siquiera el capítulo
III de El yo y el ello (1923b). Pero para quienes ya se mueven a sus anchas entre
los escritos de Freud, este trabajo constituirá un epílogo sumamente fascinante.
Arroja nueva luz sobre todo aquello de que se ocupa -las teorías fundamentales o
las más detalladas observaciones clínicas-, y todo lo examina empleando la terminología
más reciente. Hay incluso indicios ocasionales de desarrollos completamente
nuevos, en particular al final del capítulo VIII (AE, 23, págs. 203-6), donde recibe
amplio tratamiento el problema de la escisión del yo y la desmentida de partes del
mundo exterior, tal como lo ejemplifica el fetichismo.
Esto nos muestra que a los 82 años Freud
poseía todavía un don sorprendente para enfocar de manerarenovada lo que podrían
parecer temas trillados. Tal vez en ningún otro sitio alcanza su estilo un nivel
más alto de compendiosidad y claridad. Por su tono expositivo, la obra nos trasmite
una .sensación de libertad, que es quizá lo que cabía esperar de un maestro como
él al presentar por última vez las ideas de las que fue creador.
James Strachey
notas
1 Esquema del psicoanálisis. (1940-1938])
Abriss der Psychoanalyse
2{La presente versión de este prólogo
ha sido tornada de la traducción inglesa de la Standard Edition.}
3[El segundo se enuncia en AE, 23, pág.
156.]
4Esta parte más antigua del aparato psíquico
sigue siendo la más importante durante toda la vida. En ella se inició también el
trabajo de investigación del psicoanálisis.
5Los poetas han fantaseado algo semejante;
nada correspondiente nos es consabido desde la historia de la sustancia viva. [Indudablemente,
al decir esto Freud tenía presente, entre otros escritos, el Banquete de Platón,
que ya había citado con un propósito análogo en Más allá del principio de placer
(1920g), AE, 18, págs. 56-7, y al que había aludido antes aún, en el primero de
los Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, pág. 124.]
6La figuración de las fuerzas fundamentales
o pulsionales, contra la cual los analistas suelen revolverse todavía, era ya familiar
al filósofo Empédocles de Acragas. [Freud examinó las teorías de Empé-docles con
algu na extensión en «Análisis terminable e interminable» (1937c), AE, 23, págs.
246 y sigs. Una referencia a las dos fuerzas que operan en la física aparece en
su carta abierta a Einstein, ¿Por qué la guerra? (1933b), AE, 22, pág. 193, así
como también en la, 32º de sus Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis
(1933a), AE, 22, pág. 96,]
7[Literalmente podría traducirse «lo enferma».
Esto mismo, incluido el juego de palabras con «Kränkung», fue dicho por Freud cuarenta
y cinco años antes en su conferencia sobre la histeria (1893h), AE, 3, pág. 38.]
8[Se hallarán ciertas consideraciones
mías sobre este pasaje y una parte de uno anterior ( AE, 23, pág. 147) en el «Apéndice
B» a El yo y el ello (19 23b), AE, 19, págs. 64-5.]
9[En esta versión se han completado las
abreviaciones del original. Cf. mi «Nota introductoria AE, 23, pág. 136.]
10Véase la conjetura de que el hombre
desciende de un mamífero que alcanzaba madurez sexual a los cinco años. Algún gran
influjo exterior ejercido sobre la especie perturbó luego el des arrollo rectilíneo
de la sexualidad, Acaso con ello se entramaron otras trasmudaciones de la vida sexual
del hombre, comparada c on la del animal; por ejemplo, la cancelación de la periodicidad
de la libido y el recurso al papel de la menstruación en el vín culo entre los
sexos. [Cf. Moisés y la religión monoteísta (1939a), AE, 23, pág. 72. Ferenczi (1913c)
había sido el primero en sugerir años atrás un nexo entre el período de latencia
y la época glacial. Freud se refirió a esto con gran cautela en El yo y el ello
(1923b), AE, 19, pág. 37, y volvió a hacerlo, esta vez con mayor acuerdo, en Inhibición,
síntoma y angustia (1926d), AE, 20, pág. 146. El problema del cese de la periodicidad
de la función sexual fue analizado con detenimiento por Freud en dos notas a pie
de página de El malestar en la cultura (1930a), AE, 21, págs, 97-8, y 102-4.]
11Se plantea la cuestión de si la satisfacción
de mociones pulsionales puramente destructivas puede ser sentida como placer, si
ocurre una destrucción pura sin suplemento libidinoso. Una satisfacción de la pulsión
de muerte que ha permanecido en el interior del yo no p arece arrojar sensaciones
de placer, aunque el masoquismo constituye una mezcla enteramente análoga al sadismo.
12Se suele afirmar la existencia de excitaciones
vaginales tempranas, pero muy probablemente se trate de excitacion es en el clítoris,
o sea, en un órgano análogo al pene, lo cual no suprime el derecho a llamar fálica
a esta fase.
13¡Una orientación extrema, como el conductismo
nacido en Estados Unidos, cree poder edificar una psicología prescindiendo de este
hecho básico!
14[Algunos comentarios sobre Lipps (1851-1914)
y la relación que F reud mantuvo con él se brindan en mi «Introducción» al libro
de este último sobre el chiste (1905c), AE, 8, págs. 4-5.]
15[En la primera publicación alemana de
esta obra (1940), se incorporó en este sitio una larga nota al pie. Cf. mi «Nota
introductoria», AE, 23, pág. 135.]
16[«Fixierung»; la palabra es utilizada
con el mismo sentido en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág.532.
Otras veces, Freud emplea «Niederschrilt» {«trascripción »}; por ejemplo, en «Lo
inconciente» (1915e), AE, 14, pág. 170, y en una carta a Fliess del 6 de diciembre
de 1896 (Freud, 1950a , Carta 52), AE, 1, pág. 274. Cabe destacar que en Moisés
y la religión monoteísta (1939a), obra que acababa de terminar, usó va rias veces
«Fixierung» para denotar el registro de una tradición. Véase, verbigracia, supra,
pág. 59.]
17[Expresión utilizada a menudo por Freud
desde las más tempranas épocas como equivalente de «energía psíquica». Véase mi
«Apéndice» al primer trabajo sobre las neuropsicosis de defensa (1894a), AE, 3,
págs. 66-7, y una nota mía a pie de página en «Sobre la sexualidad femenina» (1931b),
AE, 21, págs. 243-4.]
18La analogía sería: Un suboficial ha
recibido mudo una reprimenda de su jefe, tras lo cual se procura una salida a su
ira en el primer soldado inocente que le sale al p aso. [En esta persistencia del
ello en descargar cantidades de excitación vemos una réplica exacta de lo que Freud,
en su «Proyecto de psicología» de 1895 (1950a), AE, 1, pág.340, había enunciado
en términos cuasi-neuro-lógicos como el principio primordial de la actividad de
las neuronas: «las neuronas procuran aliviarse de la cantidad».]
19[Cf.. Moisés y la religión monoteísta
(1939a), AE, 23, pág. 117.]
20{«mitgebracbten Dispositionen»; véase
nuestra nota en AE, 23, al pie de la página 94.}
21[Wilhelm Roux (1850-1924), uno de los
fundadores de la embriología experimental]
22La castración tampoco falta en la saga
de Edipo, pues la ceguera que Edipo se inflige como castigo tras descubrir su
crimen es, según el testimonio de los sueños, un sustituto simbólico de aquella.
No se puede desechar la conjetura de que la responsabilidad por el efecto extraordinariamente
terrorífico de la amenaza sea co mpartida por una huella mnémica filogenética de
la prehistoria de la familia humana, pues el padre celoso realmente despojaba al
hijo varón de sus genitales si lo importunaba como rival con la mujer. La antiquísima
costumbre de la circuncisión, otro sustituto simbólico de la castración, sólo se
puede comprender como expresión del sometimiento a la voluntad del padre. (Cf. los
ritos de pubertad entre los primitivos.) No se ha estudiado aún cómo se plasma este
decurso, por nosotros descrito, en los pueblos y culturas que no sofocan la masturbación
infantil.
23[Cf. «Análisis terminable e interminable»
(1937c), AE, 23, pág. 254n.]
24El nombre «William Shakespeare» probablemente
sea un seudónimo tras el cu al se oculta un gran desconocido. Un hombre en quien
se cree discernir al autor de las poesías shakespeareanas, Edward de Vere, conde
de Oxford, había perdido, niño aún, a un padre amado y admirado, y renegó de su
madre, que contrajo nuevo matrimonio apena s muerto su esposo. [La primera mención
de este punto de vista de Freud se halla en una oración agregada por él en 1930
a La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, pág. 274, n. 27. Se explayó acerca
del asunto en su alocución en la casa de Goethe (1930e), AE, 21, pág. 211, así como
en una nota agregada en 1935 a su Presentación autobiográfica (1925d), AE, 20, págs.
59-60. Por último, volvió a hacer referencia a esto en Moisés y la religión monoteísta
(1939a), supra, pág. 63n. En una carta que escribió a J. S. H. Branson el 25 de
marzo de 1934 expuso una larga argumentación en favor de sus opiniones; dicha carta
fue publicada en el «Apéndice A» (n? 27) del tercer volumen de la biografía de Ernest
Jones (1957, págs. 487-8).]
25{«Si el pequeño salvaje fuera abandonado
a sí mismo, conservara toda su imbecilidad y sumara a la escasa razón del niño en
la cuna la violencia de las pasiones del hombre de treinta años, retorcería el cuello
a su padre y se acostaría con su madre».}
[De Le neveu de Rameau. Freud ya había
citado este mismo pasaje en otras dos oportunidades: en la 21ª de sus Conferencias
de introducción al psicoanálisis (1916-17), AE, 16, pág. 308, y en «El dictamen
de la facultad en el proceso Halsmann» (1931d), AE, 211 pág. 249.]
26[Parece haber sido Jung (1913, pág.
370) quien primero utilizó esta expresión. Freud, en «Sobre la sexualidad femenina»
(1931b), AE, 21, págs. 230-1, sostuvo la inconveniencia de introducirla.]
27[Esto fue examinado con mucho más detalle
en «Análisis terminable e interminable» (1937c), AE, 23, págs. 251 y sigs.]
28[El concepto, muy semejante, de «aptitud
para la cultura» había sido analizado con cierta extens ión en «De guerra y muerte»
(1915b), AE, 14, pág, 284, y fue mencionado también en El porvenir de una, ilusión
(1927c), AE, 21, pág.38. Freud no establecía un distingo en su uso de las palabras
«cultura» y «civilización».]
29[Se informa con bastante amplitud acerca
de este caso en «Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y
la homosexualidad» (1922b), AE, 18, págs. 220-1.]
30[Las elucidaciones sobre el fetichismo
en este capítulo derivan principalmente del trabajo que Freud dedicara al tema (1927e),
en donde se hallará también una temprana referencia a la escisión del yo. (Cf. mi
«Nota introductoria» a ese trabajo, AE, 21, pág. 145.) Ambas cuestiones habían sido
abordadas en «La escisión del yo en el proceso defensivo» (1940e), AE, 23, págs.
271 y sigs., principiado por Freud pocos meses antes de redacta r el presente trabajo,
y que quedó inconcluso. Consúltese también mi «Nota introductoria» a dicho artículo,
AE, 23, págs. 273-4.]
31[Goethe, Fausto, parte I, escena 1.
Estos versos habían sido citados en Tótem y tabú (1912-13), AE, 13, pág. 159.]
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