Conferencia en Lausanne, 8 de junio de 1999
Traducción : Guillermo Rubio
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1.
¿QUE ME AUTORIZA A HABLAR DE PEDOFILIA?
Sólo puedo autorizarme ante
ustedes de mi práctica - la del psicoanálisis - y del saber clínico y teórico
que me parece poder deducir de la misma con cierta certeza.
El psicoanálisis es una practica
marginal en el campo social aunque su objeto pueda definirse como la esencia
misma del lazo social. El psicoanálisis no es ni una forma de medicina (más
concretamente, no lo es de la psiquiatría) ni una excrecencia de la
psicología (no se puede clasificar entre las psicoterapias). Ni ciencia ni
arte, aunque tenga la ambición decidida de establecer un saber sobre la faz
más secreta del ser humano. Aunque la práctica cotidiana suponga una buena
dosis de inspiración, el psicoanálisis es la única experiencia que permite
acceder no al psiquismo, sino al inconsciente, es decir al deseo más
fundamental que dirige la subjetividad de un ser.
Por razones que ignoro -y sobre
las que siempre me pregunto- esta práctica me ha conducido a recibir
regularmente demandas de sujetos que el lenguaje común calificaría de
"pedófilos". ¿Por qué han venido a mi? ¿Por qué me han elegido?
¿Por qué por mi parte les he recibido sin la menor reserva, sin temor ni
repugnancia, sin curiosidad obscena tampoco y, con frecuencia, durante largos
años? No lo sé. Todo lo que sé es que lo que decían, las cuestiones que me
planteaban y las dificultades a las que se confrontaban, me interesaban.
En este recorrido, hacia finales
de los años 80, en el momento en el que comencé a intentar dar cuenta de este
experiencia en mis seminarios de la Fundación Universitaria o en mis cursos
de la Sección Clínica de Bruselas, me di cuenta, extrañado, de que en este
punto me distinguía de mis colegas. En efecto, mis colegas psicoanalistas no
recibían pedófilos en análisis y no creo exagerar su opinión diciendo que
para ellos recibir un pedófilo en análisis resulta algo casi inconcebible.
Pretenden -también es lo que dicen en general de los sujetos perversos- que
los pedófilos no se dirigen al psicoanalista. Luego sostienen que si alguna
vez eso ocurriera, no podría tratarse más que de una "falsa demanda",
de una tentativa de manipular al psicoanalista para obtener de él una especie
de consentimiento o de aval, aunque sólo fuera tácito, de su particularidad
sexual. En fin, con una especie de razonamiento que recuerda furiosamente el
famoso silogismo del caldero evocado por Freud en la Traumdeutung, los
psicoanalistas consideran en general que está contraindicado abrir al
pedófilo el acceso a la experiencia analítica. Por mi parte, creo que ahí hay
una denegación, una especie de sordera o de pánico irracional, una manifestación
de lo que Lacan llamaba "la pasión de la ignorancia". Evidentemente
esta situación es tan lamentable para los pacientes en cuestión como para el
psicoanálisis mismo.
Me acuerdo, por ejemplo, de un
análisis que, según la expresión utilizada en la jerga de los psicoanalistas,
yo había retomado "en segundas" (yo era el segundo analista de este
paciente). Se trataba de un hombre cuyo caso resultaba especialmente
doloroso, pues estando aún en edad poco avanzada, podía legítimamente esperar
construirse una vida nueva, o por lo menos soportable, fundándose en los
resultados de un psicoanálisis. Había pasado ya diez años sobre el diván de
un colega sin que ninguno de los síntomas que le habían llevado a hacer una
demanda de análisis se hubiera modificado, sin que la menor luz hubiera
podido esclarecer la estructura de su deseo inconsciente ni poner en juego
los elementos del montaje de su fantasma. Si le creemos, su primer analista
estuvo callado durante diez años. El impasse completo en el que se había
atascado su primer análisis, se hacía evidente por el hecho de que tres
sueños repetitivos que el analizante había llevado a su analista durante las
primeras sesiones, se habían reproducido, textualmente idénticos, hasta el
término de esta primera tentativa.
Después de algunas sesiones,
comencé a escuchar claramente, a través de las palabras de este hombre, como
palabras o trozos de frases impresos en itálica en un texto, los elementos de
una escena - en el sentido de una escena de teatro - en la cual un joven
muchacho, de muslos fornidos, apretados en un calzón corto y demasiado
estrecho que dejaba sobre la piel la marca-fetiche de una linea roja, era
desvestido violentamente por un adulto todopoderoso que le reducía al
silencio con una voz autoritaria. A partir del momento en el que hice oír
estos elementos a mi analizante, las cosas se desbloquearon rápidamente.
Los dos síntomas principales con
los que alimentaba su queja aparente (la impotencia sexual completa con las
mujeres y la imposibilidad de soportar una relación en la que hubiera una
fuente cualquiera de autoridad masculina) podían, sino desanudarse, por lo
menos explicarse. No voy a entrar en la continuación de este análisis ni en
su conclusión, que merecerían ciertamente una exposición exhaustiva. Diez
años después del final de este trabajo tuve la ocasión de hablar sobre la
clínica de la pedofília con aquel colega, el primer analista de este
paciente. Cuando le pregunté por qué nunca había subrayado la importancia del
fantasma pedófilo de su ex-paciente, me respondió sorprendido: ¡nunca había
pensado en eso! Y ademas, añadió rápidamente, si me hubiera dado cuenta en
aquella época, ciertamente no habría llamado la atención del paciente sobre
este punto sino que sin duda habría interrumpido el análisis, ya que - decía
- "hay ciertas cosas que más vale no saber...".
Hay ciertas cosas que más vale no
saber... Yo solo puedo manifestar mi desacuerdo completo con esta opinión.
Estoy convencido por el contrario de que, en todos los casos, más vale saber.
No digo que sea bueno saber todo. ¡Lejos de eso! Hay un saber que hace
daño. Hay incluso -y eso ocurre- un saber del que uno sólo difícilmente
puede restablecerse (pienso, por ejemplo, en el caso de una mujer joven que
vino en análisis porque estaba literalmente destrozada por el fantasma de
haber sido violada por su padre y que fue conducida a descubrir durante su
análisis que su madre había tenido relaciones incestuosas con su propio padre
-el abuelo materno de mi paciente-, entre los ocho y los veinte y tres
años, es decir, hasta dos años después del nacimiento de su hija). Eso no es
un motivo, yo pienso más bien que vale la pena saber. Es el principio del
psicoanalista, como es el principio de Edipo, no del Edipo del complejo, sino
del de la tragedia de Sófocles.
2.
ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EL CONTEXTO, A PARTIR DE LA ACTUALIDAD (BELGA ENTRE
OTRAS)
El caso judicial y mediático que
ha apasionado a todos los belgas durante varios meses -y del que actualmente
todos se han desinteresado, también masivamente- ha hecho de la palabra
"pedófilo" el ábrete sésamo de una comunicación que nadie hubiera
podido imaginar: comunicación entre las comunidades de nuestro Estado
Federal (e incluso con sus inmigrantes) entre las clases sociales, los
partidos políticos, las generaciones. No obstante, la repetición cotidiana de
las palabras "pedófilo" y "pedofília" ha causado una gran
confusión. Cada cual cree de buena fe saber lo que significan estas palabras
y, de repente, se cree eximido de interrogarse sobre las diferencias, sin
embargo enormes, que distinguen las personalidades y los actos que recubren
dichas palabras. Resulta evidente sin embargo que no hay ni identidad ni
equivalencia y ni siquiera analogía entre los hechos de los que se acusa a
Marc Dutroux, los que se sospechan de tal educador o de tal profesor de
escuela, o las insinuaciones lanzadas contra un ministro u otro cuya
homosexualidad manifiesta nunca había inquietado o interesado a nadie hasta
entonces.
Si queremos abordar este caso
seriamente, como en toda circunstancia, nuestra primera tarea debe consistir
en rechazar las amalgamas fáciles y las generalizaciones apresuradas, que
aumentan quizás las ventas de periódicos y la tasa de audiencia de las
cadenas de televisión, pero que producen como primer efecto el mantenimiento
de nuestra ignorancia. La información no siempre favorece al saber...
Pienso firmemente, como condición
previa a cualquier reflexión razonada sobre la actualidad de la pedofília,
que se ha calificado erróneamente a Marc Dutroux de pedófilo. No hay que
confundir el registro del crimen sexual con el de la atracción sexual. Los
hechos que se le reprochan a Dutroux no tienen nada que ver con la
significación de la pedofília, es decir con el amor electivo por los niños -
entendiendo amor en su sentido más amplio, del registro platónico al acto
sexual más crudo, y niño como un ser joven que aún no ha alcanzado la
pubertad. Marc Dutroux es seguramente un criminal, aparentemente un
psicópata, y quizás un perverso sádico, pero seguro que no es un pedófilo. A
titulo de comparación - y con las reservas que estas palabras implican - el
caso de Marc Dutroux esta mucho más próximo del de un Gilles de Rais que de
los pedófilos famosos y declarados como Lewis Carroll, André Guide, Henry de Montherlant,
Roger Peyrefitte o Roland Barthes, entre otros. La comparación con el proceso
de Gilles de Rais parece imponerse, pues este último no se contentaba con
tener relaciones sexuales con los niños que raptaba, sino que además les
mataba sistemáticamente después de torturarles, siguiendo así el ejemplo de
algunos ilustres emperadores romanos como Tiberio y Caracalla.
- LEWIS CAROLL: Autor de "Alicia en el pais de las Maravillas", en su etapa de fotógrafo, segun documenta Taylor (2002),
algo más de la mitad de su obra conservada está dedicada a retratar a
niñas.
-André Gide, premio Nobel 1947, critico de la moralidad y de las costumbres e insituiones, muestra en su "Diario", su filiacion por el placer de un cuerpo desnudo, la furiosa atracción
por los adolescentes, la amistad con Wilde, el silencio de su vida
matrimonial...
-Peyrefitte, escritor e historiador francés, se proclamó abiertamente homosexual, e incluso pederasta: « ¡Me encantan los corderos, no los carneros !» (J'aime les agneaux, pas les moutons !). Más todavía que André Gide, Peyrefitte
concibió su carrera literaria como una militancia valiente y asidua en
favor del amor a los efebos y a la libertad sexual.
Sin embargo la comparación tiene
sus limites. Contrariamente a Gilles de Rais, Dutroux, y en eso es un sujeto
ejemplar de nuestra sociedad occidental contemporánea, tenía una motivación
mercantil. Hacía comercio con los niños. El niño era su materia prima, su
fuente de plusvalía. Una materia que no cuesta demasiado cara, hay que
señalarlo: ciento cincuenta mil francos belgas (aproximadamente seiscientas
mil pesetas), que es el precio que se paga en Tailandia por disponer de una
joven virgen - la joven virgen tailandesa constituye hoy en día el
objeto-patrón de la comercialización mundial de la sexualidad. Lo que hay que
señalar en el caso Dutroux es que el niño, la carne del niño, sólo va a
adquirir verdaderamente su valor (valor mercantil y valor sexual) en el uso
que se va a hacer de él. Los niños que Dutroux secuestraba no estaban
destinados simplemente a los placeres de algún cliente rico. Parece ser que
estaban destinados a la fabricación de cassettes pornográficas sádicas,
"snuff movies", es decir, películas que muestran niños violados y
torturados hasta la muerte. Según las informaciones que se han hecho
públicas, se sabe que cada uno de estos cassettes de "snuff movie"
vale, cada ejemplar, hasta seis veces el precio pagado por el niño. Esta
sobrevalorización de la imagen de la atrocidad merecería una reflexión
profunda - que podría extenderse hasta interrogar el destino del erotismo contemporáneo.
El caso Dutroux nos recuerda así
lo que Freud puso en evidencia, a saber que la pulsión sádica es uno de los
componentes fundamentales que caracterizan al ser humano (NOTA JLGF: La pulsion sádica aqui mencionada es la referida como parte de la Pulsion de Muerte y que no responderia al principio de Placer. El sadismo propiamente dicho corresponderá a otro momento). Los animales pueden
ser crueles, pero no son sádicos. "El crimen es el hecho de la especie
humana" decía Georges Bataille. Es una frase que Freud habría podido
escribir. Una de las expresiones más frecuentes de esta pulsión sádica es el
maltrato, la tortura, y el asesinato de niños. Hay que resignarse a admitir,
a pesar de la repulsión que provoca ese saber, que nuestra
"humanidad" se reconoce también en el hecho de incluir ciertos
seres cuyo goce consiste en cortar niños en trozos. El escándalo y la emoción
popular producidos por la revelación del caso Dutroux - tanto como, por otra
parte, la significativa capacidad de las masas que habían desfilado en las
"marchas blancas" hace apenas dos años para ignorar ahora toda
información sobre el caso - son en realidad, directamente proporcionales a la
represión a la que todos sometemos nuestro propio sadismo.
¿Hemos olvidado acaso esos
famosos cuentos que colorearon nuestra infancia y que transmitimos con placer
a nuestros propios hijos? ¿Hemos olvidado que el personaje que simboliza la
fiesta de los niños en la cultura cristiana, San Nicolás, esta ligado a una
historia de niños enviados a la carnicería? ¿Hemos olvidado que en 1919 -
hace por lo tanto ochenta años -, Freud establecía que el fantasma
"pegan a un niño" es uno de los fantasmas más extendidos, tanto en
los neuróticos como en los perversos? ¿No sabemos acaso que todo padre,
todo educador, todo profesor experimenta, en un momento u otro, y a veces de
una manera lancinante, las ganas feroces de castigar cruelmente a los niños
que tiene a su cargo, y que a veces ocurre, incluso a los mejores, que no
siempre pueden reprimirse? Respecto a nuestros "queridos niños", ¿no les hemos visto acaso a los dos o tres años de edad hacer pedazos sus
muñecos dando muestras de un intenso regocijo? (NOTA JLGF: La sexualidad infantil, como parte de un desarrollo genetico-evolutivo en Freud, es considerada "polimorfa y perversa", sin embargo, no esta contenida en la idea de una "estructura perversa" como tal, es decir, corresponderá a una "fase" de desarrollo "normal" en el niño).
Si, tenemos que reconocerlo, si,
hemos olvidado todo eso. O más bien, lo hemos reprimido: no queremos saber
nada.
Y esto es por lo que, con la
perspectiva de la que disponemos actualmente, podemos decir con certeza que
las "marchas blancas", que han tenido lugar en Bélgica y el basto
movimiento de indignación popular que ha sacudido hasta a los países vecinos,
no han sido de ningún modo la manifestación de una "toma de
consciencia" como se ha dicho, sino, por el contrario, los signos
ruidosos y coléricos de un rechazo de saber más fuerte que las ganas de
saber, de una protesta radical contra la amenaza de manifestación de una faz
de la libido que todos hemos tenido que censurar enérgicamente en nosotros
mismos. Han tenido que pasar cincuenta años para que el proceso Papon haya
tenido lugar (si podemos considerar que lo que ha tenido lugar fue el proceso
que teníamos derecho a esperar). Estén seguros de que habrá que esperar por
lo menos tanto tiempo para que el caso Dutroux sea verdaderamente aclarado.
3.
¿POR QUÉ TANTO HORROR ?
Merece la pena interrogar
igualmente la aversión unánime que se declaró súbitamente respecto a la
pedofília y a los pedófilos. (ya no hablo del sadismo ni de los crímenes de
Dutroux, sino del acoso a la pedofília que se desencadenó tras el caso
Dutroux). ¿Por qué tanta sorpresa e indignación? Se diría que se ha
descubierto de repente la existencia de una forma de sexualidad ignorada
desde siempre. Todo parece suceder como si no supiéramos, o más bien como
sino hubiéramos querido saber. Sin embargo, no hace mucho tiempo, la
pedofília e incluso el incesto, disfrutaban entre la gente de una acogida
relativamente neutra y a veces, incluso, benévola. Para convencerse basta
referirse a la prensa de los años 70 y 80. Permitanmé recordarles la
indulgencia divertida, y hasta admirativa, con la que críticos literarios y
presentadores de televisión acogían las declaraciones de Gabriel Matzneff o
de René Schérer, quien escribía, en el Libération del 9 de junio de 1978
"La aventura pedófila viene a revelar la insoportable confiscación de
ser y de sentido que practican las obligaciones sociales y los poderes
conjurados en relación a los niños" (citado por Guillebaud en La
tyrannie du plaisir, p.23). El caso de Tony Duvert, escritor pedófilo
declarado y militante, es todavía más interesante. En 1973, su novela Paysage
de fantaisie, que pone en escena los juegos sexuales de un adulto con varios
niños, fue alabado por la crítica como la expresión de una sana subversión.
Por otra parte, este libro recibió el premio Médicis. Al año siguiente
publica Le bon sexe illustré, verdadero manifiesto pedófilo que reclama el
derecho de los niños a disfrutar de la liberación sexual que la pedofília
podría aportarles, en contra de las obligaciones y de las privaciones que les
impone la organización familiar. Al principio de cada capitulo del libro, se
encuentra reproducida la fotografía de un joven muchacho de unos diez años en
erección. En 1978, una nueva novela del mismo autor titulada Quand mourut
Jonathan, traza la aventura amorosa de un artista de edad madura con un niño
de ocho años. Este libro es celebrado en Le Monde del 14 de abril de 1976 :
"Tony Duvert va hacia lo más puro"... En 1979, L'île Atlantique le
vale nuevos elogios ditirámbicos de Madeleine Chapsal.
¿Qué pasó entonces entre 1980 y
1995 para que la opinión pública sufriera un cambio tan espectacular? Me
gustaría que alguien me aclarara este misterio. El fenómeno es especialmente
significativo puesto que nuestras sociedades occidentales contemporáneas
parecen desde entonces cimentadas en el ideal sacrosanto, pero puramente
imaginario, del niño-rey y por la obsesión correlativa de la protección de la
infancia. Lejos de mi la idea de discutir la necesidad de dicha protección y
el progreso que constituye. Pero la mejor protección del niño ¿no es más
bien el deseo y el apoyo que los adultos que le rodean le manifiestan a fin
de verle crecer? Hace algunos meses me sorprendió - y estoy particularmente
contento de contarles esta sorpresa aquí, en el hospital Nestlé que ha
querido recibir mis palabras esta tarde - ver una publicidad de la firma
Nestlé en la pantalla de mi televisión en la que el texto enunciaba
orgullosamente : "En Nestlé el niño es presidente". ¿No estamos al
borde de una especie de delirio colectivo? ¿Quién no ve la hipocresía de
este culto al niño inocente, virgen de cuerpo y alma, el niño maravilloso y
puro cuyo universo se considera poblado únicamente de sueños y de juegos? ¿Quién no observa, en el lenguaje y en la imaginería publicitaria y mediática
de hoy en día, que la mercancía más preciosa del mundo es un niño hermoso? ¿A quién no le choca constatar que el ejemplo de Ciudad ideal que se nos
propone tiene dos versiones : Dysneyland y Las Vegas? De un lado, el mundo
del niño imaginado como un adulto en miniatura, del otro, el mundo del adulto
imaginado como un niño eterno. Hemos entrado, sin darnos cuenta, en una
verdadera idolatría del niño, en una "infantolatría", en la
infantilización general del mundo. Los niños se visten como adultos mientras
los adultos se atiborran de caramelos y de juguetes como niños - unos y otros
se disputan los mandos de la consola del ordenador familiar. Lo ideal hoy en
día es permanecer niño, ya no es convertirse en adulto. Y, cada vez más, es
una cierta representación imaginaria del niño la que hace ley. Es el niño
mítico cuya estatua se eleva al rango de ídolo en la medida misma en la que
los adultos caen del pedestal, dimiten de su función y se infantilizan cada
vez más.
Curiosa, pero lógicamente, cuanto
más se amplía esta celebración del niño imaginario, más se pone de manifiesto
en el seno de la realidad económica y social, que el niño representa un
coste. Además, cuanto más se le venera más se convierte en un bien escaso,
más tiende a ser único. Si en todas las fases de la civilización que nos han
precedido, y en las culturas que rodean nuestro territorio Occidental, se
considera al niño como la primera riqueza, para nosotros constituye
actualmente una carga y a cada cual le parece normal que el Estado corra con
los gastos. En suma, el niño que adulamos y queremos proteger de todo, el
niño que mantenemos en un estado artificial de infancia, es cada vez más
irreal. Es nuestro sueño narcisista y en última instancia sólo le queremos
para nuestro propio placer. Para nosotros el niño ya no es una riqueza, sino
que se ha convertido en un lujo - lo que es totalmente diferente.
4. LA SIGNIFICACIÓN DE LA
PEDOFÍLIA
Para hablar seriamente de
pedofília antes de plantear las cuestiones, ciertamente preocupantes, de su
tratamiento y prevención, convendría intentar entender lo que significa esta
palabra. Para ello hay que distinguir cuidadosamente dos niveles de discurso.
Por una parte se puede abordar la
pedofília desde un punto de vista exterior, objetivo, descriptivo. Es lo que
hacen los juristas que deben establecer los hechos y calificarlos después, es
decir traducirlos al lenguaje del derecho penal. Por ejemplo, se llamará
"violación" a toda relación sexual entre un adulto y un niño que
tenga menos de una cierta edad fijada por la ley. También es lo que hacen los
psicólogos y los sexólogos, sobre todo los que pretenden hoy en día ser
expertos en el tratamiento de los pedófilos. Los psicólogos describen los
comportamientos fundándose en el modelo teórico, experimentado con el animal
de laboratorio, del reflejo automático inducido por el estímulo. Por ejemplo,
cierta imagen que representa a un niño pequeño desencadena un principio de
erección en el paciente. El tratamiento consistirá entonces en asociar dicha
imagen con una sensación de displacer. Así, se mostrará sistemáticamente
dicha imagen al paciente enviándole una descarga eléctrica dolorosa en el
pene. En estos dos enfoques, el que se funda sobre los hechos y el que se
funda sobre los comportamientos, se evacúa una dimensión esencial - la más
esencial - : la del sujeto que hace el acto calificado de
"pedófilo", la de la dimensión subjetiva (y no objetiva) de este
acto.
Es esta dimensión subjetiva lo que
hay que intentar aprehender examinando la cuestión de la pedofília desde un
punto de vista interior, desde el punto de vista del funcionamiento de una
economía inconsciente y singular. En efecto, la cuestión no es solamente
saber cuál es el acto que ha sido cometido, sino saber quién lo ha cometido.
Los actos o los comportamientos pedófilos pueden producirse en los contextos
más variados y en el marco de todas las estructuras clínicas que el
psicoanálisis permite distinguir : las neurosis, las psicosis y las
perversiones. Ahora bien, la estructura psíquica en la cual un sujeto
encuentra su posición de ser, implica una relación diferente en cada caso con
el deseo, el fantasma, el goce, la ley, la culpabilidad y el otro en general.
Puede ocurrir que un neurótico obsesivo pase compulsivamente al acto con un
niño cuando éste se ha convertido para él en la cristalización de una
obsesión. En este caso, aún cuando la descripción del acto coincida
exactamente con la de ese mismo acto cometido por un perverso o un
esquizofrénico, su significación será fundamentalmente diferente y en
consecuencia, su sanción judicial y su tratamiento deberían igualmente ser
distintos. En lugar de calificar automáticamente al sujeto obsesivo en
cuestión de "pedófilo" se debería tomarse el trabajo de analizar el
alcance subjetivo de su acto. Llegado el caso se podría constatar, por
ejemplo, que su acto no esta motivado por una atracción sexual electiva hacia
los niños, sino más bien por la compulsión al sacrilegio típico de esta
neurosis. Se sabe - remito aquí a dos obras mayores de Freud que son Tótem y
Tabú y El hombre de las ratas - que la economía psíquica del obsesivo se
organiza en torno a la relación al tabú, a lo intocable, a lo sagrado y a la
confesión de la falta.
De hecho, si queremos ceñirnos al
uso riguroso de las palabras y evitar las amalgamas que acarrean la confusión
y el oscurantismo, deberíamos reservar el termino de "pedofília" a
los casos de perversión pedófila. Para explicarme sobre este punto, voy a
intentar tratar de manera sistemática lo que mi experiencia del psicoanálisis
me ha permitido cernir de la estructura perversa en general, y después, de
las características de esta perversión particular que es la pedofília en
sentido estricto.
5.
LA ESTRUCTURA DE LA PERVERSIÓN
Distinta de la neurosis y de la
psicosis, la perversión es una de las tres estructuras psíquicas
inconscientes en las cuales el ser humano puede establecerse como sujeto del
discurso y como agente de su acto. En este sentido, la perversión es
perfectamente "normal", incluso si molesta al mundo, o a todo el
mundo. La existencia de las perversiones plantea, con una evidente
provocación, una cuestión que apunta a la esencia misma de la sociedad
humana. En efecto, sólo los neuróticos forman sociedad : el síntoma neurótico
no es sólo un sufrimiento singular, sino también la matriz del lazo que reúne
a los hombres alrededor de unas reglas comunes. Por eso en Moisés y el
monoteísmo, Freud no vacila en tratar la religión (y especialmente la
religión cristiana) como el síntoma por excelencia. Los perversos abordan el
lazo social por otra vía : micro-sociedades de amos, amistosas, redes
fundadas sobre una especie de pactos o de contratos que hoy en día no han
sido todavía verdaderamente estudiados, pero en las que se puede subrayar que
lo que aparece en la base del lazo es el fantasma y no el síntoma, y que la
exigencia de singularidad prevalece siempre sobre la de comunidad y se opone
a cualquier idea de universalidad.
La clínica psicoanalítica permite,
me parece, diferenciar cuatro ejes principales de la organización de la
perversión, para todas sus variantes.
1.
La lógica del desmentido
En la perversión, el mecanismo
fundador del inconsciente es distinto que en la neurosis. En la primera, la
denegación (Verneinung) determina y mantiene la represión (Verdrängung).
Cuando un neurótico declara, por ejemplo, "mi mujer no es mi
madre", quiere decir en realidad que su mujer es su madre. Pero sólo
puede reconocerlo, o confesarlo, afectando este enunciado con una negación
(no...). Para el perverso el mecanismo es más complejo y más sutil. Lo que
Freud llamó la Verleugnung - que hemos elegido traducir con Lacan como
"desmentido", la traducción más literal - consiste en plantear
simultáneamente dos afirmaciones contradictorias a) si, la madre está
castrada b) no, la madre no está castrada. El neurótico experimenta una gran
dificultad para comprender el proceso. Pues para el neurótico, la lógica
inconsciente se funda sobre el principio de identidad, que es la base de la
lógica clásica : A = A. Para el perverso, el desmentido significa que A = A y
también, al mismo tiempo, que A es diferente de A. Esta coexistencia - que
sólo es contradictoria para el neurótico - hace del perverso un argumentador
temible (por lo menos cuando es inteligente) y un retórico particularmente
apto para manejar y manipular el valor de verdad del discurso para tener
siempre razón.
Básicamente, el desmentido se
refiere a la castración de la madre. Esto no hay que entenderlo solamente
como el hecho de que la madre no tenga pene, o, más finamente, que le falte
el falo. La castración de la madre significa que ella no posee el objeto de
su deseo, que éste sólo puede inscribirse como falta y que esta falta es
estructural. En otros términos, en el desmentido que el perverso opone a la
castración hay una cara que reconoce la falta estructural del objeto del
deseo, pero también y al mismo tiempo, otra cara que afirma la existencia
positiva de este objeto. Ahora bien, si el objeto del deseo existe
concretamente, si se puede asir y designar a través del sentido, se deduce
que el sujeto sólo puede querer poseerlo y consumirlo absolutamente - y
repetir indefinidamente este movimiento.
2.
El Edipo perverso
El Edipo perverso se distingue por
el lugar especialmente particular que se atribuye al padre en cada uno de los
niveles en el que es llamado a cumplir su función. En tanto que instancia
simbólica, depositario de la ley, de la prohibición y de la autoridad, el
padre es perfectamente reconocido - el perverso no es psicótico. Igualmente,
los atributos del padre imaginario, héroe o cobarde, padre ogro o padre
ciego, son localizables y localizados por el sujeto. Es a nivel del padre
real que la perversión llama la atención. En la situación edípica que
caracteriza a la perversión, el hombre que es llamado en la realidad a asumir
el papel de padre es sistemáticamente dejado de lado - en exilio, diría
Montherlant - por el discurso materno que envuelve al sujeto. Convertido así
en un personaje irrisorio, en una pura ficción, el padre se ve reducido a ser
únicamente una especie de actor de comedia a quien se le pide actuar de
padre, pero sin que este papel implique la menor consecuencia : es un padre
"para la escena".
El resultado para su hijo es que
aunque la ley, la autoridad y la prohibición estén presentes y sean
reconocidas teóricamente, quedan reducidas a puras convenciones de fachada.
De un modo general, el mundo en el que el perverso es introducido por su
configuración familiar es una comedia, una farsa en la que el lado grotesco
es frecuentemente manifiesto. Esta introducción toma para él un valor de
iniciación. Pues, si la comedia humana es para el neurótico una verdad en la
que sólo puede estar como un participante entre otros sin saberlo (situación
a la que por otra parte le resulta difícil resignarse), para el perverso esta
comedia es revelada de entrada, desenmascarada en su facticidad, donde él
ocupa su lugar con plena consciencia. Presente a la vez en la escena y entre
bastidores, el perverso no se equivoca sobre el juego que se juega.
Ciertamente obtiene un saber, pero es un saber que podría calificarse de
tóxico. Obtiene su fuerza tanto como su desgracia. Conoce o cree conocer el
reverso del decorado y las reglas secretas que desmienten las convenciones de
la comedia.
Otra consecuencia : el universo
subjetivo del perverso se encuentra desdoblado en dos lugares y dos discursos
cuya contradicción no impide su coexistencia. De un lado, la escena pública,
del otro, la escena privada. La escena pública, lugar del semblante
explícito, el mundo en el que las leyes, los usos y las convenciones sociales
son respetados y celebrados con un celo caricatural ("habría que estar
loco para no fiarse de las apariencias" decía Oscar Wilde). La escena
privada, por el contrario, lugar de la verdad escondida, del secreto
compartido con la madre, desmiente la precedente. Entre la madre y el niño,
después entre el perverso y su partenaire, se realiza el ritual (siempre
teatral) que demuestra que el sujeto tiene sus razones para eximirse de las
leyes comunes porque se atribuye conocimientos privilegiados sobre los que funda
su singularidad.
3.
El uso del fantasma
A nivel de contenido, se puede
decir que todo fantasma es esencialmente perverso. El escenario imaginario en
el que el neurótico conjuga su deseo y su goce no es nada más, después de
todo, que el modo en el que se imagina perverso en secreto. No es por lo
tanto el contenido del fantasma el que permite diferenciar al perverso del
neurótico sino, como voy a mostrar, su uso.
Tesoro secreto, estrictamente
privado en el neurótico (de tal modo que hacen falta años de análisis para
que consienta en comenzar a hablar de ello), el fantasma para el perverso es
por el contrario una construcción que sólo toma sentido cuando se hace
público. Para el neurótico el fantasma es una actividad solitaria : es la
parte de su vida que sustrae al lazo social. Inversamente, el perverso se
sirve del fantasma (sin ni siquiera darse cuenta por otra parte de que se
trata de un montaje imaginario) para crear un lazo social en el que su
singularidad pueda realizarse. Para el perverso, el fantasma sólo tiene
sentido y función si es puesto en acto o enunciado de tal modo que consiga
incluir a un otro, con o sin su consentimiento, en su escenario. Es lo que
aparece, considerado del exterior, como una tentativa de seducción, de
manipulación o de corrupción del partenaire. Por ejemplo, el sádico exigirá
de su víctima que ella misma le pida, acusándose de una u otra falta, el
castigo que va a infligirle - castigo que aparecerá entonces como
"merecido".
¿Por qué esta necesidad de obtener
la complicidad forzada del otro ? Porque en la perversión el fantasma tiene
una función demostrativa. El perverso solo puede, en efecto, asegurarse de su
subjetividad a condición de hacerse aparecer como sujeto positivado en el
otro (maniobra en la que no es más que el agente). ¿Pero de qué sujeto se
trata en este caso ? De un sujeto para el que es esencial, vital, afirmar que
hay continuidad entre deseo y goce. Pues para el perverso un deseo que no se
termina en goce no es más que una mentira, una estafa o una cobardía. Esta
mentira y esta cobardía es lo que denuncia incansablemente como constitutivos
de la realidad del neurótico y del orden social : si éste prohibe el goce (en
todo caso, a partir de cierto punto) es porque el neurótico no se atreve a
gozar verdaderamente. El goce constituye el valor supremo del universo
perverso, mientras que en la neurosis, es el deseo. Por eso es por lo que el
neurótico se sostiene perfectamente en un deseo insatisfecho (en la
histeria), en un deseo imposible (en la neurosis obsesiva) o en un deseo
prevenido (en la fobia). El neurótico encuentra su apoyo en un deseo cuyo
objeto siempre falta - cada vez que cree haberlo alcanzado, se desilusiona
rápidamente : no, no era "eso". Por esta razón, en la neurosis, el
goce va siempre acompañado de culpabilidad.
Lo que el perverso quiere
demostrar, de lo que se esfuerza en convencer al otro (a la fuerza si hace
falta) no es solamente de la existencia del goce, sino de su predominancia
sobre el deseo. Para él, el deseo no puede ser otra cosa que deseo de gozar,
y no deseo de deseo o deseo de desear, como para el neurótico.
4.
La relación a la ley y al goce
La necesidad de dicha demostración
se hace tan acuciante que uno se puede preguntar si la perversión conoce la
dialéctica del deseo o si no la escamotea pura y simplemente. En todo caso,
su comprensión reclama una teoría del deseo y del goce distinta de la teoría
a la que nos referimos en el marco de la clínica de las neurosis.
Para entrar en esta teoría, hay
que cernir la relación subjetiva que el perverso mantiene con la Ley. La
opinión común tiende a confundir perversión y transgresión. Sin embargo seria
completamente simplista y erróneo asimilar al perverso a un fuera-de-la-ley,
incluso si la interrogación cínica, el desafío y la provocación de las
instancias que representan la ley constituyen datos constantes de la vida de
los perversos.
Si el perverso desafía la ley, y
más frecuentemente aún la juzga, no es porque se considere anarquista. Por el
contrario. Cuando critica o cuando infringe la ley positiva y las buenas
costumbres, es en nombre de otra ley, ley suprema y bastante más tiránica que
la de la sociedad. Pues esta otra ley no admite ninguna facultad de
transgresión, ningún compromiso, ningún desfallecimiento, ninguna debilidad
humana, ningún perdón. Esta ley superior que se inscribe en el corazón de la
estructura perversa no es, por esencia, una ley humana. Es una ley natural
cuya existencia el perverso es capaz de sostener y de argumentar a veces con
una fuerza de persuasión y una virtuosidad dialéctica notables. Su texto
no-escrito no promulga más que un solo precepto : la obligación de gozar.
En suma, cuando el perverso
"transgrede", como dice el lenguaje común, en realidad solo
obedece. No es un revolucionario, sino un servidor modelo, un funcionario
celoso. Según su lógica, no es él quien desea, no es ni siquiera el otro : es
la Ley (del goce). Más aún : esta ley no desea, exige. Empujen al sujeto
perverso hasta sus últimos reductos y, si es sincero y acepta confiarse, escucharán
su discurso transformarse en una verdadera lección moral. No hay nada más
sensible para el perverso que el concepto de "virtud". Sade, Genet,
Jouhandeau, Montherlant, Mishima - y otros... - nos lo prueban, cada cual a
su manera : la perversión conduce a una apología paradógica de la virtud.
Extraña virtud, sin duda. Aquí de nuevo la oposición entre el mundo del
neurótico y el del perverso es diametral. Mientras que para el primero la ley
es por definición una prohibición dirigida al goce, y la virtud el respeto de
los tabúes que resultan de la misma, para el perverso, la ley gobierna el
goce y de una manera absoluta (lo que está prohibido, en cierto modo, es no
gozar). Así, la virtud consiste en este caso en mostrarse a la altura de las
exigencias de dicho imperativo absoluto - hasta el mal supremo. La redención
por el mal o la santidad en la abyección constituyen temas recurrentes de los
discursos perversos.
6.
LA PERVERSIÓN PEDÓFILA
En tanto que psicoanalista, no
considero injustas las leyes que sancionan la pedofília. Tampoco las entiendo
como la expresión de una justicia absoluta y universal. Estas leyes son sólo
una de las construcciones posibles, gracias a las cuales nuestra sociedad
trata de mantenerse como síntoma entre otras. Se sabe que en otras
sociedades, tan civilizadas como la nuestra, por ejemplo en las sociedades
helénicas preclásicas, la pedofília estaba organizada a nivel social como un
ritual de iniciación de los jóvenes. En la sociedad ateniense de la era
clásica, la pedofília no sólo estaba tolerada, sino considerada como el
modelo ideal de la relación amorosa y pedagógica (cf.. el "Primer
Alcibiades" y el "Banquete" de Platón). En la sociedad romana,
la regla era que el amo tuviera como amantes a algunos jóvenes muchachos no
púberes a condición de que no fueran ciudadanos romanos. En la Edad Media,
los monasterios eran lugares privilegiados de relaciones pedófilas entre
monjes y jóvenes novicios. En bastantes de las culturas que nos rodean hoy en
día el uso sexual de los niños, o su prostitución organizada, es considerada
como algo normal de lo que nadie se preocupa. Esa especie de caza al pedófilo
que se ha convertido, desde hace poco, en la consigna de nuestros países debe
ser considerada por lo tanto como un fenómeno curioso más que como un
progreso de la civilización. En tanto que psicoanalista pienso que antes de
empeñarse en la lucha contra la pedofília, convendría esclarecer de entrada
por qué y contra qué lucha el pedófilo. Hay que escuchar eso antes de
condenarlo.
La pedofília se define como el
amor por los niños - precisemos : una cierta forma de amor que apunta a
cierto tipo de niños. No hay que confundir por lo tanto, repito, al perverso
pedófilo con el perverso sádico. La ley positiva en vigor impone, por razones
de técnica de procedimiento y de lingüística penal, calificar automáticamente
de "violación" las relaciones sexuales de un adulto con un niño de
menos de una cierta edad, pero no por ello debemos tomar realmente a los
pedófilos por violadores sistemáticos. En principio (por supuesto hay
excepciones), la violación no interesa al pedófilo. Por el contrario, su
discurso se funda sobre la tesis de que el niño consiente las relaciones que
el pedófilo mantiene con él, y más aún, que el niño mismo las pide. Lo que
dice el pedófilo - yo caricaturizo apenas, lo he oído regularmente en mi
práctica - es casi que el niño le ha violado a él. Es un punto muy
importante, hay que tomar estas palabras muy en serio (lo que no quiere decir
que haya que creerlas).
En efecto, para el perverso
pedófilo es capital demostrar que el niño está sumergido en una especie de
sexualidad natural bienaventurada opuesta a la sexualidad restringida,
reprimida y deformada de los adultos, y que la expresión espontánea de esta
sexualidad natural es el deseo de gozar. Esta idea de un erotismo espontáneo
del niño se opone a cualquier tendencia a la violación. Para el violador por
el contrario, y es por eso que su conducta tiene que ver con el sadismo, el
no-consentimiento del otro es una condición necesaria. El violador busca en
efecto probar que se puede hacer gozar al otro por la fuerza, que el goce no
necesita el deseo o el consentimiento subjetivo porque es una Ley que se
impone absolutamente. Por otra parte, otro punto capital de la argumentación
de la que el pedófilo intenta convencernos, es que la violencia en relación
al niño se sitúa esencialmente en la estructura familiar por el hecho de ser
fundamentalmente represiva en relación a la sexualidad. El perverso pedófilo
sostiene que los padres - y, en primer lugar, el padre - abusan de sus hijos
y les violentan robándole su sexualidad, impidiéndoles hacer el amor y
obligándoles a no ser más que voyeurs del erotismo parental (cf. Le bon sexe
illustré de Tony Duvert).
Hay que denunciar igualmente otra
idea comúnmente extendida : la pedofília, contrariamente a lo que se dice, no
es para nada lo mismo que el incesto. Por supuesto hay casos de perversos
pedófilos que seducen también a sus propios hijos, pero estos casos son más
bien excepcionales. El padre incestuoso, el que tiene relaciones sexuales con
su hija o con su hijo, no es en regla general alguien que se excite con el
niño como tal. Lo que le interesa, lo que le crea problema, lo que le pone
fuera de si, es su propio hijo, su descendencia. De hecho, el padre
incestuoso es un sujeto que no soporta la paternidad (esta aversión, lo
mostrare más adelante, se opone radicalmente a la posición que defiende el
pedófilo). No solamente no la soporta sino que experimenta la necesidad
irresistible de mofarse de ella, de anularla de alguna manera revelando su
indignidad. Repito, es raro que un pedófilo abuse de sus propios hijos. Por
el contrario, los pedófilos que tienen niños son generalmente padres modelo o
se esfuerzan en serlo.
En efecto, contrariamente a los
padres incestuosos - que destruyen la paternidad -, los pedófilos tienen una
idea muy elevada de la paternidad. No es exagerado decir que la perversión
pedófila contiene una teoría compleja y sutil de la paternidad, y más
precisamente de la restauración de la función paterna. Esta tesis puede
parecer chocante y paradógica, sin embargo la convicción de ser el heraldo de
una verdadera reforma moral (cf.. "Les garçons" de Montherlant) es
la que empuja al pedófilo a entrar en conflicto con la familia, con la
sociedad y con las instituciones. Para él, los padres legales, limitados en
su papel de censores son por esencia incapaces de amar. El
"verdadero" amor paterno tiene que provenir por lo tanto de un
lugar diferente del de aquellos que están ligados al niño por lazos de
sangre. Como declara el Abad héroe de la pieza de Montherlant, La ciudad en
la que el príncipe es un niño, "Dios ha creado hombres más sensibles que
los padres, en relación a los niños que no son los suyos, y que son mal
amados".
Pero ¿ qué es un verdadero amor
paterno tal que el pedófilo lo concibe ? Es un amor pasional y sensual que se
sitúa en rivalidad profunda con el amor materno - como si la madre robara al
padre la parte erótica del amor que éste experimenta por el niño. Restaurar
la pasión de ser padre y hacer de ésta el modelo de la pasión amorosa, eso es
lo que está radicalmente en juego en la pedofília. Es la razón por la que el
pedófilo esta íntimamente persuadido de hacer el bien a los niños con los que
tiene relaciones amorosas o sexuales. También es por lo que está convencido
de ser mejor educador - mejor porque más verdadero - que el padre legal.
Replica las leyes y las costumbres familiares que castran a los padres antes
de castrar a los hijos, pues sólo puede estar a la altura de su función el
padre cuyo amor no retrocede ante la pasión. Una pasión que no rechaza ni
reprime lo que implica de sensualidad y de erotismo. Una pasión que exige la
reciprocidad porque cree saber que el niño mismo reclama esta sensualidad
paterna. En suma, el perverso pedófilo nos plantea el desafío de concebir la
función paterna como algo fundado sobre la idealización de la pulsión más que
sobre la idealización del deseo. En esta pasión, la iniciación al goce tiene
la más grande importancia. En efecto, como en toda perversión, el goce se
identifica aquí a la Ley. Se trata entonces de introducir al niño a la verdad
de la Ley y de hacerle descubrir la mentira fundadora de la familia y de la
normalidad social. Tony Duvert, que ya he citado, denuncia esta mentira como
la alianza de una maternidad incestuosa y de una paternidad pederasta cuyo
sexo se pretende ausente (cf.. Tony Duvert, Le bon sexe illustré, pp. 66-67).
Algunas palabras en fin sobre el
niño que es tomado como objeto elegido de la perversión pedófila. A veces se
ha evocado la idea de que el niño jugaría para el pedófilo el papel de un
fetiche. Es una idea que me parece interesante aunque no me parece exacta.
Hay que señalar - es un criterio decisivo para distinguir al pedófilo del
homosexual pederasta - que el pedófilo elige al niño pre-púber. Es una noción
muy difícil de manejar, sobre todo para el legislador o para el juez,
obligados a apoyarse sobre criterios "objetivos", como por ejemplo
la idea absurda de una edad en la que se fijaría lo que se llama la
"mayoría sexual". La pre-pubertad no se refiere ni a una edad ni a
una definición biológica o médica de la pubertad. Es una noción vaga, vaga
puesto que su objeto es confuso. En efecto, a lo que apunta la perversión
pedófila es al niño cuyo cuerpo o cuyo espíritu no han elegido aún
verdaderamente su sexo. Es el ángel o el angelote como se prefiera. Es el
niño aparentemente asexuado o sexuado de una manera indefinida, es el ser que
encarna en cierto modo el desmentido opuesto al reconocimiento de la
diferencia de sexos, y en quien el pedófilo discierne, por esta misma razón,
la dicha de una sexualidad completa, más amplia que la de los adultos. Esta
imprecisión de la sexuación del niño no tiene solamente la función de
sostener la defensa contra la homosexualidad, tan inherente a la pedofília
como a otras formas de perversión. Los pedófilos y los homosexuales se
horripilan mutuamente, es una dato bien conocido de la clínica. Pero, más
allá de esta función de defensa, la exigencia de que el niño sea elegido
antes de la manifestación de la pubertad significa que el pedófilo busca en
el niño que le atrae la encarnación del desmentido de la castración y de la
diferencia de sexos. El niño elegido por el pedófilo es el tercer sexo. O más
exactamente es el sexo que une, confundiéndolos, los polos opuestos de la
diferencia sexual. Esto es por lo que la atracción que experimenta el
pedófilo puede cristalizarse tanto sobre un rasgo de feminidad exquisita que
aparece en un joven muchacho como sobre la travesura de una chiquilla.
En todo caso, el psicoanálisis del
pedófilo permite poner en claro que, lo que el pedófilo busca encontrar y
hacer aparecer en la figura infantil elegida por su pasión es él mismo. No se
trata solamente de una búsqueda narcisista, ni de un proceso de
identificación imaginaria. Esta búsqueda frenética no se sitúa solamente a
nivel del yo y de sus imágenes especulares. Es el sujeto en tanto que tal el
que es llamado a revelarse. El sujeto, es decir lo que sólo es un vacío en la
cadena significante del discurso. El pedófilo llena este vacío provocando la
aparición de un niño que representa la encarnación de un sujeto natural más
que de un hijo del lenguaje, de un sujeto que seria virgen de la marca
significante, de un sujeto anterior a la castración simbólica. Ese es su
extravío fundamental. Ahí es donde se manifiesta hasta que punto él mismo se
ha quedado convertido en un eterno niño imaginario, atado a ser lo que podría
llenar la falta del deseo de su madre para que la beance del mismo no aparezca
nunca.
Para concluir estas reflexiones,
tomaré dos frases de Philippe Forest de un articulo publicado en el numero 59
de la revista L'Infini dedicada a "La cuestión pedófila". Ph.
Forest escribía "... la infancia no existe, es el sueño del pedófilo. El
pedófilo -yo lo imagino así - es precisamente el que cree en la infancia
(...). El la ve como el paraíso del que ha sido injustamente expulsado, el
lugar hacia el que tiene que volver, y en el que tiene que penetrar a
cualquier precio". Efectivamente, mi práctica del psicoanálisis con
sujetos pedófilos me permite confirmar que, para ellos, la infancia no es un
momento, una etapa transitoria de la vida, un tiempo destinado esencialmente
a terminarse, sino una especie de estado del ser que hay que restituir en una
temporalidad indefinida. En la lógica pedófila, el niño constituye el
desmentido opuesto a la división del sujeto : el "sujeto-niño"
encarna el mito de una completud natural en la cual el deseo y goce no están
separados. Por eso cada pedófilo está constantemente confrontado al drama de
ver al niño amado transformarse y abandonar este estado del cual se hace, él,
depositario. También es por eso por lo que, a pesar de su atractivo y
frecuentemente de su talento excepcional para la pedagogía, pienso con
François Regnault, que se puede definir al pedófilo como "el reverso del
pedagogo" (cf. L'Infini n° 59, p. 125). Puesto que el verdadero pedagogo
- ¿todavía los hay hoy en día? - es el que funda su práctica sobre la
suposición de que el deseo más fundamental del niño es el deseo de hacerse
mayor. Como escribe Hegel en sus Principios de filosofía del derecho (§ 175),
"la necesidad de ser educado existe en los niños tanto como el
sentimiento, que les es propio, de no estar satisfechos de lo que son. Es la
tendencia a pertenecer al mundo de los mayores que adivinan superior, el
deseo de hacerse mayor. La pedagogía del juego trata al elemento pueril como
algo que tendría un valor en si mismo, lo presenta a los niños como tal, y
menosprecia para ellos lo que es serio, y se deprecia ella misma en una forma
pueril poco valorada por lo niños. Representándolos como acabados en el
estado de inacabamiento en el que se sienten, esforzándose así en
contentarles, turba y altera su verdadera necesidad espontánea que es mucho
mejor" (citado por F. Regnault in op.cit.).
Instruidos por estas últimas
frases, nos toca interrogarnos sobre el sentido, que evocaba más arriba, de
la evolución contemporánea de nuestra sociedad. Este movimiento, que he
designado como "infantolatría" de la época, ¿ no corre el riesgo de
llevarnos hacia una forma de pedofília generalizada y triunfante? Esta
hipótesis podría en todo caso explicar las manifestaciones de horror y de
pánico que el pedófilo despierta hoy en día en nuestra sociedad. ¿ Este
horror no sería finalmente el horror ante la revelación de la significación
de nuestra propia idealización de la infancia ?
Serge André 14 de marzo de 1999
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