Conferencia pronunciada en el Colegio de Médicos de
Viena en 1904 (*)
UNA invitación de vuestro llorado presidente, el
profesor Von Reder, me permitió desarrollar ante vosotros, hace ya ocho años,
algunas consideraciones sobre la histeria.
Poco tiempo antes, en 1895, había publicado, en
colaboración con el doctor José Breuer, los Estudios sobre la histeria, y
basándome en los descubrimientos realizados por mi colaborador, había iniciado
la tentativa de introducir un nuevo tratamiento de la neurosis. La labor concretada
en aquellos Estudios no ha sido felizmente vana. Las ideas en ellos mantenidas
sobre la acción patógena de los traumas psíquicos a consecuencia de la
retención del afecto y la concepción de los síntomas histéricos como resultados
de una excitación transferida desde lo anímico a lo somático, ideas para las
cuales creamos los términos de «descarga por reacción» y «conversión», son hoy
generalmente conocidas y comprendidas. Ninguna descripción de la histeria -por
lo menos ninguna de las publicadas por autores de lengua alemana- deja ya de
tener en cuenta tales ideas, y su aceptación, por lo menos parcial, se ha
generalizado entre nuestros colegas. Pero a su aparición hubieron de provocar
singular extrañeza.
No puede decirse lo mismo del método terapéutico
propuesto simultáneamente a la exposición de tales teorías. Éste lucha aún por
ser aceptado. La causa de semejante desigualdad
puede buscarse en razones especiales. La técnica del nuevo método se hallaba
aún muy poco desarrollada al publicarse los Estudios sobre la histeria, privándome
así de dar en ellos, a los lectores médicos, las indicaciones que hubiesen podido
capacitarlos para llevar a cabo, por sí mismos y hasta el final, tal
tratamiento.
Pero, además de estos motivos particulares, han
actuado otros de carácter general.
Muchos médicos ven todavía en la Psicoterapia un
producto del misticismo moderno y la consideran anticientífica e indigna del
interés del investigador, comparada con nuestros medios curativos
fisicoquímicos, cuyo empleo se basa en descubrimientos fisiológicos. Vais a
permitirme que me constituya en defensor de la causa de la Psicoterapia y
señale a vuestros ojos lo que semejante opinión tiene de injusta y de errónea.
En primer lugar haré constar que la Psicoterapia no
es ningún método curativo moderno. Por el contrario, es la terapia más antigua
de la Medicina. En la instructiva Psicoterapia general, de Löwenfeld, podéis
leer cuáles fueron los métodos de la Medicina antigua y primitiva. En su
mayoría pertenecen a la Psicoterapia. Para alcanzar la curación de los enfermos
se provocaba en ellos un estado de «espera crédula», que todavía nos rinde
actualmente igual servicio. Tampoco después de haber descubierto los médicos
otros medios curativos han desaparecido nunca por completo del campo de la Medicina
las tendencias psicoterápicas.
En segundo lugar, he de advertiros que nosotros, los
médicos, no podemos prescindir de la Psicoterapia, por la sencilla razón de que
la otra parte interesada en el proceso curativo, o sea el enfermo, no tiene la
menor intención de renunciar a ella. Y conocéis las luminosas explicaciones que
sobre esta cuestión debemos a la escuela de Nancy (Liébault, Bernheim). Sin que
el médico se lo proponga, a todo tratamiento por él iniciado se agrega en el
acto, favoreciéndolo casi siempre, pero también, a veces, contrariándolo, un
factor dependiente de la disposición psíquica del enfermo.
Hemos aprendido a
aplicar a este hecho el concepto de «sugestión», y Moebius nos ha mostrado que
la inseguridad que reprochamos a muchos de nuestros métodos terapéuticos debe
ser atribuida precisamente a la acción perturbadora de este poderoso factor.
Así, pues, todos nosotros practicamos constantemente la Psicoterapia, aun en
aquellos casos en que no nos lo proponemos ni nos damos cuenta de ello. Pero el
abandonar así al arbitrio del enfermo, en vuestra actuación sobre él, el factor
psíquico, tiene el grave inconveniente de que dicho factor escapa a vuestra
vigilancia, sin que podáis dosificarlo ni incrementar su intensidad. ¿No será
entonces una aspiración injustificada del médico la de apoderarse de este
factor, servirse de él intencionadamente, guiarlo e intensificarlo?
Pues esto y sólo esto es lo que os propone la
psicoterapia científica.
En tercer lugar, habré de recordaros el hecho
generalmente conocido de que ciertas enfermedades, y muy especialmente las
psiconeurosis, resultan mucho más asequibles a las influencias psíquicas que a
ninguna otra medicación. Según un dicho muy antiguo, lo que cura estas
enfermedades no es la medicina, sino el médico, o sea la personalidad del
médico, en cuanto el mismo ejerce, por medio de ella, un influjo psíquico. Sé
muy bien que entre vosotros goza de gran favor aquella teoría a la que Vischer
ha dado una expresión clásica en su parodia del Fausto goethiano:
Ich weiß, das Physikalische
wirkt öfters aufs Moralische
Sobre la moral, lo físico
en toda ocasión influye.
Pero ¿no habrá de ser mucho más adecuado y posible
influir sobre la moral de un hombre con medios morales, o sea psíquicos? La
Psicoterapia nos ofrece procedimientos y caminos muy diferentes. Cualquiera de
ellos que nos conduzca al fin propuesto, a la curación del enfermo, será bueno.
Las promesas de mejoría que prodigamos consoladoramente a los enfermos
corresponden ya a uno de los métodos psicoterápicos. Pero al ahondar en la
esencia de las neurosis no hemos hallado nada que nos obligue a limitarnos a
semejante consuelo y hemos desarrollado las técnicas de la sugestión hipnótica
y las de la Psicoterapia por distracción y entretenimiento y por provocación de
afectos favorables. Todas ellas me parecen estimables y las emplearía en circunstancias
apropiadas. Si, en realidad, me he limitado a un único método, al que Breuer
denominó «catártico» y yo prefiero Ilamar «analítico», ha sido tan sólo por
razones subjetivas. A consecuencia de mi participación en la génesis de esta
terapia me siento personalmente obligado a consagrarme a su investigación y al perfeccionamiento
de su técnica. Puedo afirmar que la Psicoterapia analítica es la más poderosa,
la de más amplio alcance y la que consigue una mayor transformación del enfermo.
Abandonando por un momento el punto de vista terapéutico puedo afirmar también
que es la más interesante y la única que nos instruye sobre la génesis y la conexión
de los fenómenos patológicos. Por la visión que nos procura del mecanismo de la
enfermedad anímica, es también la única que puede conducirnos más allá de sus propios
límites e indicarnos el camino de otras formas de influjo terapéutico.
Con relación a este método psicoterápico, catártico
o analítico, vais a permitirme que rectifique algunos errores y exponga algunas
aclaraciones:
a) He observado que este método es confundido
frecuentemente con el tratamiento por sugestión hipnótica, pues, entre otras
cosas, algunos colegas que no suelen considerarme, en general, como su hombre
de confianza, me envían a veces enfermos -enfermos refractarios, naturalmente-,
con el encargo de que los hipnotice. Ahora bien: hace casi ocho años que no
empleo ya el hipnotismo para fines terapéuticos (salvo en algunos ensayos
aislados), y, por tanto, suelo devolver tales envíos con el consejo de que quienes
confían en la terapia hipnótica deben practicarla por sí mismos. En realidad, entre
la técnica sugestiva y la analítica existe una máxima oposición, aquella misma oposición
que respecto a las artes encerró Leonardo da Vinci en las fórmulas per via di porre
y per via di levare. La pintura, dice Leonardo, opera per via di porre, esto
es, va poniendo colores donde antes no los había sobre el blanco lienzo. En cambio,
la escultura procede per via di levare, quitando de la piedra la masa que
encubre la superficie de la estatua en ella contenida. Idénticamente, la
técnica sugestiva actúa per via di porre; no se preocupa del origen, la fuerza
y el sentido de los síntomas patológicos, sino que les sobrepone algo -la
sugestión- que supone ha de ser lo bastante fuerte para impedir la
exteriorización de la idea patógena. En cambio, la terapia analítica no quiere
agregar nada, no quiere introducir nada nuevo, sino por el contrario quitar y extraer
algo, y con este fin se preocupa de la génesis de los síntomas patológicos y de
las conexiones de la idea patógena que se propone hacer desaparecer. Esta
investigación nos ha procurado importantes conocimientos. Por mi parte renuncié
tempranamente a la técnica sugestiva, y con ella a la hipnosis, porque dudaba
mucho que la sugestión tuviera fuerza y persistencia suficientes para
garantizar una curación duradera. En todos los casos graves vi desvanecerse
pronto la sugestión sobrepuesta y reaparecer la enfermedad o una sustitución
equivalente. Además, esta técnica tiene el inconveniente de ocultarnos el
funcionamiento de las fuerzas psíquicas, no dejándonos reconocer, por ejemplo,
la resistencia, con la cual se aferran los enfermos a su enfermedad y se
rebelan contra la curación, factor que es precisamente el único que puede
facilitarnos la comprensión de su conducta en la vida.
b) También me parece muy difundido entre mis
colegas el error de creer que la técnica de la investigación de los agentes
patológicos y la supresión de los síntomas por dicha investigación son cosas
fáciles y naturales. Sólo así puedo explicarme que ninguno de los muchos
colegas a quienes interesa mi terapia y opina resueltamente sobre ella me haya
pedido nunca información sobre la forma de aplicarla. Alguna vez he oído
también con asombro que en tal o cual sala del hospital el médico director
había encargado a uno de sus jóvenes ayudantes el «psicoanálisis» de un
histérico. Tengo la seguridad de que si se tratase del análisis de un tumor
extirpado a un enfermo, el mismo médico director no lo encargaría a un ayudante
al que no supiera perfectamente impuesto en la técnica histológica. Por último,
llega también a mí de cuando en cuando la noticia de que algún colega está
sometiendo a uno de sus pacientes a una cura psíquica, y como me consta que
ignora en absoluto la técnica de tal cura, he de suponer que confía en que el
enfermo le revele espontáneamente sus secretos o busca la salvación en una especie
de confesión o confidencia. No me extrañaría nada que semejante tratamiento
dañase al enfermo en lugar de beneficiarle. El instrumento anímico no es nada
fácil de tañer. En estos casos, recuerdo siempre las palabras de un neurótico
famoso en todo el mundo, pero que nunca fue tratado por ningún médico, pues
sólo vivió en la imaginación de un poeta. Me refiero al príncipe Hamlet, de
Dinamarca. El rey ha enviado junto a él a dos cortesanos para sondearle y
arrancarle el secreto de su melancolía. Hamlet los rechaza. En este punto,
traen a escena unas flautas. Hamlet toma una y se la tiende a uno de los inoportunos,
invitándole a tañerla. El cortesano se excusa, alegando su completa ignorancia
de aquel arte, y Hamlet exclama: «Pues mira tú en qué opinión más baja me tienes.
Tú me quieres tocar, presumes conocer mis registros, pretendes extraer lo más íntimo
de mis secretos, quieres hacer que suene desde el más grave al más agudo de mis
tonos; y ve aquí este pequeño órgano, capaz de excelentes voces y de armonía,
que tú no puedes hacer sonar. ¿O juzgas que se me tañe a mí con más facilidad
que una flauta? No; dame el nombre del instrumento que quieras; por más que lo
manejes y te fatigues, jamás conseguirás hacerle producir el menor sonido.»
(Acto III, escena 2ª.)
c) Por
algunas de mis observaciones habréis podido ya adivinar que la cura analítica
entraña ciertas particularidades, por las que dista mucho de ser una terapia ideal.
Tuto, cito, jucunde; la investigación y la rebusca en que se basa no auguran ciertamente
una rápida obtención del fin curativo, y la mención de la resistencia os habrá hecho
sospechar la emergencia de dificultades poco gratas en el curso del
tratamiento.
Efectivamente, el tratamiento psicoanalítico
plantea grandes exigencias, tanto al enfermo como al médico. Para el enfermo se
hace demasiado largo y, en consecuencia, muy costoso, aparte del sacrificio que
ha de suponerle comunicar con plena sinceridad cosas que preferiría silenciar.
Para el médico a más de la prolongada labor que ha de dedicar a cada paciente,
resulta harto trabajoso, por técnica especialísima que ha de aprender a
aplicar. Por mi parte no tendría nada que oponer al empleo de procedimientos terapéuticos
más cómodos, siempre que con ellos se obtuvieran también resultados positivos.
Pero mientras que un tratamiento penoso y largo cure mejor que otro sencillo y
breve, habremos de preferir siempre el primero, no obstante sus inconvenientes.
Así, la moderna terapia del lupus es, desde luego, mucho más incómoda y costosa
que los antiguos raspados y cauterios, y, sin embargo, significa un gran
progreso, pues obtiene la curación radical. Sin que ello suponga extremar la
comparación, puede afirmarse que el método psicoanalítico tiene también derecho
a igual privilegio. Hasta ahora sólo he podido desarrollarlo y contrastarlo en
casos muy graves, en enfermos que habían pasado años enteros recluidos en un
sanatorio y habían probado ya todos los procedimientos terapéuticos, sin
encontrar alivio. No puedo, por tanto, precisar aún la acción de mi terapia en
aquellas otras enfermedades menos graves, de emergencia episódica, que vemos
desaparecer bajo los más diversos influjos o incluso espontáneamente. La
terapia analítica ha sido creada para enfermos prolongadamente incapacitados
para la vida, se ha ido perfeccionando en su tratamiento, y su mayor triunfo ha
sido devolver a un número muy satisfactorio de estos enfermos su plena
capacidad. Ante estos resultados, todo esfuerzo ha de aparecer pequeño.
d) Las numerosas dificultades prácticas con las que
ha tropezado mi actividad me impiden daros ya una relación definitiva de las
indicaciones y contraindicaciones del tratamiento analítico. Convendrá, sin
embargo, aclarar algunos puntos:
1. No debemos atender tan sólo a la enfermedad,
sino también al valor individual del sujeto, y habremos de rechazar a aquellos
enfermos que no posean un cierto nivel cultural y condiciones de carácter en
las que podamos confiar hasta cierto punto. No debe olvidarse que también hay
hombres sanos carentes de todo valor, y que siempre nos inclinamos demasiado a
atribuir su inferioridad a la enfermedad en cuanto hallamos en ellos algún
signo de neurosis. A mi juicio, la neurosis no implica necesariamente la «degeneración»,
aunque no sea nada raro encontrarla coexistiendo con fenómenos de degeneración
en el mismo individuo. Pero la Psicoterapia analítica no es un tratamiento de
la degeneración neurótica, que, por el contrario, pone un límite a su eficacia.
Tampoco es aplicable a personas que al someterse a
tratamiento, no lo hagan espontáneamente, sino por imposición de sus
familiares. Más adelante nos ocuparemos de otra condición capital para la
aplicación del tratamiento psicoanalítico: la de que el sujeto sea aún
susceptible de educación.
2. Si queremos avanzar seguramente, habremos de
limitar nuestra elección a personas capaces de un estado normal, pues el
procedimiento psicoanalítico tiene en él su punto de partida para llegar a
apoderarse de lo patológico. Las psicosis y los estados de confusión mental y
de melancolía profunda (pudiéramos decir tóxica) contraindican así la
aplicación del psicoanálisis, por lo menos tal y como hoy se practica. De todos
modos, no creo imposible que una vez adecuadamente modificado el método
analítico quede superada esta contraindicación y pueda crear una psicoterapia
de las psicosis.
3. La edad de los enfermos desempeña también un
papel en su selección para el tratamiento analítico, pues en primer lugar las
personas próximas a los cincuenta años suelen carecer de la plasticidad de los
procesos anímicos, con la cual cuenta la terapia -los viejos no ya educables-,
y en segundo, la acumulación de material psíquico prolongaría excesivamente el
análisis. El límite opuesto sólo individualmente puede determinarse; los
individuos muy jóvenes, impúberes aún, son a veces muy asequibles a la
influencia analítica.
4. No se acudirá tampoco al psicoanálisis cuando se
trate de la rápida supresión de fenómenos amenazadores; por ejemplo, en una
anorexia histérica.
Ante esta serie de contraindicaciones pensaréis
quizá que el campo de aplicación del psicoanálisis es extraordinariamente
limitado. Quedan, no obstante, formas y casos patológicos más que suficientes
en los que contrastar nuestra terapia; todas las formas crónicas de histeria,
el amplio sector de los estados obsesivos, las abulias y otras perturbaciones
análogas.
Consignaremos, por último, con satisfacción que la
eficacia y la rapidez de nuestra terapia crecen en razón directa del valor
individual del sujeto y de su nivel moral e intelectual.
e) Queréis seguramente preguntarme si la aplicación
del psicoanálisis no puede causar algún daño a los pacientes. Puedo afirmaros
que una cura analítica desarrollada por un médico perito en la técnica del
análisis no supone peligro alguno para el enfermo, y espero que otorguéis a
nuestra terapia la misma benevolencia crítica que en general estáis dispuestos
a conceder a otros métodos terapéuticos. Sólo pueden juzgarla de otro modo
aquellos profanos que acostumbran imputar al tratamiento cuantos fenómenos surgen
en un caso patológico. No hace mucho tiempo existía aún un prejuicio semejante contra
los balnearios. Algún enfermo a quien se aconsejaba visitar un establecimiento
de este orden se resistía, alegando que un conocido suyo había ido a un
balneario en busca de la curación de un ligero padecimiento nervioso y se había
vuelto loco en el curso del tratamiento hidroterápico. Como adivinaréis, se
trataba de casos incipientes de parálisis general, que en su estadio inicial
podían ser enviados a un balneario y que siguieron en él su curso fatal hasta
la demencia manifiesta. Mas, para los profanos, la culpa de aquella agravación
no podía ser sino el agua. Tampoco los médicos se muestran libres de estos
prejuicios cuando se trata de métodos nuevos. En una ocasión emprendí la cura psicoterápica
de una mujer que había pasado gran parte de su vida en alternativas de manía y
melancolía, haciéndome cargo de la enferma al final de una fase de melancolía. Durante
dos semanas pareció mejorar, pero a la tercera se inició una nueva fase de manía.
Tratábase, seguramente, de una modificación espontánea del cuadro patológico, pues
quince días son un plazo muy corto para que el psicoanálisis comience a
producir algún efecto; pero el ilustre médico -ya fallecido- que asistía
conmigo a la enferma no pudo retener su opinión de que aquella «agravación» era
imputable a la Psicoterapia.
Estoy seguro de que en otras circunstancias hubiera
demostrado mejor sentido crítico.
f) Para terminar he de decirme que no es justo
venir reteniendo ya tanto tiempo vuestra atención en favor de la Psicoterapia
analítica sin explicaros en qué consiste semejante tratamiento y en qué se
funda. Claro es que la brevedad a que estoy forzado no me permite daros más que
ligeras indicaciones. Así, pues, os diré que nuestra terapia se funda en el
conocimiento de que las representaciones inconscientes -o mejor dicho, la naturaleza
inconsciente de ciertos procesos anímicos- es la causa primera de los síntomas
patológicos. Compartimos esta convicción con la escuela francesa (Janet), que refiere
el síntoma histérico a la «idea fija» inconsciente. Pero no temáis que por este
camino nos adentremos en el sector más oscuro de la Filosofía. Nuestro
inconsciente no es el mismo que el de los filósofos, y, además, la mayoría de
los filósofos no quiere saber nada de «lo psíquico inconsciente». Pero si os
colocáis en nuestro punto de vista, advertiréis en seguida que la traducción a
lo consciente del material inconsciente dado en la vida anímica del enfermo
tiene que corregir su desviación de lo normal y destruir la coerción que pesa
sobre su vida psíquica. La voluntad consciente no alcanza más allá de los
procesos psíquicos conscientes, y toda coerción psíquica se funda en el
psiquismo inconsciente. Tampoco habréis de temer que la conmoción producida por
la entrada de lo inconsciente en la consciencia perjudique al sujeto, pues ya
teóricamente puede demostrarse que la acción somática y psíquica de los
impulsos anímicos hechos conscientes no puede ser nunca tan fuerte como la de
los inconscientes. Sabido es que el dominio de todos nuestros impulsos lo
conseguimos haciendo actuar sobre ellos nuestras funciones psíquicas más altas,
dotadas de consciencia.
Pero también podéis elegir otro punto de vista para
la comprensión del tratamiento psicoanalítico. El descubrimiento y la
traducción de lo inconsciente se lleva a cabo contra una continua «resistencia»
del enfermo. La emergencia de lo inconsciente va enlazada a sensaciones de
displacer, a causa de las cuales es rechazado siempre de nuevo. En este
conflicto que se desarrolla en la vida anímica del enfermo interviene el médico.
Si consigue llevar al enfermo a aceptar algo que hasta entonces había rechazado
(reprimido) a consecuencia de la regulación automática determinada por el
displacer, habrá logrado llevar a buen término una parte importante de labor
educativa. Ya el hecho de mover a madrugar a un individuo que sólo a disgusto
abandonaba el lecho es una labor educativa. Pues bien: el tratamiento
psicoanalítico puede ser considerado como una segunda educación, encaminada al
vencimiento de las resistencias internas. En los nerviosos, la necesidad de
esta segunda educación se hace sentir especialmente en cuanto al elemento
anímico de su vida sexual. En ningún lado han producido la civilización y la
educación daños tan graves como en este sector, en el cual hallamos las etiologías
principales de la neurosis. El otro elemento etiológico, la aportación constitucional,
nos es dado como algo inmutable y fatal. Surge aquí una condición importantísima
para el médico. Ha de poseer un alto nivel moral y haber vencido en sí mismo
aquella mezcla de salacidad y mojigatería, con la cual acostumbran enfrentarse muchas
personas con los problemas sexuales.
Surge aquí una nueva observación. Sé que mi
acentuación del papel de la sexualidad en la génesis de las neurosis se ha
difundido en círculos muy amplios. Pero también sé que las restricciones y la
minuciosidad sirven de poco con el gran público. La multitud tiene poco sitio
en la memoria y no conserva de las afirmaciones más que su nódulo, creándose
extremos fácilmente visibles. También algunos médicos creen que mi teoría
refiere en último término las neurosis a la privación sexual. No falta
ciertamente tal privación de las condiciones de vida de nuestra sociedad. Dada
semejante premisa, lo inmediato sería eludir el penoso rodeo a través de la
cura psíquica y buscar directamente la curación, recomendando al enfermo, como
medicina, la actividad sexual. Si esta deducción fuera exacta, no veo nada que
pudiera detenerme de hacer al paciente tal recomendación. Pero la cuestión es
muy distinta. La privación sexual es tan sólo uno de los factores que
intervienen en el mecanismo de la neurosis. Si fuera el único, la consecuencia
no sería la enfermedad, sino el desenfreno sexual.
El otro factor, igualmente imprescindible y que se
suele olvidar demasiado fácilmente, es la repugnancia sexual de los neuróticos,
su incapacidad de amar, aquel rasgo psíquico al que hemos dado el nombre de
«represión». Sólo del conflicto entre ambas tendencias surge la enfermedad
neurótica y, por tanto, la libre actividad sexual sólo en muy contados casos
puede ser recomendable en las psiconeurosis.
Para terminar, habréis de permitirme unas palabras
de defensa. Queremos esperar que vuestro interés por el psicoanálisis,
despojado de todo prejuicio hostil, nos apoyará en la labor de conseguir
también resultados positivos en el tratamiento de casos graves de
psiconeurosis.
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