I
En el patio del hospital hay un pequeño pabellón
rodeado de un verdadero bosque de cardos, ortigas y cáñamo silvestre. Su
techumbre está oxidada, la chimenea medio caída, los escalones de la entrada se
hallan podridos y cubiertos de hierba, y del yeso del enlucido no quedan más
que las huellas. Su fachada da al hospital, y por la parte trasera empieza el
campo, del que lo separa una valla gris coronada de clavos. Estos clavos, con
las puntas hacia arriba, la valla y el propio pabellón tienen ese aspecto
particular, triste y repulsivo, que en nuestro país sólo se encuentra en los
hospitales y las cárceles.
Si no teméis que os piquen las ortigas, sigamos el
estrecho sendero que lleva al pabellón y veremos qué pasa dentro. Abrimos la
primera puerta y pasamos al zaguán. Aquí, junto a la pared y la estufa, hay
verdaderas montañas de trastos y ropas. Colchonetas, viejas batas hechas un
guiñapo, pantalones, camisas a rayas azules, zapatos rotos que no sirven para
nada: todos estos harapos están amontonados, arrugados, revueltos, medio
podridos, y de ellos emana un olor pestilente.
Sobre esta basura se halla siempre tumbado, con la
pipa entre los dientes, el loquero Nikita, viejo soldado licenciado de galones
descoloridos. Su cara es dura, de hombre aficionado a la bebida, de cejas
arqueadas, que le infunden el aspecto de mastín de la estepa, y de nariz roja;
es más bien bajo, enjuto y nervudo, pero su aspecto impone y posee unos puños
enormes. Pertenece al género de personas simples, cumplidoras de su deber y
obtusas que ponen por encima de todo el orden y que por eso están convencidas
de que hay que emplear los puños. Pega en la cara, en el pecho, en la espalda,
en cualquier sitio, y tiene la seguridad de que de otro modo no mantendría
aquello en orden.
Luego entraréis en una pieza grande, muy espaciosa,
que ocupa todo el pabellón, a excepción del zaguán. Las paredes están pintadas
de un color azul sucio y el techo se encuentra ennegrecido como una de esas
isbas que carecen de chimenea: se ve que en invierno encienden la estufa y que
ésta despide mucho humo. Las ventanas están protegidas por la parte de dentro
con barrotes de hierro. El suelo es gris y sus tablas abundan en astillas.
Apesta a col agria, ahumo de la mecha de la lámpara, a chinches y a amoníaco, y
este olor nauseabundo os produce en el primer momento la impresión de haber
entrado en una jaula de fieras.
En la habitación hay varias
camas sujetas al suelo. En ellas permanecen sentados o
tumbados unos hombres envueltos en azules batas hospitalarias y tocados con
unos gorros de dormir como los que se usaban en otros tiempos. Son locos.
En total son cinco. Sólo uno de ellos es de origen
noble; los demás son menestrales. El primero conforme se entra es un hombre
alto y flaco, de bigote rojizo y brillante y ojos llorosos; está sentado, con
la cabeza apoyada en las manos y la mirada fija en el vacío. Pasa los días y
las noches sumido en la tristeza, meneando la cabeza, suspirando y sonriendo
amargamente; en muy contadas ocasiones interviene en la conversación y de
ordinario no contesta a las preguntas. Come y bebe maquinalmente, cuando le dan.
A juzgar por la tos que le desgarra el pecho, lo flaco que está y el color de
las mejillas, tiene comienzos de tisis.
Sigue un viejo pequeño muy vivaracho que no cesa de
moverse, de barbita en punta y un pelo oscuro y crespo como el de un negro.
El día se lo pasa yendo y viniendo de una ventana a
otra, o bien permanece sentado en su camastro con las piernas recogidas a la
manera de los turcos, silbando como un pinzón, cantando a media voz y riendo
con una risita suave. Su alegría infantil y vivo carácter se manifiestan
también por la noche, cuando se levanta para rezar, es decir, para darse golpes
de pecho y hurgar en la puerta. Es el judío Moiseika, un
imbécil que perdió
la razón hace veinte años, cuando un incendio acabó
con su taller de sombrerería.
Es el único habitante de la sala número seis a quien
se le permite salir del pabellón y hasta del patio del hospital, a la calle. Es
un privilegio que disfruta desde
hace mucho, probablemente en
consideración al tiempo que lleva recluido y porque es un tonto tranquilo e
inofensivo, el hazmerreír de la ciudad, a quien todos están acostumbrados a ver
en las calles rodeado de chicos y perros. Con su bata y su ridículo gorro, en
zapatillas, a veces descalzo y hasta sin pantalones, va y viene, deteniéndose en
las puertas de las tiendas y pidiendo limosna. En un sitio le dan un mendrugo,
en otro un kópek; así que, cuando vuelve al pabellón, suele hacerlo con el
estómago lleno y rico. Todo cuanto trae se lo arrebata Nikita. El soldado lo
hace brutalmente, con gran celo, dando vuelta a los bolsillos y poniendo a Dios
por testigo de que no volverá a dejar salir al judío, mientras asegura que para
él no hay en el mundo cosa peor que el desorden.
A Moiseika le gusta hacer favores. Da agua a sus
compañeros, los tapa cuando duermen, les promete traer un kópek a cada uno
cuando salga a la calle y coserles gorros nuevos. También da de comer a su
vecino de la izquierda, que es paralítico. Y hace todo esto no por compasión ni
por consideraciones de índole humanitaria, sino por imitar a Grómov, su vecino
de la derecha, al que se somete sin él mismo darse cuenta.
Iván Dmítrich Grómov, un hombre de treinta y tres años
de origen noble, antiguo ujier del juzgado y secretario provincial, sufre manía
persecutoria. O permanece tumbado en la cama, hecho un ovillo, o va de un
rincón a otro como si hiciese un paseo higiénico; rara
vez se queda
sentado. Siempre se muestra excitado, inquieto, en una tensión
como si esperase algo confuso e indefinido. Basta el más pequeño rumor en el
zaguán o un grito en el patio para que levante la cabeza y quede alerta:
¿vienen por él?, ¿lo buscan? Y en estos instantes su cara refleja gran
inquietud y miedo.
A mí me agrada su cara ancha de grandes pómulos,
siempre pálida y desgraciada, espejo de un alma atormentada por la lucha y un
miedo que nunca le abandona. Sus muecas son extrañas y morbosas, pero sus finos
rasgos, que el profundo y sincero sufrimiento ha dejado
en su semblante,
denotan inteligencia, y en sus ojos se advierte un brillo cariñoso y
sano. Me agrada él mismo; es cortés, servicial y extraordinariamente delicado
en el trato con todos, a excepción de Nikita. Cuando a alguien se le cae un
botón o la cuchara, él se levanta al instante de la cama y se lo entrega. Todas
las mañanas da los buenos días a sus compañeros y al acostarse les desea una
buena noche.
Además de la tensión permanente y de las muecas, su
locura tiene otra forma de manifestarse. A veces, al hacerse de noche, se
envuelve en su bata y, temblando y castañeteando los dientes, empieza a caminar
con paso rápido de un rincón a otro y entre las camas. Es como si tuviera una
fuerte calentura. Por el modo como se detiene de súbito y contempla a sus
compañeros, se ve que quiere decirles algo muy importante, mas, al parecer, pensando
que no le escucharán o no le entenderán, sacude impaciente la cabeza y sigue
andando. Pero pronto el deseo de hablar se hace más fuerte y da rienda suelta a
la lengua; habla con calor, apasionadamente. Su discurso es desordenado, febril
como un delirio; no siempre se comprende lo que dice, mas, aun así, en él se
percibe, en las palabras y en la voz, algo extraordinariamente bondadoso.
Cuando habla, uno ve en él al loco y al hombre. Es difícil llevar al papel sus
desvaríos. Habla de la vileza humana, de la violencia que pisotea la justicia,
de la hermosa vida que con el tiempo reinará en la tierra, de los barrotes y de
las ventanas, que a cada instante le recuerdan la cerrazón y crueldad de los
opresores. Resulta un desordenado revoltijo de cosas viejas, pero no caducas.
II
El funcionario
Grómov, hace doce o
quince años, vivía con su familia en la ciudad, en casa propia situada
en la calle principal. Tenía dos hijos: Serguei e Iván. Cuando estudiaba en el
cuarto curso, Serguei enfermó de tisis galopante y murió. Esto fue el comienzo
de toda una serie de calamidades que cayeron súbitamente sobre la familia de
los Grómov. A la semana de haber sido enterrado Serguei, el viejo padre fue
procesado por desfalco y malversación de fondos, y no tardó en morir en la
enfermería de la cárcel, donde había contraído el tifus. La casa y cuanto en
ella había fue vendido en almoneda; Iván Dmítrich y su madre quedaron sin el
menor recurso.
Antes, en vida del padre, Iván Dmítrich vivía en
Petersburgo, estudiaba en la
Universidad, recibía todos los meses sesenta o setenta rublos y no sabía
lo que eran las necesidades; ahora tuvo que cambiar por completo de vida. De la
mañana a la noche se veía obligado a dar clases muy mal pagadas y a hacer
copias, a pesar de lo cual pasaba hambre, pues cuanto ganaba lo mandaba a su
madre. Iván Dmítrich no lo resistió, perdió los ánimos, su salud decayó y,
abandonando los estudios, se fue a su casa. Allí, en la pequeña ciudad, merced
a recomendaciones obtuvo una plaza de maestro. Pero no congenió con sus
compañeros, no le agradaron los alumnos y pronto presentó la renuncia. Murió su
madre. El anduvo medio año cesante, sin más alimento que pan y agua, hasta que
entró como ujier del juzgado, cargo que ocupó hasta que fue dado de baja por
enfermedad.
Nunca, ni aun en los años de estudiante, dio la
sensación de ser un hombre sano. Siempre estuvo pálido, delgado, y se resfriaba
fácilmente. Una copa de vino le producía mareos y ataques de histerismo.
Buscaba la sociedad, pero su carácter irritable y sus recelos le impedían
intimar con nadie y carecía de amigos. De la gente de la ciudad hablaba siempre
con desprecio, diciendo que su torpe ignorancia y su soporífera vida de
animales eran algo infame y repulsivo. Hablaba con voz de tenor, alta y
apasionada, descontenta e indignada, o con entusiasmo y asombro, y siempre era
sincero. Cualquiera que fuese el tema, siempre llegaba a una conclusión: la
vida en la ciudad era agobiante y aburrida; la sociedad carecía de intereses
elevados; era una vida absurda y oscura en la que los únicos elementos que
contribuían a darle variedad eran la violencia, la grosera corrupción y la
hipocresía. Los miserables estaban hartos y bien vestidos, mientras que los
hombres honrados se alimentaban de migajas. Hacían falta escuelas, un
periódico local con una
orientación honesta, un teatro, conferencias públicas, cohesión de los
intelectuales. En sus juicios sobre la gente empleaba grandes pinceladas de
blanco y negro, sin admitir ningún otro matiz: la humanidad se dividía, para
él, en honrados y canallas, sin nada intermedio. De las mujeres y el amor
hablaba siempre apasionadamente, con entusiasmo, pero ni una vez siquiera
estuvo enamorado.
En la ciudad, a pesar de la dureza de sus juicios y su
nerviosismo, le querían, y cuando él no estaba presente lo llamaban con el
cariñoso diminutivo de Vania. Su innata delicadeza, su espíritu servicial, su
decoro y pureza moral, su raída levita, su aspecto enfermizo y sus desgracias
familiares despertaban un sentimiento bueno, cariñoso y triste; además, era
culto y había leído mucho, lo creían al tanto de todo y en la ciudad era a modo
de un viviente diccionario de consulta.
Leía muchísimo. Se pasaba largas horas en el club,
acariciándose nervioso la barbita y hojeando revistas y libros; por la cara se
veía que no leía, sino que devoraba, sin tiempo casi de masticar. Hay que
suponer que la lectura era para él una costumbre morbosa, puesto que se lanzaba
con igual avidez sobre todo lo que le venía a mano, hasta sobre periódicos y
calendarios de años anteriores. En casa siempre leía tumbado.
Una mañana de otoño, con el cuello del abrigo subido y
chapoteando por el barro, Iván Dmítrich se dirigía por callejones y patios
traseros a la casa de un menestral, donde había de hacer efectiva cierta
ejecutoria. Estaba de un humor sombrío, como todas las mañanas. En uno de los
callejones se tropezó con dos presos, cargados de cadenas, que conducían cuatro
soldados armados con sus fusiles. Muy a menudo se había encontrado antes con
presos, que siempre despertaban en él sentimientos de piedad y desazón, pero
esta vez le produjeron una impresión particular y extraña. Le pareció que
también a él podían cargarlo de cadenas y conducirlo por entre el barro a la
cárcel. Después de despachar con el menestral, de vuelta a casa, se encontró
cerca de Correos con un inspector de policía casi amigo, quien le saludó y
siguió con él unos pasos. Esto le pareció sospechoso. Ya en casa, en todo el
día no se le fueron de la cabeza los presos y los soldados con los fusiles; una
incomprensible inquietud espiritual le impedía concentrarse en la lectura. A la
caída de la tarde no encendió el quinqué en su cuarto y la noche la pasó en
vela, pensando que podían detenerlo, cargarlo de cadenas y meterlo en la
cárcel. Se sabía inocente y podía asegurar que en el futuro nunca mataría a
nadie, no quemaría ni robaría nada; pero ¿acaso era tan difícil cometer un
delito de manera casual, sin intención? ¿No era posible la calumnia, un error
judicial, en fin? No en vano la secular experiencia del pueblo dice que nadie
está asegurado contra el riesgo e cargar con las alforjas del mendigo o de ir a
la cárcel. Y el error judicial, con el actual sistema de administración de
justicia, era muy posible, no era nada extraordinario. Quienes en razón de su
cargo deben tratar con los sufrimientos
ajenos, por ejemplo,
los jueces, los policías y los médicos, con el tiempo,
por la fuerza de la costumbre, se insensibilizan hasta tal extremo que, aunque
lo quisieran, no pueden mirar a sus clientes más que de un modo formal; por
otra parte, no se diferencian en nada del mujik que, en el corral, degüella
carneros y becerros sin reparar en la sangre. Con esa actitud formal e
insensible hacia la persona, para desposeer a un inocente de todos sus derechos
y bienes y condenarlo a presidio, el juez no necesita más que una cosa: tiempo.
Sólo tiempo para observar ciertas formalidades, por lo cual le abonaban su
sueldo, y luego todo había terminado.
¿Quién iba a buscar justicia y defensa en aquel sucio
villorrio, a doscientas verstas del ferrocarril? ¿Y no era ridículo pensar en
la justicia cuando cualquier proceder violento era acogido por la sociedad como
razonable y conveniente, y cualquier acto de piedad, por ejemplo, una sentencia
absolutoria, provocaba una verdadera explosión de vengativos sentimientos de
descontento?
Por la mañana, Iván Dmítrich se levantó horrorizado,
con la frente cubierta de un sudor frío y convencido ya de que en cualquier
momento podían llevárselo preso. Si las penosas ideas de la víspera tardaban
tanto en abandonarle -pensaba-, era porque en ellas había cierta dosis de
verdad. En efecto, no podían venirle a la cabeza sin razón alguna.
Un guardia municipal pasó lentamente por delante de su
ventana. Sus motivos tendría. Dos hombres se detuvieron en silencio frente a la
casa. ¿Por qué callaban?
Y para Iván Dmítrich llegaron unos días y noches
horribles. Todos cuantos pasaban por delante de sus ventanas y entraban al
patio le parecían soplones y polizontes. Hacia el mediodía solía pasar el jefe
de la policía, que en su carruaje, tirado por dos caballos, se dirigía desde su
hacienda de las afueras de la ciudad a sus oficinas; pero Iván Dmítrich creía
cada vez que iba demasiado de prisa y con una expresión particular: seguramente
iba a anunciar que en la ciudad había aparecido un delincuente de singular
importancia. Iván Dmítrich se estremecía a cada llamada en la puerta,
angustiado, cuando el ama de la casa recibía a una persona nueva; al
encontrarse con los policías y gendarmes, sonreía y silbaba para dar muestras
de indiferencia. Pasaba las noches sin pegar ojo, esperando que vinieran a
detenerlo, pero suspiraba y hacía como que roncaba para que la dueña creyese
que dormía; porque, si no dormía, era que le remordía la conciencia. ¡Qué indicio!
Los hechos y la lógica sensata le llevaban a la convicción de que todos estos
temores eran un absurdo, una psicopatía, que en realidad, bien miradas las
cosas, la detención y la cárcel no tenían nada que ver cuando la conciencia de
uno estaba tranquila; pero cuanto más lógicos eran sus razonamientos, mayor y
más dolorosa era su inquietud espiritual. Era como si un ermitaño quisiera
despejar un pequeño espacio en la selva virgen para vivir en él: cuanto más
afanoso trabajaba con el hacha, más espeso y vigoroso crecía el bosque. Iván
Dmítrich, viendo la inutilidad de sus intentos, acabó por abandonarlos, dejó de
razonar y se entregó por entero a la desesperación y al miedo.
Empezó a reunir a la gente; trataba de permanecer a
solas. El cargo que ocupa, que ya antes le desagradaba, se le
hizo insoportable. Temía que le jugasen una sola pasada, que le pusieran
dinero en el bolsillo para acusarle de cohecho, o que él mismo cometiese en
documentos oficiales, sin quererlo, un error equivalente a una falsificación, o
perdiese una suma que no era suya. Cosa extraña: nunca, en ningún otro tiempo
había sido su pensamiento tan lúcido ni su inventiva tan grande como ahora,
cuando cada día discurría mil motivos distintos para sentir serios temores por
su libertad y su honor. En cambio, disminuyó sensiblemente su interés por el
mundo exterior, de manera particular Por los libros, y la memoria empezó a
hacerle traición.
Al llegar la primavera, cuando se derritió la nieve,
en un barranco, cerca del cementerio, aparecieron dos cadáveres en avanzado estado de descomposición -de una vieja
y un chico-, con señales de muerte violenta. En la ciudad no se hablaba más que
de estos dos cadáveres y de los desconocidos asesinos. Iván Dmítrich, para que
no se pensase que el autor del crimen había sido él, caminaba sonriente por las
calles, y al encontrarse con un conocido se ponía pálido y rojo, insistiendo en
que no había nada más infame que el asesinato de personas débiles e indefensas.
Pero esta hipocresía no tardó en fatigarle, y después de pensarlo llegó a la
conclusión de que en su situación lo mejor era esconderse en el sótano de la
casa. Allí permaneció un día, una noche y otro día, hasta que, muerto de frío,
cuando hubo oscurecido, deslizándose como un ladrón, se metió en su cuarto,
donde permaneció hasta el amanecer sin moverse, prestando atención al menor
ruido. A primera hora de la mañana, antes de la salida del sol, llegaron unos
obreros. Iván Dmítrich sabía muy bien que habían acudido, llamados por la
dueña, para arreglar el horno de la cocina, pero el miedo le hizo creer que
eran policías disfrazados. Salió disimuladamente de su cuarto y, aterrorizado,
sin gorro y sin levita, echó a correr por la calle. Le siguieron ladrando los
perros, alguien gritó a sus espaldas, el viento le silbaba en los oídos... Iván
Dmítrich creyó que la violencia de todo el mundo se había reunido tras él
tratando de darle alcance.
Lo detuvieron, lo llevaron a casa y mandaron a la
dueña en busca del médico. El doctor Andrei Efímich, de quien hablaremos más
adelante, le recetó compresas frías en la cabeza y gotas de laurel y guindas,
meneó tristemente la cabeza y se marchó, diciendo a la dueña que no volvería
más, puesto que era imposible hacer nada cuando la gente quería volverse loca.
Como en la casa no se le podía atender, de ahí a poco Iván Dmítrich fue
trasladado al hospital, donde lo instalaron en la sala de enfermedades
venéreas. De noche no dormía, se mostraba caprichoso y molestaba a sus vecinos,
por lo que no tardaron en llevarlo, por disposición de Andrei Efímich, a la
sala número seis.
Pasado un año, en la ciudad habían olvidado por
completo a Iván Dmítrich, y sus libros, que el ama de la
casa había amontonado en un trineo, dentro de un cobertizo, se los habían
llevado los chiquillos.
IV
El vecino de la izquierda de Iván Dmítrich, como ya
hemos dicho, era el judío Moiseika. El de la derecha era un mujik adiposo, casi
redondo, de cara embotada y estúpida; un animal inmóvil, glotón y sucio, que
hacía mucho había perdido la capacidad de pensar y sentir. De él emanaba
siempre un hedor fétido y asfixiante.
Nikita, encargado de la limpieza, le pegaba
terriblemente, sin escatimar los puñetazos; y lo terrible no era que le pegasen
-a esto, uno se puede acostumbrar-, sino que aquel animal insensible no
respondía con nada a los golpes, ni con un sonido, o un movimiento, ni con la
expresión de los ojos, y se limitaba a balancearse ligeramente como un pesado
barril.
El quinto y último habitante de la sala número seis
era un hombre que en tiempos había servido en Correos, donde seleccionaba las
cartas; era un tipo pequeño, flaco, rubio y de cara bondadosa, aunque con
cierta malicia. A juzgar por sus ojos inteligentes y tranquilos, de mirada
serena y jovial, en su cabeza guardaba un secreto muy importante y agradable.
Bajo la almohada y la colchoneta tenía algo que no mostraba a nadie, pero no
por miedo a que se lo pudieran quitar o robar, sino por vergüenza. A veces se
acercaba a la ventana y, de espaldas a sus compañeros, se ponía algo en el pecho
y lo miraba con la cabeza inclinada; si en aquel momento alguien se acercaba a
él, se turbaba y se lo quitaba. Pero no era difícil adivinar el secreto.
-Felicíteme - decía a menudo a Iván Dmítrich- he sido
propuesto para la orden de San Stanislav de segunda clase, con estrella. La
segunda clase con estrella se concede
únicamente a los extranjeros, pero conmigo, no sé por qué,
quieren hacer una excepción -sonreía, encogiéndose perplejo de hombros- ¡Le
confieso que no lo esperaba!
-Yo no entiendo nada de estas cosas- replicaba sombrío
Iván Dmítrich.
-Pero tarde o temprano lo conseguiré, ¿sabe? -
proseguía el antiguo seleccionador de cartas, guiñando astutamente el ojo.-
Conseguiré sin falta la Estrella Polar sueca. Es una orden que merece la pena
trabajar para conseguirla. Cruz blanca y cinta negra. Resulta muy bonito.
Probablemente, en ningún otro sitio era la vida tan
monótona como en el pabellón. Por la mañana, los enfermos, excepción hecha del
paralítico y del mujik gordo, se lavaban en el zaguán, en una tina, y se
secaban con los faldones de sus batas. Después de esto tomaban té en unas
jarras de hojalata que Nikita traía del pabellón principal. A cada uno le
correspondía una jarra. Al mediodía comían sopa de col agria y gachas; al
anochecer cenaban las gachas que habían quedado de la comida. En los
intermedios permanecían tumbados, dormían, miraban por la ventana y se paseaban
de un rincón a otro. Y así cada día. Hasta el antiguo seleccionador de cartas
hablaba de unas mismas condecoraciones.
Eran muy pocas las caras nuevas que se veían en la
sala número seis. Hacía tiempo que el médico no admitía más locos, y no son
muchos, en este mundo, los aficionados a visitar manicomios. Una vez cada dos
meses acudía al pabellón Semión Lazárich, el barbero. No vamos a hablar de cómo
tapaba a los locos y cómo le ayudaba Nikita en esta empresa, ni de la confusión
que se producía entre los enfermos cada vez que aparecía el barbero con su
sonrisa de borracho.
No había nadie más que se asomase al pabellón. Los
enfermos estaban condenados a ver, un día tras otro, únicamente a Nikita.
Por lo demás, últimamente se había extendido por el
hospital un rumor bastante extraño: se decía que el médico había empezado a
visitar la sala número seis.
V
¡Extraño rumor!
El doctor Andrei Efímich Raguin era un hombre notable
en su género. Se divulgaba que en su primera juventud había sido muy devoto y
se preparaba para la carrera eclesiástica; que en 1863, al terminar los
estudios en el gimnasio, abrigaba el propósito de ingresar en el seminario,
pero que su padre, doctor en Medicina y cirujano, se burló mordazmente de él y
manifestó categóricamente que no lo consideraría como hijo suyo si se hacía
pope. No sé hasta qué punto esto es verdad, pero el propio Andrei Efímich
confesó en más de una ocasión que nunca había sentido vocación por la Medicina
y, en general, por las ciencias especiales.
Como quiera que fuese, al terminar los estudios en la
Facultad no se hizo sacerdote. No mostraba gran devoción, y al principio de su
carrera médica se parecía tan poco a un pope como en el momento en que da
comienzo nuestra historia.
Su aspecto era pesado, lento, de mujik; por su cara,
su barba, su pelo liso y su complexión fuerte y torpe, recordaba a un ventero
gordo, dado a la bebida y brusco. Su cara era severa, surcada de venillas
azules, de ojos pequeños y nariz roja. Muy alto y ancho de hombros, sus brazos
y piernas eran enormes, y parecía capaz de matar a uno de un puñetazo. Pero su
andar era suave y cauto, como sinuoso; al tropezarse con alguien en el estrecho
pasillo, siempre se detenía el primero, cediendo el paso, y no con voz de bajo,
como uno esperaba, sino con una fina y suave vocecita de tenor, decía:
«¡Perdón!» Un pequeño bulto le impedía usar cuello duro, almidonado, por lo que
siempre llevaba camisa de hilo o de algodón. Su manera de vestir no era la de
un médico. Los trajes le duraban diez años, y la ropa nueva, que solía comprar
en la tienda de un judío, parecía tan raída y arrugada como la anterior. Con la
misma levita recibía a los enfermos, comía e iba de visita. Pero no hacía esto
por tacañería, sino porque no se ocupaba en absoluto de su persona.
Cuando Andrei Efímich llegó a la ciudad para tomar
posesión de su cargo, el «establecimiento de beneficencia» se encontraba en un
estado horrible. En las salas, pasillos y patio del hospital, el hedor era tal,
que resultaba difícil respirar. Los mozos, las enfermeras y sus hijos dormían
en las mismas salas que los enfermos. Se quejaban de que las cucarachas, las
chinches y los ratones les hacían la vida imposible. En la sección de cirugía
era imposible acabar con la erisipela. Para todo el hospital no había más que
dos bisturíes, no disponían ni de un solo termómetro y las bañeras servían para
guardar patatas. El inspector, la encargada de la ropa y el practicante robaban
a los enfermos, y del viejo médico, el que había precedido a Andrei Efímich, se
contaba que vendía bajo cuerda el alcohol del hospital y se había creado un
harén entre las enfermeras y las enfermas. En la ciudad se conocían muy bien
estas anormalidades, e incluso las exageraban, pero las toleraban
tranquilamente. Unos argüían, para justificarlas, que en el hospital sólo había
gente del pueblo y mujiks, que no podían estar descontentos, puesto que en casa
vivían mucho peor. ¡No les iban a dar faisanes!
Otros decían que la ciudad, por sí sola, sin ayuda del
zemstvo no podía costear un buen hospital; a Dios gracias, había uno, aunque
fuese malo. Y el zemstvo, recién constituido, no abría establecimientos
sanitarios en la ciudad ni en sus cercanías, pretextando que la ciudad tenía ya
su hospital.
Después de revisarlo todo, Andrei Efímich llegó a la
conclusión de que el establecimiento era inmoral y nocivo en el más alto grado
para la salud de la gente. Según él, lo mejor que se podía hacer era mandar a
casa a los enfermos y cerrarlo. Consideró, sin embargo, que esto no dependía
sólo de su voluntad y que sería inútil; si se expulsaba de un sitio la
inmundicia física y moral, se desplazaría a otro. Había que esperar a que ella
misma desapareciese. Además, si habían abierto este hospital y lo toleraban,
quería decirse que la gente lo necesitaba; los prejuicios y todas las infamias
de la vida son necesarios, ya que con el tiempo se convierten en algo útil,
como el
estiércol en tierra negra.
No hay en el
mundo nada bueno que en su origen no contuviera una infamia.
Una vez hubo tomado posesión de su cargo, Andrei
Efímich pareció mostrar bastante indiferencia hacia estas anormalidades. Lo
único que hizo fue pedir a los mozos y las enfermeras que no durmiesen en las
salas; también hizo poner dos vitrinas para el instrumental. En cuanto al
inspector, a la encargada de la ropa, al practicante y a la erisipela
quirúrgica, siguieron en sus puestos.
Andrei Efímich profesaba extraordinario amor a la
inteligencia y a la honradez, mas para organizar a su alrededor una vida
inteligente y honrada le faltaban carácter y fe en el derecho que le asistía.
No sabía en absoluto ordenar, prohibir e insistir. Era como si hubiese hecho
voto de no levantar nunca la voz ni emplear el imperativo. Le resultaba difícil
decir «dame» o «tráeme»; cuando quería comer, carraspeaba indeciso y decía a la
cocinera: «Si pudiera tomar una taza de té...», o «Si pudiera comer... » Decir
al inspector que dejase de robar, o despedirlo, o suprimir por completo aquel
cargo inútil y parasitario, era algo superior a sus fuerzas. Cuando le
engañaban, o le adulaban,
o le presentaban una cuenta a sabiendas de que era
falsa, se ponía rojo como un cangrejo y se sentía culpable, pero, a pesar de
todo, estampaba su firma. Cuando los pacientes se le quejaban de pasar hambre o
de los malos tratos de las enfermeras, se desconcertaba y balbuceaba, como si
él tuviera la culpa:
-Está bien, está bien, me ocuparé de ello...
Probablemente se trata de un mal entendido...
En un principio Andrei Efímich trabajó
con mucho celo. Tenía abierta la consulta desde por la mañana hasta la
hora de la comida, operaba e incluso asistía a las parturientas. Las señoras
decían de él que diagnosticaba perfectamente las enfermedades, sobre todo
las de niños
y mujeres. Pero con el
tiempo todo esto acabó por aburrirle con su monotonía y
su evidente inutilidad.
Hoy recibía a treinta enfermos, mañana eran treinta y
cinco, y pasado mañana cuarenta, y así un día tras otro, un año tras otro, sin
que la mortalidad disminuyese, y los enfermos no cesaban de acudir. Prestar una
ayuda seria a los cuarenta enfermos que acudían desde la mañana hasta la hora
de la comida era físicamente imposible; resultaba, pues, un engaño. Si en un
año había atendido a doce mil enfermos, se decía, eso significaba que había
engañado a doce mil personas. Internar a los enfermos graves y tratarlos según
las reglas de la ciencia, tampoco era posible, porque las reglas existían, pero
no había ciencia; y si dejaba aparte la filosofía y se limitaba a seguir de un
modo formalista las reglas, como los demás médicos, para ello necesitaba, ante
todo, limpieza y ventilación, y no suciedad, una alimentación sana, y no la
sopa de repulsiva col agria, buenos auxiliares, y no ladrones.
Además, ¿para qué impedir que la gente se muriese, si
la muerte es el final normal y lógico de cada uno? ¿Qué resultaba si un
ricachón o un funcionario vivían cinco o diez años más? Si se considera que el
fin de la Medicina consiste en aliviar el dolor, surge la pregunta: ¿Para qué
aliviarlo? En primer lugar, dicen que el dolor lleva al hombre a la perfección
y, en segundo, que si la humanidad aprende, en efecto, a aliviar sus dolores
con ayuda de píldoras y gotas, abandonará por completo la religión y la filosofía,
en las que hasta ahora había encontrado no sólo defensas contra todas las
desgracias, sino incluso la felicidad. Pushkin, a la hora de la muerte, sufrió
horribles tormentos; el pobre Heine estuvo paralítico varios años. ¿Por qué,
entonces, no iban a padecer enfermedades cualquier Andrei Efímich o cualquiera
Matriona Sávishna, cuyas vidas no encerraban ningún contenido y serían
completamente vacías y parecidas a las de una ameba si no fuese por los sufrimientos?
Abrumado
por estas reflexiones, Andrei Efímich lo abandonó todo y dejó de ir al
hospital a diario.
VI
Su vida transcurría como sigue: De ordinario, se
levantaba a las ocho, se vestía y tomaba el té. Luego se sentaba a leer en su
despacho o iba al hospital. Allí, en un pasillo estrecho y oscuro, estaban los
enfermos que acudían de fuera, esperando la hora de ser recibidos. Junto a
ellos, haciendo gran ruido con sus botas en el suelo de ladrillos, pasaban los
mozos y enfermeras, cruzaban los flacos enfermos internados, envueltos en sus
batas, retiraban los muertos y los orinales, lloraban los niños y soplaba el
viento. Andrei Efímich sabía que para los enfermos con fiebre, los tísicos y
los impresionables, esto era un tormento, pero ¿qué podía hacer? En el despacho
le esperaba el practicante Serguei Serguéich, un hombre pequeño, rechoncho, de
redonda cara afeitada y lavada, de ademanes suaves, y que con su holgado traje
nuevo más bien parecía un senador que un practicante. En la ciudad tenía numerosa
clientela, usaba corbata blanca y se consideraba con más conocimientos que el
doctor, quien carecía por completo de clientes. En un rincón de su despacho
había una gran imagen con la correspondiente lámpara y, a su lado, un
reclinatorio con funda blanca. En las paredes había retratos de prelados, una
vista del monasterio de Sviatogorsk y varias coronas secas de flores de
anciano. Serguei Serguéich era un hombre religioso y le gustaba el esplendor. La
imagen la había costeado él; los domingos un enfermo, obedeciendo sus órdenes,
leía en voz alta el libro de oraciones y después de esto el propio Serguei
Serguéich recorría todas las salas con
el incensario, ahumándolas
concienzudamente.
Los enfermos son muchos y el tiempo poco, por lo que
todo se reduce a un breve interrogatorio y a recetar cualquier remedio, un
ungüento o una purga de aceite de ricino. Andrei Efímich permanece sentado, con
la mejilla apoyada en una mano, pensativo, y hace las preguntas maquinalmente.
Serguei Serguéich, también sentado, se frota las manos e interviene de tarde en
tarde.
-Padecemos enfermedades y sufrimos miserias - dice -
porque no rezamos conforme es debido a Dios misericordioso.
Andrei Efímich no hace operación alguna; ha perdido la
costumbre y la vista de la sangre le produce una sensación desagradable. Cuando
tiene que abrirle la boca a un niño para examinarle la garganta y el pequeño
llora y se defiende con las manecitas, el ruido le produce marcos y se le
llenan los ojos de lágrimas. Se apresura a escribir la receta y hace un gesto
para que la madre se lleve cuanto antes al niño.
Con la agradable idea de que, a Dios gracias, no tiene
clientes particulares y nadie va a venir a molestarle, Andrei Efímich, en
cuanto llega a casa, se acomoda en su despacho y se pone a leer. Lee mucho y
siempre con gran placer. La mitad del sueldo la invierte en libros y tres de
las seis habitaciones de su piso están abarrotadas de libros y revistas viejas.
Lo que más le agradan son las obras de historia y filosofía. De Medicina, únicamente
está suscrito a «Vrach», que siempre empieza a leer por las últimas páginas. La
lectura se prolonga siempre varias horas, sin interrupción alguna, y no le
fatiga. No lee con tanta rapidez y afán como en tiempos lo hacía Iván Dmítrich,
sino despacio y tratando de penetrar bien en el sentido, deteniéndose a menudo
en los párrafos que le agradan o que no entiende. Junto al libro hay siempre
una garrafita de vodka y un pepinillo en salmuera, o una manzana conservada en
su jugo, sobre el mismo tapete, sin plato alguno. Cada media hora, sin apartar
los ojos del libro, se sirve una copa de vodka, la toma y luego, también sin
mirar, busca a tientas el pepinillo y le da un bocado.
A las tres se acerca sin hacer ruido a la puerta de la
cocina, carraspea y dice:
-Si pudiera comer, Dáriushka...
Después de la comida, bastante mala y servida sin
limpieza, Andrei Efímich, con los brazos cruzados, pasea por sus habitaciones y
medita. Dan las cuatro, las cinco... y él sigue sus paseos y meditaciones. De
tarde en tarde rechina la puerta de la cocina y asoma el rostro rojo y
soñoliento de Dáriushka.
-Andrei Efímich, ¿no es hora de que le sirva la
cerveza? -pregunta solícita.
-No, todavía no... - contesta él -. Esperaré un
poco... esperaré...
A la caída de la tarde suele acudir Mijaíl Averiánich,
el jefe de Correos, la única persona en toda la ciudad cuya compañía no le es
fastidiosa.
Mijaíl Averiánich había sido en tiempos un
terrateniente muy rico y sirvió en caballería, pero se arruinó y la necesidad,
ya casi viejo, le obligó a ingresar en el Departamento de Correos. Su aspecto
era jovial y rebosante de salud, lucía unas espléndidas patillas grises, sus modales denotaban buena educación y poseía
una voz fuerte y agradable. Era bueno y sensible, pero vehemente. Si en Correos
alguien protestaba, no aceptaba las explicaciones o empezaba simplemente a
razonar por su cuenta, se ponía todo rojo, estremeciéndose, y gritaba con voz
de trueno: «¡A callar!», de tal modo que la oficina se había ganado la
reputación de lugar al que la gente tenía miedo acudir. Mijaíl Averiánich estimaba
y quería a Andrei Efímich por su cultura y nobleza de espíritu; al resto
de sus convecinos los miraba con altivez, como si fuesen sus subordinados.
-¡Aquí estoy! - dice al entrar en casa de Andrei
Efímich-. Buenas tardes, querido mío. ¿No se ha
cansado de mí?
Los amigos toman asiento en el diván del despacho y
durante algún tiempo fuman en silencio.
-Dáriushka, si nos trajeras cerveza... - dice Andrei
Efímich.
La primera botella la toman también en silencio: el
doctor, pensativo, y Mijaíl Averiánich, con el aspecto alegre y animado de
quien tiene que contar algo muy interesante. La conversación la inicia siempre
el médico.
-¡Qué lástima -dice en voz lenta y baja, meneando la
cabeza y sin mirar a los ojos de su interlocutor (nunca mira a los ojos) -, qué
lástima, estimado Mijaíl Averiánich, que en nuestra ciudad no haya lo que se
dice nadie que sepa y a quien le agrade mantener una conversación espiritual e
interesante! Para nosotros significa una gran privación. Ni siquiera los
intelectuales se elevan sobre la vulgaridad; el nivel de su desarrollo, se lo
aseguro, no es mejor que el de los estamentos bajos.
-Tiene toda la razón. De acuerdo.
-Usted mismo sabe - sigue el doctor, en voz baja y
alargando las palabras - que en este mundo todo carece de importancia e
interés, excepción hecha de las supremas manifestaciones espirituales de
la razón humana. La inteligencia marca
acusadas fronteras entre el animal y el hombre, sugiere el carácter divino de
este último y, en cierto grado, reemplaza su inmortalidad, que no existe. Partiendo
de esto, la razón es la única fuente posible del placer. Nosotros, en cambio,
no vemos ni advertimos junto a nosotros manifestaciones de la razón: quiere
decirse que nos vemos privados del placer. Cierto que tenemos los libros, pero
esto es algo muy distinto a la conversación viva y el trato. Si me permite una
comparación no muy afortunada, los libros son las notas y la conversación el
canto.
-Completamente cierto.
Se hace un silencio. De la cocina sale Dáriuslika y
con una expresión de estúpido arrobamiento, con la cabeza
apoyada en el
puño, se detiene
en la puerta a escuchar.
-¡Bah!- suspira Mijaíl Averiánich- ¡Quería usted pedir
inteligencia a la gente de hoy!
Y se pone a hablar de la vida de antes, sana, alegre e
interesante, de lo inteligentes que antes eran los intelectuales de Rusia y de
su alto concepto del honor y la amistad. Se prestaba dinero sin exigir un
pagaré y se consideraba vergonzoso no tender una mano en ayuda del compañero
necesitado. ¡Y qué campañas, qué aventuras, qué reyertas, qué mujeres!
¡Y, el Cáucaso, qué maravilloso país! La esposa de un
jefe de batallón, una mujer muy extraña, se vestía de oficial y se iba por la
tarde a las montañas sola, sin acompañante. Se decía que tenía en aquellas
aldeas amores con un reyezuelo.
-Reina de los cielos, madrecita... - suspira
Dáriushka.
- ¡Y cómo se comía! ¡Cómo se bebía! ¡Y qué liberales
aquellos!
Andrei Efímich escucha y no escucha; piensa en algo y
toma un sorbo de cerveza.
-A menudo sueño con personas inteligentes y que
converso con ellas - dice de súbito, interrumpiendo a Mijaíl Averiánich-. Mi
padre me dio una educación excelente y, bajo la influencia de las ideas de los
años sesenta, me obligó a hacerme médico. Me parece que si entonces no le
hubiese hecho caso, ahora me encontraría en el centro mismo del movimiento
intelectual. Posiblemente, figuraría en una Facultad. Claro que la razón
tampoco es eterna, es un fenómeno pasajero. Pero usted sabe por qué siento
afición por ella. La vida es una trampa enojosa. Cuando el hombre que piensa
alcanza la madurez y es consciente de sus actos, se siente, sin quererlo,
dentro de una trampa en la que no hay salida. En efecto, contra su voluntad, en
virtud de diversas casualidades, ha sido sacado del no ser a la vida... ¿Para
qué? Quiere saber el sentido y el fin de su existencia y no le dicen nada o le
dicen estupideces. Llama y no le abren. La muerte viene a él también contra
su voluntad. Y lo
mismo que en la cárcel los hombres, unidos por un
infortunio común, sienten un alivio cuando se reúnen, también en la vida uno no
advierte la trampa cuando los hombres inclinados al análisis y a las
generalizaciones se juntan
y pasan el tiempo intercambiando ideas orgullosas y
libres. En este sentido, la inteligencia es un placer insustituible.
-Tiene usted toda la razón.
Sin mirar a su interlocutor a los ojos, en voz baja y
con pausas, Andrei Efímich sigue hablando de hombres inteligentes y de
conversaciones con ellos, mientras, Mijaíl Averiánich le escucha atento y
coincide con él: «Tiene usted toda la razón.»
-¿Es que usted no cree en la inmortalidad del alma?
-pregunta de pronto el jefe de Correos.
-No, estimado Mijaíl Averiánich, no creo ni tengo
razones para creer.
-Pues yo también albergo mis dudas, se lo confieso.
Aunque, por lo demás, tengo la sensación de que no moriré nunca. A veces
Pienso: ¡Ya es hora de morir, vicio verde! Pero cierta vocecita dice en mi
alma: ¡No lo creas, no morirás! ...
Poco después de las nueve Mijaíl Averiánich se retira.
Al ponerse el abrigo en el recibidor, dice suspirando:
-Sin embargo, ¡a qué rincón perdido nos trajo el destino!
Y lo más desagradable de todo es que tendremos que morir aquí. ¡Bah! ...
VII
Después de despedir a su amigo, Andrei Efímich se
sentaba a la mesa y reanudaba la lectura. Ni el menor ruido turbaba el silencio
de la tarde, y de la noche. Parecía como si el tiempo se hubiese detenido junto
con el doctor y su libro; era como si no existiese más que este libro y el
quinqué, con su pantalla verde. El rostro tosco, de mujik, del doctor se
iluminaba poco a poco con una sonrisa enternecida y entusiasta ante las
inflexiones de la inteligencia humana. «Oh!, ¿por qué el hombre no es inmortal?
-pensaba-. ¿Para qué sirven los centros y circunvoluciones cerebrales, para qué
la vista, el habla, el sentimiento de uno mismo, el genio, si todo esto va a ir
a parar a la tierra y, a la postre, se enfriará junto con la corteza terrestre,
y luego, durante millones de años, seguirá junto con la Tierra, sin sentido
alguno y sin finalidad, girando alrededor del Sol? Para enfriarse y luego
recorrer los espacios, no hacía falta alguna sacar del no ser al hombre, con su
inteligencia divina, y después, como para burlarse de él, convertirlo en
barro.»
¡El intercambio de materias! ¡Qué cobardía consolarse
con este
sucedáneo de inmortalidad! Los
procesos inconscientes que se suceden en la naturaleza se hallan por debajo
incluso de la estupidez humana, ya que en la estupidez, después de todo, hay
conciencia y voluntad, y en los procesos no hay nada en absoluto. Sólo el
cobarde, en el cual el miedo a la muerte es superior a la dignidad, puede
consolarse pensando que su cuerpo vivirá con el tiempo en la hierba, en una
piedra, en un sapo... Ver la propia inmortalidad en el intercambio de materias
es tan absurdo como prometer un brillante futuro a la funda después que el
valioso violín se ha roto y quedado inservible.
Cuando dan las horas, Andrei Efímich se retrepa en el
sillón y cierra los ojos para meditar un poco. Y, sin darse cuenta, movido por
los buenos pensamientos que ha leído en el libro, vuelve la vista a su pasado y
a su presente. El pasado es algo que repele, es mejor no recordarlo. Y el
presente, tres cuartos de lo mismo. Sabe que mientras sus pensamientos giran
alrededor del Sol, lo mismo que la Tierra enfriada, a cuatro pasos de él, en el
pabellón principal, hay gente que sufre por sus enfermedades y a consecuencia
de la suciedad que la rodea. Acaso hay alguien que no duerme y lucha con los
insectos, alguien se ha contagiado de erisipela o gime por tener la venda
demasiado apretada. Acaso los enfermos estén jugando a las cartas con las
enfermeras y bebiendo vodka. El último año fueron engañadas doce mil personas.
Toda la organización hospitalaria, lo mismo que hace veinte años, descansa en
el robo, las disputas, los chismorreos, el compadrazgo, la grosera
charlatanería, y el hospital sigue siendo un establecimiento inmoral y nocivo,
en el más alto grado, para la salud de la gente. Sabe que en la sala número
seis, detrás de las rejas, Nikita golpea a los enfermos y que Moiseika va todos
los días por la ciudad pidiendo limosna.
Por otra parte, sabe perfectamente que, durante los
veinticinco últimos años, en la Medicina se ha producido un cambio fabuloso.
Cuando él estudiaba en la Universidad, le parecía que la Medicina iba a conocer
pronto la suerte de la alquimia y la metafísica; ahora, en cambio, cuando leía
por las noches, la Medicina le conmovía y despertaba en él asombro y hasta
entusiasmo. En efecto, ¡qué inesperado esplendor, qué revolución! Gracias a los
antisépticos, se realizaban operaciones que el gran Pirogov consideraba
imposibles. Los simples médicos de provincias se decidían a hacer resecciones
de la rodilla; de cien laparotomías, sólo había un caso mortal, y el mal de
piedra se consideraba algo tan insignificante, que ni siquiera escribían acerca
de él. La sífilis se curaba radicalmente. ¿Y la teoría de la herencia, el
hipnotismo, los descubrimientos de Pasteur y de Koch, la higiene basada en la
estadística, la medicina rusa de los zemstvos? La Psiquiatría, con su actual
clasificación de las enfermedades, con los métodos de diagnóstico y de
tratamiento, era algo fantástico, en comparación con lo que antes había. Ahora
no se echaba a los locos agua fría en la cabeza ni les ponían camisas de
fuerza; se les hacía vivir en circunstancias humanas y hasta, según escribían
los periódicos, se les daban espectáculos y bailes. Andrei Efímich sabía que,
con estos puntos de vista, una infamia como la de la sala número seis sólo era
posible a doscientas verstas del ferrocarril, en una miserable ciudad en la
cual el alcalde y todos los concejales eran semianalfabetos que veían en el médico a un sacerdote al que era necesario
creer sin la menor crítica, aunque echase en la boca estaño derretido. En otro
sitio, haría ya mucho tiempo que el público y los periódicos habrían hecho
añicos esta pequeña Bastilla.
« ¿Y qué? - se pregunta Andrei Efímich, abriendo los
ojos ¿Qué resulta de todo esto? Tenemos los antisépticos, a Koch, a Pasteur,
pero en esencia nada ha cambiado en absoluto. La morbilidad y mortalidad siguen
siendo las mismas. Se celebran bailes y espectáculos para los locos, pero, con
todo eso, no los dejan salir a la calle. Quiere decirse que todo es absurdo y
vano, y, en esencia, entre la mejor clínica de Viena y mi hospital no hay
diferencia alguna.»
Pero el dolor y un sentimiento parecido a la envidia
no le permiten permanecer indiferente. La causa debe de ser la fatiga. La
cabeza le pesa y se inclina sobre el libro. Pone la mano bajo la cara, a modo
de almohada, y piensa: «Estoy al servicio de una obra perjudicial y percibo un
sueldo de personas a las que engaño. Pero por mí mismo no soy nada, una simple
partícula de un mal social necesario: todos los funcionarios de distrito son
nocivos y cobran un sueldo que no han ganado... Lo que significa que no soy yo
el culpable de ser deshonesto, sino el tiempo... Si hubiese nacido doscientos
años más tarde, sería un hombre distinto.»
Cuando dan las tres, apaga el quinqué y se retira al
dormitorio. No tiene sueño.
VIII
Dos años, antes, el zemstvo se había sentido generoso
y votó la concesión de un crédito de trescientos rublos anuales para aumentar
el personal del hospital de la ciudad hasta que inaugurase otro propio. En
ayuda de Andrei Efímich, se requirieron los servicios de Evgueni Fiódorich Jobótov.
Era un médico muy joven -todavía
no había cumplido los treinta-, moreno y alto, de anchos pómulos y ojos
diminutos; probablemente sus antecesores no fueron rusos. Había llegado a la
ciudad sin un kopek, con un maletín y una mujer fea y joven de la que decía que
era su cocinera. La mujer traía un niño de pecho. Evgueni Fiódorich Jobótov
usaba gorra de visera y botas altas, y en invierno pelliza. Intimó con el
practicante Serguei Serguéich y con el cajero, y se mantenía apartado del resto
de los funcionarios, a los que, por no se sabe qué causa, llamaba aristócratas.
En toda su casa no había más que un libro: Ultimas recetas de la clínica de
Viena para 1881, que siempre tomaba consigo cuando iba a visitar a un enfermo.
Por las tardes, en el club, jugaba al billar, pues las cartas no le gustaban.
Era muy aficionado a emplear en la conversación palabras y expresiones como
«pachorra», «pepinillos en vinagre», «no armes líos», etc.
Al hospital iba dos veces por semana, recorría las
salas y recibía a los enfermos de fuera. La falta absoluta de antisépticos y
las ventosas le irritaban, pero no se decidía a hacer innovación alguna ante el
temor de ofender con ello a Andrei Efímich. Tenía a éste por un viejo farsante,
le creía rico y lo envidiaba en secreto. De muy buena gana habría ocupado su
puesto.
IX
Una noche primaveral de fines de marzo, cuando la
nieve había desaparecido del suelo y los estorninos cantaban en el jardín del
hospital, el doctor salió hasta el portal para acompañar a su amigo, el jefe de
Correos. En aquel mismo instante entraba en el patio el judío Moiseika, que
volvía con su botín. Iba sin gorro y con los pies descalzos embutidos en unos
chanclos bastante deteriorados. En la mano llevaba un saquito con las limosnas.
-Dame un kópek -dijo al doctor, tiritando de frío y
sonriendo.
Andrei Efímich, que nunca había sabido negarse, le dio
una moneda de diez kópeks.
« ¡Qué escándalo! -pensó, mirando sus pies descalzos,
con los flacos tobillos enrojecidos-. Viene completamente mojado.»
Y, movido por un sentimiento de lástima y repugnancia
a un tiempo, se dirigió hacia el pabellón tras el judío, mirando ya su calva,
ya sus tobillos. Al entrar el doctor, Nikita abandonó de un salto el montón de
trapos en que estaba tumbado y quedó en posición de firmes.
-Hola, Nikita - dijo en tono suave Andrei Efímich-.
Habría que darle a este judío unas botas; de lo contrario, puede coger un
enfriamiento.
-A sus órdenes, señoría. Lo pondré en conocimiento del
inspector.
-Sí, haz el favor. Pídeselo en mi nombre. Dile que yo
se lo ruego.
La puerta del zaguán que daba entrada a la sala estaba
abierta. Iván Dmítrich permanecía tumbado en su camastro. Se incorporó y prestó
atención a aquella voz extraña, cuando, de pronto, reconoció al doctor. Estremecido
por la cólera, se puso de pie de un salto, congestionado y con los ojos que se
le salían de las órbitas, y corrió al centro de la sala.
-¡Ha venido el doctor! -gritó, lanzando una
carcajada-. ¡Por fin! Les felicito, señores, ¡el doctor se digna visitarnos!
¡Maldito reptil! -chilló, y frenético, como nunca le habían visto en la sala,
dio una patada en el suelo-. ¡Hay que matar a este reptil! ¡No, matarlo es
poco! ¡Hay que tirarlo al pozo negro!
Andrei Efímich, que lo había oído, miró desde el
zaguán y preguntó suavemente:
-¿Y eso por qué?
-¿Por qué? -gritó Iván Dmítrich, acercándose a él con
aire amenazador y agitándose convulsivamente dentro de su
bata-. ¿Por qué?
¡Ladrón! - añadió, con
repugnancia, juntando los labios como si se dispusiera a escupirle-.
¡Charlatán! ¡Verdugo!
-Cálmese –dijo Andrei Efímich, sonriendo como si
pidiese disculpa-. Le aseguro que nunca he robado nada a nadie, y en cuanto a
lo demás, probablemente exagera mucho. Veo que está muy enfadado conmigo.
Cálmese, se lo ruego, si puede, y dígame fríamente: ¿a qué obedece su enfado?
-¿Por qué me tiene aquí?
-Porque está enfermo.
-Sí, estoy enfermo. Pero docenas y cientos de locos se
pasean en libertad porque, en su ignorancia, no saben distinguirlos de los
sanos. ¿Por qué estos desgraciados y yo hemos de estar aquí por todos, como
cabezas de turco? Usted, el practicante, el inspector y toda la canalla del
hospital están moralmente muy por debajo de nosotros. ¿Por qué hemos de
permanecer recluidos nosotros, y no ustedes? ¿Dónde está la lógica?
-El sentido moral y la lógica no tiene nada que ver
con esto. Todo depende de la casualidad. Aquí están los que fueron recluidos, y
los que no lo fueron se pasean libremente, eso es todo. En el hecho de que yo
sea médico y usted sea un enfermo mental no intervienen para nada ni la moral
ni la lógica, es simple casualidad.
-No entiendo esa estupidez... - balbuceó sordamente
Iván Dmítrich, y se sentó en su camastro.
Moiseika, a quien Nikita no se atrevía a registrar en
presencia del doctor, fue colocando sobre su cama mendrugos de pan, papeles y
huesos, y, tiritando todavía de frío, empezó a hablar, con voz rápida y
cantarina, en hebreo. Probablemente se imaginaba que había abierto una tienda.
-Déjeme marchar -dijo Iván Dmítrich con voz temblorosa.
-No puedo.
- ¿Por qué? ¿Por qué?
-Porque eso es algo que no depende de mí. Juzgue usted
mismo: ¿qué pasará si lo dejo ir? Váyase. Le detendrá la gente de la ciudad, o
la policía, y volverán a traerlo.
-Sí, sí, eso es verdad... articuló Iván Dmítrich, y se
pasó la mano por la frente-. ¡Es horrible! ¿Y qué puedo hacer? ¿Qué?
La voz de Iván Dmítrich y su cara, joven e
inteligente, que no cesaba de hacer muecas, agradaron a Andrei Efímich. Sintió
deseos de decirle algo cariñoso y consolarlo. Se sentó junto a él en el
camastro, quedó pensativo unos instantes y dijo:
-¿Qué hacer, pregunta? En la situación en que se
encuentra, lo mejor sería escapar de aquí. Pero, lamentablemente, resultaría
inútil. Lo detendrían. Cuando la
sociedad se protege contra los
delincuentes, enfermos mentales y gente molesta en general, no hay nada
que pueda frente a ella. Lo único que le resta es tranquilizares pensando que
su estancia aquí es necesaria.
-No es necesaria para nadie.
-Puesto que existen las cárceles y los manicomios,
alguien debe permanecer en ellos; si no es usted, seré yo, y si no soy yo, será
algún otro. Espere; cuando, en un lejano futuro, dejen de existir las cárceles
y los manicomios, no habrá ya rejas en las ventanas ni esas batas. Esto
sucederá, claro, tarde o temprano.
Iván Dmítrich sonrió burlonamente.
-Usted bromea - dijo, entornando los párpados-. Los
señores como usted y su ayudante Nikita no se preocupan en absoluto del futuro.
¡Pero puede estar seguro, señor, de que vendrán tiempos mejores! Acaso me
exprese vulgarmente, ríase si quiere, pero resplandecerá la aurora de una vida
nueva, triunfará la justicia y nosotros estaremos de fiesta. Yo no lo veré,
reventaré antes, pero lo verán nuestros biznietos. Lo saludo con toda el alma y
me alegro. ¡Me alegro por ellos!
¡Adelante! ¡Que Dios os ayude, amigos!
Iván Dmítrich se levantó con los ojos resplandecientes
y, alargando las manos hacia la ventana, siguió con voz emocionada:
-¡A través de estas rejas, os bendigo! ¡Viva la justicia!
¡Me alegro!
-No veo particulares motivos para alegrarse - replicó
Andrei Efímich, a quien la actitud de Iván Dmítrich le había parecido teatral,
aunque, a la vez, le agradó mucho-. No habrá cárceles ni manicomios, y la
justicia, según su propia expresión, triunfará, pero no cambiará la esencia de
las cosas, las leyes de la naturaleza serán las mismas. Los hombres padecerán
enfermedades, envejecerán y morirán lo mismo que ahora. Por espléndida que sea
la aurora que ilumine su vida, después de todo, les meterán en un ataúd y los
echarán a la fosa.
-¿Y la inmortalidad?
-¡No diga esas cosas!
-Usted no cree en ella, pero yo sí. En Dostoievski o
Voltaire hay alguien que dice que, si Dios no existiera, lo habrían inventado
los hombres. Estoy profundamente convencido de que, si la inmortalidad no
existe, tarde o temprano llegará a inventarla la gran mente humana.
-Bien dicho -articuló Andrei Efírnich, sonriendo
satisfecho-. Me agrada que usted crea. Con esa fe puede vivir perfectamente
incluso un emparedado.
¿Tiene usted estudios?
-Sí, estuve en la Universidad, pero no llegué a acabar
la carrera.
-Usted es un hombre que sabe pensar. En cualquier
situación, puede encontrar tranquilidad en sí mismo. El pensamiento libre y
profundo, que aspira a comprender la vida, y el desprecio total a la estúpida
vanidad del mundo, son los dos bienes supremos que el hombre conoce. Y usted puede
poseerlos aunque viva detrás de tres rejas. Diógenes vivió en un tonel y, a
pesar de esto, fue más feliz que todos los reyes de la tierra.
-Diógenes era un estúpido -gruñó sombrío Iván Dmítrich
-. ¿Para qué me habla de Diógenes y de la comprensión del mundo? - se enfadó de
pronto, poniéndose de pie-. Yo amo la vida, ¡la amo apasionadamente! Padezco
manía persecutoria, un miedo permanente que me tortura, pero hay momentos en
que me domina la sed de vivir, y entonces temo volverme loco. ¡Tengo un ansia
de vivir espantosa, espantosa!
Dominado por la agitación, dio unos pasos por la sala
y dijo, bajando la voz:
-Cuando sueño, vienen a mí fantasmas. Se me aparecen
unos hombres, oigo voces,
música, me parece que paseo por un bosque, por la ola del mar, y siento
tal deseo de tener preocupaciones, de hacer algo... Dígame, ¿qué hay de nuevo
por ahí? - preguntó Iván Dmítrich-. ¿Qué novedades hay?
-¿Quiere saber de la ciudad o en general?
-Bueno, primero hábleme de la ciudad, y luego en
general.
-¿Qué puedo decirle? La vida en la ciudad es de un
aburrimiento agobiante... No hay con quien cruzar una palabra, no hay nadie a
quien pueda escucharse. No hay gente nueva. Por lo demás, hace poco vino el
joven médico Jobótov.
-Llegó antes de que me encerraran. Es un grosero,
¿verdad?
-Sí, no es un hombre culto. Resulta extraño,
¿Sabe?... A juzgar por todo, en nuestras capitales no
hay estancamiento intelectual, hay movimiento; quiero decir que allí debe de
haber gente de veras. Pero, no sé por qué, siempre nos mandan personas a las
que no se puede ni mirarlas. ¡Desgraciada ciudad!
-¡Sí,
desgraciada ciudad! - suspiró
Iván Dmítrich, y rompió a reír- ¿Y, en
general, qué hay? ¿Qué dicen los periódicos y las revistas?
La sala estaba ya sumida en la oscuridad. El doctor se
levantó y, siempre de pie, empezó a contar lo que se escribía en el extranjero
y en Rusia, qué orientación se observa en el campo de las ideas. Iván Dmítrich
escuchaba atento y hacía preguntas, pero de pronto, como si recordase algo
horrible, se agarró la cabeza con las manos y se tumbó en el camastro, de
espaldas al doctor.
-¿Qué le pasa? - preguntó Andrei Efímich.
- ¡Ya no oirá ni una palabra mía! - articuló
groseramente Iván Dmítrich-. ¡Déjeme!
-¿Y eso por qué?
-¡Le digo que me deje! ¿Qué diablos hace aquí?
Andrei Efímich se encogió de hombros, dejó escapar un
suspiro y abandonó la sala. Al pasar por el zaguán dijo:
-Convendría limpiar aquí, Nikita... ¡Hay un olor espantoso!
-A sus órdenes, señoría.
« ¡Qué joven más agradable! -pensó Andrei Efímich,
mientras se dirigía a su piso- Desde que vivo aquí, creo que es la primera
persona que veo con la cual se puede hablar. Sabe razonar y se interesa
precisamente por lo que hace falta.»
Durante su lectura y luego, al acostarse, no cesó de
pensar en Iván Dmítrich. Al despertarse, a la mañana siguiente, recordó que la
víspera había conocido a un hombre inteligente e interesante, haciéndose la
decisión de acudir a visitarle en la primera ocasión oportuna.
X
Iván Dmítrich permanecía en la posición de la víspera,
con la cabeza entre las manos y las piernas encogidas. No se le veía la cara.
-Buenas tardes, amigo
mío -dijo Andrei
Efímich-. ¿No duerme?
-En primer lugar, no soy amigo suyo replicó Iván
Dmítrich, con la cara hundida en la almohada-. Y, en segundo, sus empeños son
inútiles: no me sacará ni una sola palabra.
-Es extraño... -balbuceó turbado Andrei Efímich-. Ayer
estábamos conversando tranquilamente y, de pronto, usted se ofendió y no quiso
seguir... Probablemente dije cosas que no le gustaban, o acaso manifestase algo
contrario a sus ideas...
-¡Como le voy a creer! -dijo Iván Dmítrich,
incorporándose y mirando al doctor con una mezcla de burla e inquietud; sus
ojos estaban inyectados de sangre-. Puede irse a espiar y sonsacar a otro
sitio; aquí no tiene nada que hacer. Ayer me di cuenta ya de las razones que le
habían traído.
-¡Qué extraña fantasía! -sonrió el doctor
irónicamente-. ¿Es que cree que soy un espía?
-Sí que lo creo... Un espía o un médico al que le han
encomendado la misión de ponerme a prueba. Es lo mismo.
-¡Qué tipo más estrafalario es usted! Y perdóneme la
expresión.
El doctor se sentó en un banquillo junto a la cama y
meneó la cabeza en un ademán de reproche.
-Pero supongamos que tiene razón - prosiguió-.
Admitamos que vengo con la torcida intención de hacerle hablar para delatarlo.
Se lo llevarán preso y luego lo condenarán. ¿Pero es que en el juicio y en la
cárcel estaría peor que aquí? Y aunque lo deporten, e incluso si lo mandan a
presidio, ¿sería eso peor que permanecer aquí, en este pabellón? Creo que no...
¿A qué teme, pues?
Estas palabras parecieron influir en Iván Dmítrich,
que se sentó tranquilamente.
Era poco más de las cuatro de la tarde, la hora en que
Andrei Efímich tenía por costumbre pasear por las habitaciones de su casa y
Dáriushka le preguntaba si quería cerveza. Era un día apacible y dato.
-Después de la comida salí a dar un paseo y me he
acercado aquí, como puede ver -dijo el doctor- Hace un tiempo primaveral.
-¿En qué mes estamos? ¿En marzo? – preguntó Iván
Dmítrich.
-Sí, a fines de marzo.
- ¿Hay barro en la calle?
-No, no mucho. En el jardín hay ya senderos.
-Ahora me gustaría dar un paseo en coche por las
afueras comentó Iván Dmítrich, frotándose los ojos enrojecidos como
despertándose-. Y luego volver a casa, a un despacho templado y confortable,
y... hacer que un buen médico le curase a uno el dolor de cabeza ... Ya hace
tiempo que no vivo como las personas. ¡Aquí da asco! ¡Un asco insoportable!
Después de la excitación de la víspera, se encontraba
fatigado y hablaba con desgana. Sus dedos temblaban y por la cara se advertía
que le dolía mucho la cabeza.
-Entre un despacho templado y confortable y esta sala
no hay la menor diferencia -dijo Andrei Efímich-. El reposo y la satisfacción
no están fuera del hombre, sino en él mismo.
-¿Qué significa eso?
-El hombre vulgar espera lo bueno o lo malo del exterior,
es decir, del coche y el despacho, mientras que el hombre que piensa lo espera
de sí mismo.
-Vaya a predicar esta filosofía a Grecia, donde hace
calor y huele a naranjas; el clima de aquí no le favorece. ¿Con quién hablé de
Diógenes? ¿Fue con usted?
-Sí, conmigo, ayer.
-Diógenes no necesitaba un despacho y un edificio
templado; allí hace calor. Podía permanecer en su tonel comiendo naranjas y
aceitunas. Pero si hubiese vivido en Rusia, no ya en diciembre, sino en mayo,
habría pedido una habitación. Estaría helado.
-No. El frío, como cualquier otro dolor, puede resistirse.
Marco Aurelio dijo: «El dolor es la representación viva del dolor: haz un
esfuerzo de voluntad para cambiar esta representación, recházala, deja de lamentarte, y
el dolor desaparecerá.» Esto es justo. El sabio o, simplemente, el hombre
que piensa, que medita, se distingue precisamente por el hecho de que desprecia
el sufrimiento. Siempre está satisfecho y nada le asombra.
- Esto quiere decir que yo soy un idiota, puesto que
sufro, estoy descontento y me asombra la vileza humana.
-No debe pensar así. Si reflexiona a menudo,
comprenderá la insignificancia de todo lo externo, lo que nos inquieta. Hay que
aspirar a comprender la vida; en ello está el verdadero bien.
-Comprender la vida... - replicó Iván Dmítrich, arrugando
el ceño-. Lo exterior, lo interior... Perdóneme, pero no lo comprendo. Lo único
que sé - añadió, levantándose y mirando irritado al doctor -, lo único que sé
es que Dios me creó de sangre caliente y nervios, ¡como lo oye! El tejido
orgánico si es capaz de vida, debe reaccionar a cualquier excitación. ¡Y yo
reacciono! Al dolor respondo con gritos y lágrimas; a la infamia, con
indignación; a la villanía, con asco. A mi modo de ver, esto es, en realidad,
lo que se llama vida. Cuanto más bajo es el organismo, menos sensible se
muestra y más débilmente reacciona a la excitación. Y cuanto más elevado, tanto
más sensible y enérgica es su reacción a la realidad. ¿Cómo puede ignorarlo?
¡Es usted médico y no sabe unas cosas tan elementales! Para despreciar el
dolor, estar siempre satisfecho y no asombrarse de nada, hay que llegar hasta
ese estado
- e Iván Dmítrich señaló al mujik gordo, rebosante de
grasa-, o bien haberse templado con el dolor hasta el extremo de perder toda
sensibilidad hacia él; es decir, en otras palabras, dejar de vivir. Perdóneme,
no soy sabio ni filósofo - prosiguió irritado -, y no comprendo nada de estas
cosas. No me siento en condiciones de razonar.
-Al contrario, razona usted muy bien.
-Los estoicos, a los que usted parodia, eran unos
hombres notables, pero su doctrina quedó fosilizada hace dos mil años y no ha
avanzado ni tanto así, ni avanzará, porque no es práctica ni tiene vida. Sólo
ha tenido cierto éxito entre una minoría que se pasa la vida estudiando y
rumiando toda clase de doctrinas; la mayoría no ha llegado a comprenderla. Una
doctrina que predice la indiferencia hacia las riquezas, hacia las comodidades
de la vida, el desprecio de los sufrimientos y la muerte, es totalmente incomprensible
para la inmensa mayoría, ya que esta mayoría no conoció nunca ni las riquezas
ni las comodidades. Y despreciar el sufrimiento significaría para ella
despreciar la propia vida, ya que toda la esencia del hombre la integran
sensaciones de hambre, frío, ofensas,
pérdidas y un
miedo ante la muerte al estilo de Hamlet. En estas
sensaciones está la vida entera: puede cansarnos, podemos odiarla, pero no
despreciarla. Así pues, lo repito: la doctrina de los estoicos no puede tener
nunca futuro. Lo que progresa, en cambio, según puede ver, desde el comienzo
del mundo hasta el día de hoy, es la lucha, la sensibilidad ante el dolor, la
capacidad de responder a las excitaciones...
Iván Dmítrich perdió de pronto el hilo del discurso,
se detuvo y se pasó, irritado, la mano por la frente.
-Quería decir algo importante, pero no lo recuerdo
-dijo- ¿De qué hablaba? ¡Ah, sí! Es lo que estaba diciendo; un estoico se
vendió como esclavo para redimir a un semejante. Ya lo ve, eso significa que
también el estoico reaccionó a la excitación, puesto que, para realizar un acto
tan generoso como el de aniquilarse a sí mismo en bien del prójimo, se requiere
un alma capaz de indignarse y compadecer. Aquí, en esta cárcel, he olvidado
todo lo que aprendí, porque aún podría recordar alguna cosa. ¿Y si tomamos a
Cristo? Cristo reaccionó ante la realidad con su llanto, su sonrisa, su
tristeza, su cólera, hasta con su angustia. No fue con una sonrisa al encuentro
de los sufrimientos y no despreciaba la muerte, sino que oró en el huerto de
Getsemaní para que no se le hiciese beber el cáliz de la amargura.
Iván Dmítrich rompió a reír y se sentó.
-Admitámoslo, la tranquilidad y la satisfacción del
hombre están en él mismo, y no fuera de él - dijo- Admitamos que hay que
despreciar el sufrimiento y no asombrarse de nada. Pero ¿en qué se apoya usted
para predicarlo? ¿Es un sabio? ¿Un filósofo?
-No, no soy un filósofo, pero esto debe predicarlo
cualquiera, porque es sensato.
-No, lo que yo quiero saber es por qué se considera
competente en lo de la comprensión del mundo, el desprecio del sufrimiento y
todo lo demás.
¿Acaso no ha sufrido usted nunca? ¿Tiene una noción de
lo que es el sufrimiento? Dígame: ¿le pegaban a usted cuando era niño?
-No, mis padres sentían aversión hacia los castigos
corporales.
-Pues mi padre me zurraba la badana. Era un
funcionario de carácter violento,
que padecía de hemorroides, de nariz larga y cuello
amarillo. Pero hablemos de usted. En toda su vida le tocó nadie un pelo, nadie
le asustó ni le pegó; tiene la salud de un toro. Creció al amparo de su padre y
él le costeó los estudios, y luego, inmediatamente, consiguió una sinecura. Lleva
viviendo más de veinte años en una casa gratis, con calefacción y luz, con
sirvienta; se le deja que trabaje como y cuanto quiera; incluso puede no hacer
nada. Por naturaleza, es usted perezoso, flojo, y por eso trató de organizar su
vida de modo que nada le inquietase ni le obligara a moverse. Dejó las cosas en
manos del practicante y demás canallas, mientras que usted
se quedaba en su
habitación templada y silenciosa, reunía dinero, leía libros, se
entregaba a meditaciones sobre todo género de sublimes estupideces y - aquí
Iván Dmítrich se quedó mirando la roja nariz del médico - bebía. En una
palabra, no ha visto la vida, no la conoce en absoluto; de la realidad, tiene
una noción simplemente teórica. Si desprecia el sufrimiento y nada le asombra,
es por una causa muy sencilla: vanidad de vanidades; lo externo y lo interno,
el desprecio de la vida, de los sufrimientos y la muerte, la comprensión del
mundo, el verdadero bien: todo esto es la filosofía más apropiada del holgazán
ruso. Usted ve, por ejemplo, que un mujik pega a su mujer. ¿Para qué meterse de
por medio? Que le pegue; es lo mismo: los dos morirán tarde o temprano; además,
el que pega no ofende con sus golpes a quien los recibe, sino que se ofende a
sí mismo. Emborracharse es algo estúpido e indecoroso, pero beber es morirse y
no beber también lo es. Llega una mujer con dolor de muelas... ¿Y qué? El dolor
es la noción de que nos duele, y sin enfermedades es imposible vivir; todos
moriremos. Así que, mujer, vete de aquí y déjame que piense y beba vodka. Un
joven pide consejo, pregunta qué hacer, cómo vivir. Otro, antes de contestar,
meditaría, pero usted tiene preparada la respuesta: trata de comprender el
sentido de la existencia o aspira al auténtico bien. ¿Y qué es ese fantástico
«auténtico bien»? No hay respuesta, claro. A nosotros nos tienen aquí entre
rejas, nos podrimos, nos martirizan, pero eso es hermoso y racional, porque
entre esta sala y un despacho templado y confortable no hay diferencia alguna.
Es una filosofía muy cómoda: no hay nada que hacer, uno tiene la conciencia
tranquila y se considera sabio... No, señor, eso no es filosofía, no es pensamiento,
no es amplitud de ideas, sino pereza, mentalidad de faquir, un sopor... ¡Sí! -
se volvió a irritar Iván Dmítrich -. Desprecia el sufrimiento, pero, si le
cogieran un dedo con la puerta, ¡pondría el grito en el cielo!
-Quizá no - dijo Andrei Efímich, sonriendo dulcemente.
-¡Claro que sí! Pero si se quedase paralítico o si,
supongamos, un estúpido e insolente, valiéndose de su posición y su cargo, le
ofendiese en público y usted supiera que el acto iba a quedar impune, entonces
comprendería qué es eso de remitirse, cuando de otros se trata, al sentido de
la vida y al auténtico bien.
-Eso es original - dijo Andrei Efímich, riendo de
satisfacción y frotándose las manos-. Me asombra agradablemente su afición a
las generalizaciones. Y lo que ha dicho de mí es sencillamente brillante. He de
confesar que la conversación con usted me proporciona extraordinario placer. Bien,
le he escuchado; ahora tenga la bondad de escucharme a mí...
XI
Esta conversación se prolongó todavía cerca de una
hora y, al parecer, produjo profunda impresión a Andrei Efímich. A partir de
entonces dio en acudir al pabellón todos los días. Iba por la mañana y después
de comer, y a menudo la oscuridad de la tarde le sorprendía de charla con Iván
Dmítrich. En los primeros tiempos éste se mostraba huraño, sospechando que le
traía un mal propósito, y manifestaba abiertamente su hostilidad; pero luego se
acostumbró a él y su brusquedad de antes cambió por una actitud indulgente e
irónica.
En el hospital no tardó en propagarse el rumor de que
el doctor Andrei Efímich había empezado a visitar la sala número seis. Nadie,
ni el practicante, ni Nikita, ni las enfermeras, podía comprender qué era lo
que le llevaba, por qué se pasaba allí las horas muertas, de qué hablaba y por
qué no recetaba nada. Sus actos parecían extraños. A menudo, Mijaíl Averiánich
no lo encontraba en casa, cosa que antes no sucedía nunca. Y Dáriushka se
sentía desconcertada, puesto que el doctor no bebía ya la cerveza a determinada
hora y a veces hasta llegaba tarde a la comida.
En una ocasión - esto era ya a fines de junio -, el
doctor Jobótov, que tenía necesidad de hablar con Andrei Dmítrich, acudió a su
casa; al no dar con él, salió a buscarlo al patio, donde le dijeron que el
viejo doctor estaba con los enfermos mentales. Al entrar en el pabellón, se
detuvo en el zaguán, desde donde pudo oír la siguiente conversación:
-Nunca nos pondremos de acuerdo, no conseguirá
convencerme -decía, irritado, Iván Dmítrich-. Usted no conoce la realidad en
absoluto y no sufrió nunca. Lo único que ha hecho ha sido alimentarse como una
sanguijuela junto a los sufrimientos ajenos; yo, en cambio, he sufrido desde el
día en que nací hasta hoy. Por eso le digo abiertamente que me considero
superior a usted y más competente en todos los sentidos. No es usted quién para
darme lecciones.
-Yo no pretendo en absoluto convertirle a mis
creencias -decía Andrei Efímich en voz baja y como lamentando que no
quisieran entenderle-. No se trata de eso, amigo mío. No se trata de
que usted ha sufrido y yo no. Las alegrías y los sufrimientos son
efímeros. Dejémoslos aparte,
que se vayan
con Dios. De lo que se trata es de que usted y yo pensamos; vemos el uno
en el otro a personas capaces de pensar y razonar, y esto nos hace solidarios
por diferentes que sean nuestros puntos de vista. ¡Si usted supiera, amigo mío,
cómo me fastidian la insania general, la falta de talento, la torpeza, y la
alegría con que converso con usted! Usted es una persona inteligente y su
charla me deleita.
Jobótov abrió un poco la puerta y miró a la sala.
Iván Dmítrich, con su gorro de dormir, y el doctor
Andrei Efímich estaban sentados en
el camastro uno junto a otro. El
loco gesticulaba, se estremecía y se arrebujaba convulsamente en su bata,
mientras que el doctor permanecía inmóvil, con la cabeza baja; su cara estaba
roja y ofrecía una expresión abatida y triste. Jobótov se encogió de hombros,
sonrió irónicamente y cambió una mirada con Nikita. Este también se encogió de
hombros.
Al día siguiente, Jobótov se presentó en el pabellón
acompañado del practicante. Los dos se quedaron en el zaguán, escuchando.
-Parece
que nuestro abuelo
ha perdido por completo la chaveta -dijo Jobótov al
salir del pabellón.
-¡Señor, compadécete de nosotros, pecadores! -suspiró
el devoto Serguei Serguéich, tratando de no pisar los charcos para no
ensuciarse las recién lustradas botas-. Si quiere que le diga la verdad,
estimado Evgueni Fiódorich, hace tiempo que lo esperaba.
XII
Después de esto, Andrei Efímich empezó a advertir a su
alrededor una atmósfera de misterio. Los mozos, las enfermeras y los enfermos,
al tropezar con él, le miraban con aire interrogativo y luego se ponían a
cuchichear. Masha, la pequeña hija del inspector, con la que siempre le
agradaba encontrarse en el jardín del hospital, ahora, cuando él se le acercaba
para hacerle una caricia, lo rehuía. El jefe de Correos, Mijaíl Averiánich,
al oírle, no
decía ya:
«Tiene usted toda la razón», sino que balbuceaba,
dominado por una turbación incomprensible: «Sí, sí, sí...», y le miraba
pensativo y triste. Sin causa aparente, empezó a aconsejar a su amigo que
dejase el vodka y la cerveza; como persona delicada que era, no lo decía
abiertamente, sino con reticencias, hablando de un jefe de batallón, excelente
persona, o del capellán de un regimiento, otra persona excelente, quienes eran
aficionados a la bebida y se curaron por completo cuando la dejaron. Dos o tres
veces acudió también a visitar a Andrei Efímich su colega Jobótov; éste también
le aconsejó que dejase las bebidas alcohólicas, y sin motivo visible le
recomendó que tomase bromuro potásico.
En agosto, Andrei Efímich recibió una carta del
alcalde en la que le pedía que acudiese para tratar de un asunto de gran
importancia. Al llegar a la hora fijada al Ayuntamiento, Andrei Efímich se
encontró con el jefe de la tropa, el inspector de la escuela del distrito, que
también era concejal, Jobótov y un señor grueso y rubio a quien le presentaron
como médico. Este último, de apellido polaco muy difícil de pronunciar, vivía a
treinta verstas de la ciudad, en una granja dedicada a la cría de caballos, y
estaba de paso.
-Tenemos aquí algo que le concierne -dijo el concejal
a Andrei Efímich, después de cambiar los saludos de rigor y sentarse a la
mesa-. Evgueni Fiódorich dice que en el pabellón principal hay poco sitio para
la farmacia y que convendría trasladarla a una de las dependencias. Claro que
esto puede hacerse, pero habría que proceder a ciertos arreglos.
-Sí, sin ello sería imposible -dijo Andrei Efímich, después de reflexionar unos
momentos- Si, por ejemplo, se acondicionara el pabellón de la esquina para
farmacia, creo que, como mínimo, se necesitarían quinientos rublos. Es un gasto
improductivo.
Se hizo el silencio.
-Ya tuve el honor de informar, hace diez años -
prosiguió Andrei Efímich en voz baja-, de que este hospital, tal como ahora lo
tenemos, es un lujo que la ciudad no se puede permitir. Fue construido en los
años cuarenta, cuando había más recursos. La ciudad gasta demasiado en obras
innecesarias y en cargos superfluos. Creo que con el mismo dinero, con una
administración distinta, se podrían sostener dos hospitales modelo.
-¡Vamos, pues, a cambiar la administración! -dijo
vivamente el concejal.
-Yo ya tuve el honor de informar así: Entreguen los
servicios médicos al zemstvo.
-Sí, entreguen el dinero al zemstvo y él se quedará
con todo - replicó, riendo, el doctor rubio.
-Es lo que suele ocurrir - asintió el concejal, que también
rompió a reír.
Andrei Efímich lanzó al doctor rubio una mirada
confusa y turbia y dijo:
-Hay que ser justos.
De nuevo se hizo una pausa. Sirvieron té. El jefe de
la tropa, con una turbación que nadie se explicaría, tocó
por encima de
la mesa el
brazo de Andrei Efímich y le
dijo:
-Nos tiene olvidados, doctor; claro que usted es un
monje: no juega a las cartas y no le gustan las mujeres. Se aburriría con
nosotros.
Todos empezaron a hablar de lo aburrida que, para un
hombre decoroso, resultaba la vida en la ciudad. No había ni teatro ni música,
y en el último baile del club había casi veinte damas y sólo dos caballeros.
Los jóvenes no bailaban, se quedaban en el bar o jugando a las cartas. Andrei
Efímich, con voz lenta y suave, sin mirar a nadie, dijo que era una lástima,
una verdadera lástima, que la gente de la ciudad invirtiese sus energías, su
corazón y su inteligencia en las cartas y en chismorreos, y no supiesen ni
quisieran pasar el tiempo en una conversación interesante y en la lectura; no
querían disfrutar de los placeres que la inteligencia proporciona. Sólo la
inteligencia era interesante y notable; todo lo demás era ruin y bajo. Jobótov,
que escuchaba atentamente a su colega, le preguntó de pronto:
-Andrei Efímich, ¿a cuántos estamos hoy? Obtenida la
respuesta, el doctor rubio y Jobótov, con el tono de examinadores conscientes
de su incapacidad, pasaron a preguntar a Andrei Efímich que día era, cuántos
días tiene el año y si era cierto que en la sala número seis vivía un
extraordinario profeta.
En respuesta a la última pregunta, Andrei Efímich se
ruborizó y dijo:
-Sí, se trata de un enfermo, pero es un joven muy
interesante.
No le volvieron a preguntar nada más.
Cuando en la antesala se estaba poniendo el abrigo, el
jefe de la tropa le puso la mano en el hombro y le dijo con un suspiro:
-¡Ya es hora de que los viejos nos retiremos a descansar!
Al salir de la
Alcaldía, Andrei Efímich comprendió que los reunidos integraban una
comisión designada para dictaminar acerca de sus facultades mentales. Recordó
las preguntas que le habían hecho, se puso rojo y, por primera vez en su vida,
sintió una profunda lástima por la Medicina.
«Dios mío -pensó recordando la manera como los médicos acababan de reconocerle -, no
hace tanto que estudiaron psiquiatría y aprobaron el examen; ¿cómo son
tan ignorantes? ¡No tienen ni la menor idea de lo que es la psiquiatría!»
Y por primera vez en su vida se sintió ofendido e
irritado.
Aquella misma tarde estuvo en su casa Mijaíl
Averiánich. Sin saludarle siquiera, el jefe de Correos se acercó a él, le cogió
ambas manos y dijo con voz conmovida:
-Querido mío, amigo mío, deme una prueba de que cree
en mi sincera disposición y me considera amigo suyo... ¡Amigo mío! - y, sin
dejar hablar a Andrei Efímich, prosiguió agitado: - Le quiero a usted por su
cultura y su nobleza de espíritu. Escúcheme, querido. Las reglas de la ciencia
obligan a los médicos a ocultarle la verdad, pero yo, como a militar que soy,
se la digo abiertamente: ¡usted está enfermo! Perdóneme, querido, pero es
verdad; hace mucho lo han advertido cuantos le rodean. El doctor Evgueni
Fiódorich me acaba de decir que, para bien de su salud, debe usted descansar y
distraerse.
¡Tiene toda la razón! ¡Perfecto! Dentro de unos días
voy a tomar vacaciones y me iré a respirar otros aires. Demuéstreme
que es amigo
mío: ¡vayamos juntos! Echaremos una cana al aire.
-Me siento
completamente sano -dijo Andrei Efímich,
después de pensarlo-. No puedo ir. Permítame demostrarle mi amistad de otro
modo.
En el primer instante, la idea de ir no sabía a dónde
ni para qué, sin libros, sin Dáriushka, sin cerveza, la idea de alterar por
completo el régimen de vida establecido a lo largo de veinte años, le pareció
absurda y fantástica. Pero recordó la conversación del Ayuntamiento y el estado
de espíritu que había sentido al volver a casa, y la idea de alejarse por
cierto tiempo de aquella ciudad, donde gentes estúpidas lo consideraban loco,
pareció sonreírle.
-¿Y adónde tenía el propósito de ir? - preguntó.
-A Moscú, a Petersburgo, a Varsovia... En Varsovia
pasé los cinco años más felices de mi vida. ¡Es una ciudad asombrosa! ¡Venga
conmigo, querido!
XIII
Una semana más tarde invitaban a Andrei Efímich a
tomarse un descanso, es decir, a presentar la dimisión, hecho que él acogió con
indiferencia, y pasada otra semana Mijaíl Averiánich y él se encontraban ya en
el coche de posta, camino de la estación
de ferrocarril más
cercana. Los días
eran frescos y claros, el cielo era azul y se divisaba hasta la última
línea del horizonte. Las doscientas verstas que les separaban de la estación
las recorrieron en dos días, pernoctando dos veces en el camino. Cuando en las
estaciones de posta les servían el té en vasos sucios o tardaban en enganchar
los caballos, Mijaíl Averiánich se ponía rojo y gritaba frenético: « ¡Silencio!
¡No quiero excusas!» Y en el coche no cesaba ni un instante de contar sus
viajes por el Cáucaso y el reino de Polonia. ¡Cuántas aventuras había tenido,
cuántos encuentros! Hablaba a gritos y ponía unos ojos tan extraños, que podía
pensarse que mentía. Por añadidura, hablaba echando el aliento a la cara de
Andrei Efímich y riendo a carcajadas en su mismo oído. Esto molestaba al doctor
y no le dejaba pensar y concentrarse.
Por motivos de economía, sacaron billetes de tercera,
de un vagón para no fumadores. La mitad de los viajeros era gente bien
trajeada. Mijaíl Averiánich no tardó en trabar conocimiento con todos y,
pasando de un asiento a otro, decía a gritos que no se debía utilizar aquellos
indignantes trenes. ¡Todo era un engaño! Otra cosa era ir a caballo: en un día
recorría uno cien verstas y se sentía tan fresco. Y las malas cosechas se
debían, en Rusia, a que habían desecado los pantanos de Pirisk. En
general, las anormalidades eran terribles. Se acaloraba, hablaba a
gritos y no dejaba intervenir a nadie. Esta charla interminable, salpicada con
risotadas y gestos expresivos, acabó por fatigar a Andrei Efímich.
« ¿Quién de nosotros dos es el loco? – Pensaba irritado-
¿Yo, que procuro no molestar a los viajeros, o este egoísta, que se cree el más
inteligente de todos y no deja tranquilo a nadie?»
En Moscú, Mijaíl Averiánich se puso levita militar sin
charreteras y pantalones de ribetes rojos. Por la calle iba con gorra militar y
capote, y los soldados le saludaban a su paso. A Andrei Efímich le parecía
ahora que su compañero había perdido todo cuanto de bueno tuviera en otros
tiempos en sus costumbres señoriales, quedándole lo malo. Le agradaba que le
atendieran hasta cuando no era necesario en absoluto. Tenía las cerillas ante
él, sobre la mesa, y él las veía, pero llamaba al mozo para que se las diera. No
sentía reparo en andar delante de la doncella en paños menores; a todos los
criados sin excepción, incluso a los viejos, los tuteaba y, al enfadarse, los
llamaba zoquetes y estúpidos. Esto le parecía a Andrei Efímich señorial, pero
repugnante.
Lo primero de todo, Mijaíl Averiánich llevó a su amigo
a la virgen de Iveria. Rezó fervorosamente, con profundas genuflexiones y
lágrimas en los ojos, y al terminar lanzó un profundo suspiro y dijo:
- Aunque uno no sea creyente, parece que se queda más
tranquilo cuando reza. Bese la imagen, querido.
Andrei Efímich se turbó e hizo lo que le decían.
Mijaíl Averiánich, a su vez, alargó los labios y,
meneando la cabeza, bisbiseó una nueva oración; las lágrimas afluyeron de nuevo
a sus ojos. Luego estuvieron en el Kremlin, donde vieron el «Cañón Rey» y la
«Campana Reina», y hasta pasaron la mano por sus moles de bronce. Contemplaron
las vistas que se abrían hacia Zamosko-vorechie y estuvieron en el templo del
Salvador y en el museo de Rumiántsev.
Comieron en el restaurante de Téstov. Mijafi
Averiánich examinó durante largo rato la carta, acariciándose las patillas, y
dijo, con el tono del gastrónomo acostumbrado a sentirse en los restaurantes
como en su casa:
- ¡A ver qué nos da hoy, amigo!
XIV
El doctor iba a un sitio y a otro, miraba, comía,
bebía, pero siempre le dominaba un mismo sentimiento: el fastidio que Mijaíl
Averiánich le producía. Sentía deseos de descansar de su amigo, de evitarlo, de
esconderse, pero su amigo se creía obligado a no separarse de él ni un solo
paso y a procurarle el mayor número posible de distracciones. Cuando no había
nada que ver, lo entretenía con su charla. Andrei Efímich aguantó dos días,
pero al tercero manifestó que se encontraba
indispuesto y quería quedarse el día entero en el hotel. Su amigo dijo que, en
tal caso, también él se quedaría. En efecto, hacía falta descansar, pues de
otro modo acabarían fatigados. Andrei Efímich se tumbó en el diván, de cara al
respaldo, y, apretando los dientes, estuvo escuchando a su amigo, quien aseguraba
con gran calor que Francia, tarde o temprano, acabaría por destrozar a
Alemania; que en Moscú había muchos pillos, y que por el simple aspecto de un
caballo no era posible apreciar sus cualidades. Al doctor empezaron a zumbarle
los oídos, y tenía palpitaciones, pero, por delicadeza, no se atrevía a pedir a
su amigo que se fuese o se callase. Afortunadamente, Mijaíl Averiánich acabó
por aburrirse de estar en la habitación del hotel y después de comer salió a
dar una vuelta.
Al quedarse solo, Andrei Efímich se entregó al
sentimiento del descanso. ¡Qué agradable era permanecer inmóvil, echado en el
diván, con la conciencia de que no había nadie más en el cuarto! Sin soledad,
es imposible la verdadera dicha. El ángel caído traicionó probablemente a Dios
porque sintió deseos de una soledad que los ángeles no conocen. Andrei Efímich
quería pensar en lo que había visto y oído en los últimos días, pero Mijaíl
Averiánich no se le iba de la cabeza.
«Y lo cierto es que tomó sus vacaciones y vino conmigo
por amistad, movido por un espíritu generoso -pensaba el doctor, irritado-. No
hay nada peor que esta tutela de un amigo. Parece que es bueno, magnánimo y
alegre, pero resulta aburrido. Insoportablemente aburrido. Lo mismo ocurre con
las personas que siempre hablan de cosas inteligentes y buenas, pero que uno se
da cuenta de que son unos tipos obtusos.»
Luego, los días siguientes, Andrei Efímich se fingió
indispuesto para no salir de la habitación. Permanecía tumbado en el diván, de
cara a la pared, y sufría cuando su amigo trataba de distraerle a fuerza de
conversación, o descansaba cuando
el otro salía. Se irritaba consigo mismo, por haber emprendido el viaje,
y con su amigo, que cada día se mostraba más hablador y desenvuelto. Le era
imposible orientar sus pensamientos hacia algo serio y elevado.
«Es la realidad de que Iván Dmítrich hablaba -pensaba,
enfadándose de su mezquindad -. Aunque todo esto es una estupidez... Cuando
llegue a casa, todo volverá a su cauce... »
En Petersburgo ocurrió lo mismo: se pasaba el santo
día en la habitación, tumbado en el diván, y sólo se levantaba para beber
cerveza.
Mijaíl Averiánich no cesaba de insistir en que fuesen
a Varsovia lo antes posible.
-¿Para qué voy a ir, amigo mío? -decía Andrei Efímich,
con voz suplicante -. Vaya usted solo y déjeme volver a casa. ¡Se lo ruego!
-¡De ninguna manera! - protestaba Mijaíl Averiánich-.
Es una ciudad maravillosa. ¡En ella pasé los cinco años más felices de mi vida!
Andrei Efímich no era un hombre de carácter como para
mantenerse firme, por lo que, haciendo de tripas corazón, fue a Varsovia. Allí
tampoco salía de la habitación, permanecía tumbado en el diván y se irritaba
consigo mismo, con su amigo y con los criados, que se resistían tenazmente a
comprender el ruso. Mientras tanto, Mijaíl Averiánich, sano, animoso y jovial
como de ordinario, recorría de la mañana a la noche la ciudad en busca de sus
viejos conocidos. Alguna noche no durmió en el hotel. Después de una de ellas,
pasada Dios sabe dónde, volvió muy temprano en un estado de gran agitación,
rojo y despeinado. Durante largo rato estuvo paseando de un rincón a otro,
gruñendo para sus adentros; luego se detuvo y dijo:
-¡El honor ante todo!
Después de nuevas idas y venidas, se agarró la cabeza
con ambas manos y dijo con voz trágica:
-¡Sí, el honor ante todo! ¡Maldito sea el minuto en
que se me ocurrió venir a esta Babilonia! Querido mío - añadió, volviéndose
hacia el doctor -, desprécieme: ¡he jugado y he perdido! ¡Deme quinientos rublos!
Andrei Efímich los contó y, en silencio, los entregó a
su amigo. Este, rojo todavía de vergüenza y cólera, balbuceó un juramento
incoherente e innecesario, se puso la gorra y salió a la calle. Al volver, dos
horas más tarde, se desplomó en una butaca, dejó escapar un sonoro suspiro y
dijo:
-¡Ha sido salvado el honor! ¡Vámonos, amigo mío! No
quiero permanecer ni un minuto más en esta maldita ciudad. ¡Son unos granujas!
¡Unos espías austríacos!
Cuando los amigos regresaron a su ciudad, era ya
noviembre y las calles estaban cubiertas con una profunda capa de nieve. El
puesto de Andrei Efímich lo ocupaba el doctor Jobótov, quien vivía aún en la
casa de antes, esperando que aquél volviese y dejase libre el piso del
hospital. La mujer fea a la que él llamaba cocinera vivía ya en uno de los
pabellones.
Por la ciudad corrían nuevos rumores acerca del
hospital. Se decía que la mujer fea había reñido con el inspector y que éste se
había arrastrado ante ella de rodillas, pidiendo perdón.
Al día siguiente de su regreso, Andrei Efímich tuvo ya
que buscar nuevo alojamiento.
-Amigo mío - le dijo tímidamente el jefe de Correos
perdóneme una pregunta indiscreta: ¿de qué recursos dispone?
Andrei Efímich contó en silencio su dinero y dijo:
-De ochenta y seis rublos.
-No me refiero a eso - insistió turbado Mijaíl
Averiánich, que no había comprendido al doctor-. Lo que le pregunto es de qué
recursos dispone en general.
-Ya se lo he dicho: de ochenta y seis rublos...
No tengo nada más.
Mijaíl Averiánich tenía al doctor por una persona
honrada y noble, pero, a pesar de todo, sospechaba que, por lo menos,
dispondría de un capital de veinte mil rublos. Ahora, al saber que era un
mendigo, que no tenía nada para vivir, rompió a llorar y abrazó a su amigo.
XV
Andrei
Efímich se trasladó a una casita de tres ventanas, propiedad de la viuda de un
menestral llamada Vielova. En ella no había más que tres habitaciones, sin
contar la cocina. Dos de ellas, con ventanas a la calle, las ocupaba el doctor;
en la tercera y en la cocina vivían Dáriushka y la dueña, con sus tres hijos. A
veces acudía a pasar la noche el amante de la dueña, un borracho alborotador
que atemorizaba a los niños y a Dáriushka. Cuando llegaba, se sentaba en la
cocina y empezaba a pedir vodka. Aquello resultaba demasiado estrecho, y el
doctor, movido por un sentimiento de compasión, se llevaba a los niños, que no
cesaban de llorar, y los acostaba en su misma habitación, en el suelo, cosa que
le producía gran satisfacción.
Seguía levantándose a las ocho y, después de tomar el
té, se sentaba a leer sus viejos libros y revistas. Para comprar nuevos, ya
no tenía dinero. Y fuese porque los
libros eran viejos o, acaso, porque el ambiente era distinto, la lectura ya no
le atraía como antes y le fatigaba. Al objeto de no caer en una ociosidad
completa, se dedicó a componer un catálogo completo de sus libros y a pegar las
etiquetas correspondientes en los lomos, y este trabajo, mecánico y meticuloso,
le resultó más interesante que la lectura. Con su monotonía y minuciosidad, le
distraía de un modo incomprensible. No pensaba en nada y el tiempo pasaba con
rapidez. Le resultaba entretenido hasta pelar patatas con Dáriuslika en la
cocina, o limpiar el alforfón. Los sábados y domingos iba a la iglesia. De pie
junto a la pared y con los ojos cerrados, escuchaba el canto y pensaba en sus
padres, en la Universidad, en las religiones; se sentía tranquilo y triste, y
luego, al salir del templo, lamentaba que los oficios hubieran terminado tan
pronto.
Estuvo un par de veces en el hospital para visitar a
Iván Dmítrich y charlar un rato con él. Pero en ambas ocasiones Iván Dmitrich
se mostró muy excitado y colérico; le pidió que le dejase tranquilo, pues le
fastidiaban las charlas vacías, y dijo que la única recompensa que pedía a los
malditos canallas, por todos sus sufrimientos, era que lo recluyesen donde no
hubiera nadie. ¿Es que le iban a negar hasta eso? Cuando Andrei Efímich se
despidió de él, las dos veces, deseándole buenas noches, el otro le mostró los
dientes y dijo:
-¡Váyase al diablo!
Y Andrei Efímich no sabía ahora si ir una tercera vez.
Lo cierto es que sentía deseos de hacerlo.
Antes, terminada la comida, Andrei Efímich daba un
paseo por las habitaciones y pensaba; ahora, desde la comida al té de la tarde,
permanecía tumbado en el diván, vuelto hacia la pared, y se entregaba a
unos pensamientos mezquinos
que no podía apartar de su cabeza. Le
molestaba que, después de más de veinte años de servicio, no le hubiesen
concedido una pensión, ni siquiera un subsidio. Cierto que no había trabajado a
conciencia, pero la pensión la concedían sin excepción a todos los
funcionarios, lo mismo si eran honestos que si no lo eran. Porque la justicia
moderna consistía precisamente en recompensar con honores, condecoraciones y
pensiones no las cualidades morales ni la
capacidad, sino el hecho de haber ejercido un cargo, cualquiera que fuese. ¿Por
qué debía ser él una excepción? Se le había acabado el dinero. Le daba
vergüenza pasar junto a la tienda y mirar a la dueña. Le debía ya treinta y dos
rublos de cerveza. También estaba en deuda con la Vielova. Dáriushka vendía
disimuladamente los trajes viejos y los libros y engañaba a la dueña de la
casa, diciendo que el doctor iba a recibir pronto una importante suma.
Se enfadaba consigo mismo por haber gastado en el
viaje los mil rublos que tenía ahorrados. ¡Qué bien le vendrían ahora! Le
molestaba que no le dejasen en paz. Jobótov se creía en la obligación de
visitar de tarde en tarde a su colega enfermo. Todo él le causaba repugnancia a
Andreí Efímich: la satisfecha cara, su tono indulgente, la palabra «colega»,
las botas altas; lo que más le molestaba era que se considerase en el deber de
tratar a Andrei Efímich y pensase que, en efecto, lo estaba curando. Cada vez
le traía un frasco de bromuro potásico y píldoras de ruibarbo.
También Mijaíl Averiánich se creía en el deber de
visitar y distraer a su amigo. Entraba siempre con una afectada desenvoltura,
reía forzadamente y trataba de hacerle creer que tenía muy buen aspecto y que
las cosas, gracias a Dios, iban mejorando, de lo que podía deducirse que
consideraba desesperada la situación de su amigo. No le había devuelto la deuda
de Varsovia, se sentía violento, abrumado por la vergüenza, y por esto trataba
de reír con más fuerza y de contar las cosas más chistosas. Sus anécdotas y
cuentos parecían ahora interminables y resultaban un tormento lo mismo para
Andrei Efímich que para él mismo.
Cuando
estaba presente, Andrei
Efímich se sentaba en el diván,
de cara a la pared, y escuchaba apretando los dientes. En su alma se iban
depositando capas de un sentimiento de resquemor, y después de cada visita de
su amigo sentía que el resquemor iba subiendo, hasta llegarle a la garganta.
Para acallar los sentimientos mezquinos, trataba de
pensar que él mismo, y Jobótov, y Mijaíl Averiánich, acabarían por morir tarde
o temprano, sin dejar en la naturaleza la menor huella de su paso. Si dentro de
un millón de años pasaba junto al globo terrestre, en el espacio, un espíritu,
lo único que vería sería tierra y rocas desnudas. Todo -la cultura y las leyes
morales- habría desaparecido; no crecerían ni siquiera cardos. ¿Qué importaban
la vergüenza ante el tendero, el minúsculo Jobótov, la pesada amistad de Mijaíl Averiánich? Todo
esto no era más que un absurdo, tonterías.
Pero tales reflexiones no le servían ya de nada.
Apenas empezaba a imaginarse lo que sería el globo terrestre dentro de un
millón de años, cuando de detrás de una roca desnuda aparecía Jobótov con sus
botas altas, o Mijaíl Averiánich con su forzada risa. Hasta creía oír un
murmullo avergonzado: «La deuda de Varsovia, querido, se la pagaré uno de estos
días... Sin falta.»
XVI
Un día, Mijaíl Averiánich llegó después de la comida,
cuando Andrei Efímich estaba tumbado en el diván. Las cosas rodaron de tal
manera, que de ahí a poco se presentó Jobótov con el bromuro potásico. Andrei
Efímich se incorporó pesadamente y se sentó, apoyando ambas manos en el diván.
-Hoy, querido - empezó Mijaíl Averiánich -, tiene
usted mucho mejor aspecto que ayer. ¡Lo encuentro muy bien! ¡De veras que lo
encuentro muy bien!
-Ya es hora de echar el mal pelo, colega – dijo Jobótov-.
De seguro que usted mismo está harto de tanto lío.
-¡Nos
curaremos! -exclamó
jovialmente Mijaíl
Averiánich-. ¡Aún viviremos cien años! ¡Como se lo
digo!
-No digo cien, pero sí veinte trató Jobótov de
consolarle -. No es nada, no es nada, colega, no hay motivo para abatirse... No
vea las cosas tan negras.
-¡Todavía se verá de qué somos capaces! -añadió
Mijaíl Averiánich, lanzando una risotada, y dio unas
palmadas en la rodilla de su amigo -. ¡Aún daremos que hablar! El próximo
verano, si Dios quiere, iremos al Cáucaso y lo recorreremos a caballo. Y a la
vuelta del Cáucaso, si nos descuidamos, celebraremos la boda -y Mijaíl
Averiánich hizo un guiño malicioso-. Lo casaremos, querido amigo, lo casaremos...
Andrei Efímich sintió de pronto que el sedimento le
subía a la garganta. El corazón empezó a latirle precipitadamente.
-¡Esto es chabacano! -exclamó, levantándose
rápidamente y retirándose a la ventana-. ¿No comprenden que lo que dicen
resulta chabacano?
Quería seguir en tono cortés, pero, contra su
voluntad, apretó los puños y los levantó por encima de la cabeza.
-¡Déjenme! -gritó con voz descompuesta, congestionado
y temblando-. ¡Fuera! ¡Fuera los dos, los dos!
Mijaíl Averiánich y Jobótov se pusieron en pie y se le
quedaron mirando, primero perplejos y después con miedo.
-¡Fuera
los dos! -prosiguió
gritando Andrei Efímich-.
¡Son unos torpes, unos estúpidos! ¡No
necesito ni tu amistad ni
tus medicinas, imbécil!
¡Qué chabacano es esto! ¡Qué asco! Jobótov y
Averiánich se miraron desconcertados, recularon hacia la puerta y salieron al
zaguán. Andrei Efímich agarró el frasco del bromuro y se lo tiró. El frasco se
rompió con estrépito en el umbral.
-¡Váyanse al diablo! -gritó él con voz llorosa,
saliendo al zaguán- ¡Al diablo!
Cuando se quedó solo, Andrei Efímich, temblando como
si sufriese un ataque de calentura, se tendió en el diván y siguió repitiendo
largo rato:
-¡Estúpidos! ¡Son unos estúpidos!
Cuando se hubo calmado, lo primero que pensó fue que
el pobre Mijaíl Averiánich debía de sentir un bochorno terrible y que todo esto
era espantoso. Nunca le había
ocurrido antes nada
semejante.
¿Dónde estaban la inteligencia y el tacto? ¿Dónde
estaban la comprensión de las cosas y ecuanimidad filosófica?
El bochorno y el enfado contra sí mismo le impidieron
dormir en toda la noche. Por la mañana, hacia las diez, se dirigió a la oficina
de Correos y presentó sus excusas a Mijaíl Averiánich.
-No recordemos lo ocurrido - dijo éste, conmovido y
lanzando un suspiro, apretándole la mano-. Olvidémoslo. ¡Liubavkin! - gritó de
pronto, de tal modo que todos los empleados y el público se estremecieron-.
Trae una silla. ¡Y tú espera! - gritó a una mujer que a través de la ventanilla
le alargaba una carta para certificar -. ¿No ves que estoy ocupado? No
recordemos lo pasado - prosiguió en tono cariñoso, dirigiéndose a Andrei
Efímich-. Siéntese, querido, se lo ruego encarecidamente.
Durante unos instantes, en silencio, se acarició las
rodillas y luego dijo:
-Ni siquiera se me había ocurrido enfadarme con usted.
Una enfermedad no es nada agradable, lo comprendo. Su explosión de ayer nos
asustó al doctor y a mí, y luego estuvimos hablando de usted largo rato.
Querido mío, ¿por qué se resiste a tomar en serio su enfermedad? ¿Es esto
posible? Perdóneme mi amistosa franqueza - balbuceó Mijaíl Averiánich -. Usted
vive en un ambiente que no puede ser más desfavorable: estrechez, suciedad; no
le cuidan, carece de recursos para tratarse... Querido amigo, el doctor y yo se
lo suplicamos de todo corazón; atienda nuestro consejo: ¡intérnese en el
hospital! Allí tendrá buena alimentación, cuidados, le pondrán en tratamiento.
Evgueni Fiódorich, aunque mauvais ton, dicho sea entre nosotros, sabe lo que se
lleva entre manos y se puede confiar en él por completo. Me ha dado palabra de
que se ocupará de usted.
Andrei Efímich se sintió conmovido por el sincero
interés y las lágrimas que de pronto brillaron en las mejillas del jefe de
Correos.
-¡No lo crea, mi estimado amigo! - murmuró, llevándose
la mano al corazón-. ¡No lo crea! ¡Es un engaño! Mi única enfermedad es que,
después de veinte años, no he encontrado en toda la ciudad más que a un hombre
inteligente, y éste está loco. No hay enfermedad alguna; sencillamente, he
caído en un círculo vicioso del que no hay salida. Pero todo me es lo mismo,
estoy dispuesto a lo que sea.
-Ingrese en el hospital, querido.
-Me es lo mismo, aunque sea en la cárcel.
-Deme su palabra de que obedecerá en todo a Evgueni
Fiódorich.
-Comoquiera, le doy mi palabra, pero le repito que he
caído en un círculo vicioso.
Todo, hasta el sincero interés de mis amigos,
conduce ahora a una cosa: a mi perdición. Me pierdo y tengo el valor de
reconocerlo.
-Se repondrá, querido.
-¿Para qué decir esto? - replicó Andrei Efímich,
irritado-. Muy pocas personas no sienten al fin de su vida lo que yo siento
ahora. Cuando le digan algo de los riñones o del corazón dilatado y usted se
ponga en cura, o si le dicen que está loco o es un criminal, en una palabra,
cuando la gente le preste atención, ha de saber que ha caído en un círculo
vicioso del que ya no podrá salir. Cuanto más se esfuerce en hacerlo, más se
extraviará. Es preferible que se rinda, porque ningún esfuerzo humano podrá
salvarle. Así es como pienso.
Entre tanto, ante la ventanilla iba aumentando el
público. Para no ser un estorbo, Andrei Efímich se puso en pie y se despidió.
Mijaíl Averiánich le hizo dar de nuevo su palabra de honor y le acompañó hasta
la puerta de la calle.
Aquella misma tarde se presentó en su casa Jobótov,
con su pelliza y sus botas altas, y le dijo en un tono como si la víspera no
hubiese ocurrido nada:
-Tengo que consultarle un asunto, colega.
¿Quiere venir conmigo?
Pensando que Jobótov trataba de distraerle con un
paseo, o acaso de proporcionarle la ocasión de ganar algo, Andrei Efímich se
puso el abrigo y salió con él a la calle. Le alegraba la oportunidad de poder
reparar su culpa de la víspera y en el fondo de su alma estaba agradecido de
Jobótov, quien ni siquiera había hecho mención del incidente y, al parecer, le
había perdonado. De un hombre tan inculto era difícil esperar tanta delicadeza.
-¿Dónde está el
enfermo? - preguntó Andrei Efímich.
-En el hospital. Hace tiempo que quería que usted lo
viera... Es un caso interesantísimo.
Entraron en el patio del hospital y, sin acercarse al
pabellón principal, se dirigieron al de los locos. Y todo esto en silencio. Al
entrar, Nikita, según su costumbre, se puso de pie de un salto y quedó en
posición de firmes.
-Se ha producido una complicación en los pulmones -
dijo a media voz Jobótov, entrando con Andrei Efímich en la sala-. Espere aquí;
ahora vuelvo, voy a buscar el fonendoscopio.
Y salió.
XVII
Ya anochecía. Iván Dmítrich estaba tumbado en su
camastro, con la cara hundida en la almohada; el paralítico, inmóvil, lloraba
dulcemente y movía los labios. El mujik gordo y el antiguo seleccionador de
cartas dormían. La calma era completa.
Andrei Efímich se había sentado en la cama de Iván Dmítrich y esperaba. Pero transcurrió media hora
y, en vez de Jobótov, en la sala entró Nikita, que traía una bata, ropa
interior y unos zapatos.
-Tenga la bondad de vestirse, señoría - dijo a media
voz-. Aquí tiene su cama, venga -añadió, indicando un camastro vacío que, al
parecer, habían traído poco antes-. No es nada; Dios querrá que recobre la
salud.
Andrei Efímich lo comprendió todo; sin decir una sola
palabra, se trasladó al camastro que Nikita le indicaba y se sentó en él. Al
ver que el guardián seguía ante él esperando, se desnudó por completo y le
invadió una sensación de vergüenza. Luego se puso la ropa del hospital; los
calzoncillos le estaban cortos, y la camisa, larga; la bata olía a pescado
ahumado.
-Dios querrá que recobre la salud - repitió Nikita.
Recogió la ropa de Andrei Efímich, salió y cerró la
puerta tras él.
«Es lo mismo... - pensó Andrei Efímich, envolviéndose
avergonzado en la bata y advirtiendo que con su nueva indumentaria ofrecía el
aspecto de un preso-. Es lo mismo... Da igual un frac que un uniforme o que
esta bata... »
Pero ¿y el reloj? ¿Y el cuaderno de notas que guardaba
en el bolsillo? ¿Y los cigarrillos? ¿Qué había hecho Nikita de la ropa? Ahora,
probablemente, no volvería a ponerse un pantalón, un chaleco ni unas botas.
Todo esto parecía extraño y hasta incomprensible en un primer momento. Andrei
Efímich seguía convencido de que entre la casa de la Vielova y la sala número
seis no había diferencia alguna, que en este mundo todo era un absurdo, vanidad
de vanidades; pero las manos le temblaban, los pies se le quedaban fríos y le
producía horror pensar que Iván Dmítrich se levantaría pronto y le vería con
semejante bata. Se puso en pie, dio unas vueltas y se sentó de nuevo.
Así estuvo media hora, una hora. Aquello le cansaba
hasta producirle una sensación de angustia.
¿Sería posible pasar allí un día, una semana, incluso
años, como aquella gente? Siguió sentado, se
levantó de nuevo para dar un paseo y volvió a sentarse. Podía acercarse
a mirar por la ventana y reemprender sus paseos de un rincón a otro. ¿Y
después? ¿Seguir allí eternamente, como una estatua, y pensar? No, apenas sería
posible.
Andrei Efímich se tendió en la cama, pero
inmediatamente se puso en pie, se limpió con la manga el sudor frío de la
frente y notó que toda la cara le olía a pescado ahumado. De nuevo volvió a sus
paseos.
-Aquí hay un malentendido... - articuló, abriendo
perplejo los brazos-. Hay que poner en claro las cosas, se trata de una
confusión...
En este momento se despertó Iván Dmítrich. Se sentó y
apoyó la cara en los dos puños. Lanzó un escupitajo. Luego, perezosamente, miró
al doctor, sin que en un primer
momento pareciera haber comprendido nada. Pero pronto su
semblante soñoliento adquirió una expresión rencorosa y burlona.
-¡Hola! ¿También a usted le han encerrado, amigo? -
dijo con una voz ronca, como de quien acaba de despertarse, y guiñando un ojo
-. Lo celebro mucho. Antes chupaba usted la sangre de la gente y ahora le
chuparán la suya. ¡Magnífico!
-Se trata de un mal entendido... - murmuró Andrei
Efímich, a quien las palabras de Iván Dmítrich habían asustado-. Es un mal
entendido... - repitió, encogiéndose de hombros.
Iván Dmítrich lanzó otro escupitajo y se tumbó.
- ¡Maldita vida! - gruñó-. Y lo peor de todo es que no
terminará con una recompensa por calamidades sufridas, no con una apoteosis,
como en la ópera, sino con la muerte. Vendrán los mozos del hospital, agarrarán
al muerto de los brazos y las piernas y se lo llevarán al sótano. ¡Brrr! ¡Qué
le vamos a hacer! ... Por el contrario, en el otro mundo tendremos nuestra
fiesta... Desde el otro
mundo vendré aquí como una sombra y asustaré a estos canallas. Haré que
les salgan canas.
Volvió Moiseika y, al ver al doctor, alargó la mano.
-Dame un kópek -dijo.
XVIII
Andrei Efímich se retiró a la ventana y se quedó
mirando el campo. Ya había oscurecido y en el horizonte, por la derecha, asomaba
una luna fría y rojiza. No lejos de la valla del hospital, todo lo más a cien
brazas, se levantaba un edificio alto y blanco, circundado por un muro. Era la
cárcel.
« ¡Esa es la realidad! », pensó Andrei Efímich, y
sintió miedo.
Le producían miedo la luna y la cárcel, y los clavos
de la valla, y la lejana llama de una fábrica. Andrei Efímich
oyó un suspiro
a sus espaldas.
Se volvió y vio a un hombre, con resplandecientes estrellas y condecoraciones
en el pecho, que sonreía y guiñaba maliciosamente el ojo. También esto le
produjo miedo.
Se dijo que en la luna y en la cárcel no había
nada de
particular, que las personas
psíquicamente sanas ostentan también condecoraciones y que, con el
tiempo, todo se pudriría y se convertiría en polvo. Pero de pronto la
desesperación se apoderó de él, se aferró con ambas manos a la reja y la
sacudió con todas sus fuerzas. Los sólidos barrotes no cedieron.
Luego, tratando de disipar sus temores, se acercó al
camastro de Iván Dmítrich y se sentó en él.
-Me noto muy decaído, querido - balbuceó, temblando y
secándose el sudor frío-. Muy decaído.
-Dedíquese a sus filosofías -replicó en tono de burla
Iván Dmítrich.
-Dios mío, Dios mío... Sí, sí... Decía usted que en
Rusia no hay filosofía, pero que filosofan todos, hasta la morralla. Pero que
la morralla filosofe no causa daño a nadie - dijo Andrei Efímich, como si
sintiese ganas de llorar y mover a compasión-. ¿A qué se debe esa risa rencorosa,
querido? ¿Y cómo no va a filosofar esta morralla, si se siente descontenta? El
hombre inteligente, culto, orgulloso y libre, semejante a Dios, no tiene otro
recurso que ir de médico a una ciudad de mala muerte, sucia y estúpida, y
recetar toda su vida ventosas, sanguijuelas y sinapismos. ¡Charlatanería,
estrechez de miras, vulgaridad! ¡Oh, Dios mío!
-Eso son estupideces. Si no le agradaba la carrera de
médico, podía haberse hecho ministro.
-Nada, nada es posible. Somos débiles, querido... Yo
me mostraba indiferente, razonaba con buen ánimo y sensatez, pero, desde que la
vida ha puesto en mí su mano grosera, me siento decaído... sumido en la
postración... Somos débiles, no valemos para nada... Y usted también, querido.
Usted es inteligente y noble; con la leche materna entraron en usted buenos
propósitos, pero, apenas dio los primeros pasos en la vida, se fatigó y cayó
enfermo... ¡Somos débiles, débiles!
Algo de lo que no podía verse libre, además del miedo
y de un sentimiento de ofensa, no cesaba de inquietar a Andrei Efímich desde
que había oscurecido. Acabó por darse cuenta de que quería tomar cerveza y
fumar.
-Voy a salir, querido - dijo-. Diré que traigan una
vela... No puedo seguir así… en esta situación...
Andrei Efímich se acercó a la puerta y la abrió, pero
inmediatamente Nikita se puso en pie de un salto y le cerró el paso.
-¿Adónde va? ¡No se puede salir! - dijo-. Ya es hora
de dormir.
-Es sólo un momento; quiero dar una vuelta por el
patio -explicó Andrei Efímich, estupefacto.
-No se puede, no está permitido. Usted mismo lo sabe.
Nikita cerró la puerta de un portazo y la sujetó apretando
con la espalda.
-¿Qué daño voy a causar a nadie, si salgo? - preguntó
Andrei Efímich, encogiéndose de hombros -.
¡No comprendo! ¡Nikita, debo salir! -añadió con voz
trémula- ¡Necesito salir!
-No escandalice; eso no está bien -dijo Nikita
sentenciosamente.
- ¡El diablo sabe qué es esto! - estalló de pronto
Iván Dmítrich, levantándose-. ¿Qué derecho tiene a no
dejarle salir? ¿Cómo se atreven a tenernos encerrados aquí? Creo que la ley lo
dice bien claro: nadie puede ser privado de la libertad sin sentencia de los
tribunales. ¡Esto es una violencia! ¡Una arbitrariedad!
-¡Claro que es una arbitrariedad! - repitió Andrei
Efímich, estimulado por los gritos de Iván Dmítrich-. ¡Necesito salir, debo
salir! ¡No tiene derecho a impedírmelo! ¡Te he dicho que me dejes salir!
-¿Lo oyes, bestia? - gritó Iván Dmítrich, y empezó a
descargar puñetazos en la puerta- ¡Abre o hecho la puerta abajo! ¡Criminal!
- ¡Abre! - gritó Andrei Efímich, temblando-. ¡Lo exijo!
- ¡Sigue! -contestó Nikita al otro lado de la puerta-.
¡Sigue y verás!
-Por lo menos, dile a Evgueni Fiódorich que venga.
Dile que yo se lo ruego... No es más que un minuto.
-El mismo vendrá mañana sin necesidad de que le
llamen.
-¡No nos soltarán nunca! -prosiguió, entre tanto, Iván
Dmítrich ¡Harán que nos pudramos aquí! ¡Oh, Dios mío! ¿Será posible que en el
otro mundo no haya infierno y que estos miserables sean perdonados? ¿Dónde está
la justicia? ¡Abre, canalla; no puedo respirar! -gritó con voz ronca, y se
lanzó contra la puerta-. ¡Te voy a romper la cabeza! ¡Asesinos!
Nikita abrió la puerta de un tirón, dio un fuerte empujón
a Andrei Efímich con las manos y la rodilla y le descargó un puñetazo en la
cara. Andrei Efímich creyó que una enorme ola de agua salada le había envuelto
y le arrastraba hasta el camastro. En efecto, en la boca notaba un sabor
salado: debía de ser sangre de las muelas. Como si tratase de salir a flote,
agitó los brazos y se agarró a una cama, al mismo tiempo que sentía que Nikita
le daba otros dos puñetazos en la espalda. Iván Dmítrich lanzó un fuerte grito.
También debían de pegarle.
A continuación todo quedó en silencio. La escasa luz
de la luna entraba por entre los barrotes y sobre el suelo se proyectaba una
sombra parecida a una red. Aquello era horrible. Andrei Efímich se tumbó,
conteniendo la respiración; esperaba espantado que le golpeasen de nuevo. Era
como si alguien le hubiera clavado una hoz, removiéndola varias veces en su
pecho y su vientre. El dolor le hizo morder la almohada y apretar los dientes,
cuando de pronto, entre el caos reinante en su cabeza, brilló con claridad el
pensamiento, terrible e insoportable, de que ese mismo dolor debieron de
sufrirlo años enteros, día tras día, aquellos hombres que ahora, a la luz de la
luna, parecían unas sombras negras. ¿Cómo pudo ocurrir que durante más de
veinte años no se hubiese enterado ni hubiese querido saber nada de esto? No
sabía, no tenía noticia de ese dolor; lo que quiere decir que no era culpable.
Pero la conciencia, tan cerca y ruda como Nikita, le hizo sentir frío de los
pies a la cabeza. Se puso en pie, quiso gritar con todas sus fuerzas y correr
para matar a Nikita, y luego a Jobótov, al inspector y al practicante; después
se quitaría él mismo la vida. Pero de su pecho no salió sonido alguno y las
piernas no le obedecieron. Jadeante, se arrancó del pecho la bata y la camisa,
las desgarró y, perdido el conocimiento, cayó sobre el camastro.
XIX
A la mañana siguiente le dolía la cabeza, le zumbaban
los oídos y sentía malestar general. No le producía vergüenza recordar su
debilidad de la víspera. Se había mostrado pusilánime, se había asustado hasta de
la luna y
había expresado sinceramente
ideas y sentimientos que jamás sospechó en él. Por ejemplo, la idea de la
insatisfacción de la morralla filosofante. Pero ahora todo le era lo mismo.
Sin comer ni beber, yacía inmóvil y en silencio.
«Todo me es lo mismo - pensaba cuando le preguntaban
algo-. No contestaré... Me da igual.»
Después de la comida llegó Mijaíl Averiánich, que le
traía un paquete de té y una libra de mermelada. También estuvo Dáriushka, que
permaneció de pie junto a la cama toda una hora con una expresión de sorda
amargura en el rostro. Estuvo el doctor Jobótov, quien trajo un frasco de
bromuro y ordenó a Nikita que ventilase la sala.
Andrei Efímich murió a media tarde de un ataque de
apoplejía. Primero notó grandes escalofríos y náuseas; le pareció que algo
repugnante se extendía por todo su cuerpo, hasta por los dedos, algo que,
subiendo del estómago, le llegaba hasta la cabeza y le inundaba los ojos y los
oídos. Le pareció que lo veía todo verde. Andrei Efímich comprendió que había
llegado su fin y recordó que Iván Dmítrich, Mijaíl Averiánich y millones de
personas creían en la inmortalidad. ¿Y si de pronto resultaba que existía? Pero
él no la deseaba; sólo pensó en ella un instante. Una manada de ciervos de
excepcional gracia y belleza, cuya descripción había leído la víspera, pasó
junto a él; luego una mujer tendió hacia él la mano con una carta
certificada... Mijaíl Averiánich dijo algo. Luego desapareció todo y Andrei
Efímich perdió la noción de las cosas para siempre.
Llegaron unos mozos del hospital, lo agarraron de los
brazos y las piernas y lo llevaron a la capilla. Allí se quedó sobre una mesa,
con los ojos abiertos, iluminado por la luna. Por la mañana acudió Serguei Serguéich,
oró devotamente ante el crucifijo y cerró los ojos del que había sido su jefe.
Al otro día se celebró el entierro. Sólo asistieron a
él Mijaíl Averiánich y Dáriushka.
FIN
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