Anotaciones e inclusión de fotos José Luis González Fernández
En su primera publicación, a
comienzos de 1915, el título de este trabajo rezaba: «Weitere Ratschläge zur
Technik der Psychoanalyse: III. Bemerkungen über die Übertragungsfiebe»
{«Nuevos consejos sobre la técnica del psicoanálisis: III. Puntualizaciones
sobre el amor de trasferencia»}. Con posterioridad a 1924, las ediciones en
alemán adoptaron el título abreviado.
Nos informa el doctor Ernest Jones (1955,
pág. 266) que, a juicio de Freud, este era el mejor de la presente serie de
trabajos sobre técnica. La carta que Freud dirigió a Ferenczi
el 13 de diciembre de 1931, en relación con las innovaciones técnicas
introducidas por este último, constituye un interesante complemento. Dicha
carta fue publicada por Jones en el tercer volumen de su biografía de Freud
(Jones, 1957, págs. 174 y sigs.).
James Strachey
Todo principiante en psicoanálisis teme
principalmente las dificultades que han de suscitarle la interpretación de las
ocurrencias del paciente y la reproducción de lo reprimido.
Pero no tarda en comprobar que tales dificultades significan muy poco en
comparación de las que surgen luego en el manejo de la transferencia.
De las diversas situaciones a que da lugar esta fase del análisis, quiero
describir aquí una, precisamente delimitada, que merece especial atención,
tanto por su frecuencia y su importancia real como por su interés teórico. Me
refiero al caso de que una paciente demuestre con signos inequívocos o declare
abiertamente haberse enamorado, como otra mortal cualquiera, del médico que
está analizándola. Esta situación tiene su lado cómico y su lado serio e
incluso penoso, y resulta tan complicada, tan inevitable y tan difícil de resolver,
que su discusión viene constituyendo hace mucho tiempo una necesidad vital de
la técnica psicoanalítica. Pero, reconociéndolo así, no hemos tenido hasta
ahora, absorbidos por otras cuestiones, un espacio libre que poder dedicarle,
aunque también ha de tenerse en cuenta que su desarrollo tropieza siempre con
el obstáculo que supone la discreción profesional, tan indispensable en la vida
como embarazosa para nuestra disciplina. Pero en cuanto la literatura
psicoanalítica pertenece también a la vida real, surge aquí una contradicción
insoluble. Recientemente
he tenido que infringir ya en un trabajo los preceptos de la discreción para
indicar cómo precisamente esta situación concomitante a la transferencia hubo
de retrasar el desarrollo de la terapia analítica en su primera década.
Para el profano -y en
psicoanálisis puede considerarse aún como tales a la inmensa mayoría de los
hombres cultos- los sucesos amorosos constituyen una categoría especialísima,
un capítulo de nuestra vida que no admite comparación con ninguno de los demás.
Así, pues, al saber que la paciente se ha enamorado del médico opinará que sólo
caben dos soluciones: o las circunstancias de ambos les permiten contraer una
unión legítima y definitiva, cosa poco frecuente, o, lo que es más probable,
tienen que separarse y abandonar la labor terapéutica comenzada. Existe, desde
luego, una tercera solución, que parece además compatible con la continuación
de la cura: la iniciación de unas relaciones amorosas ilegítimas y pasajeras;
pero tanto la moral burguesa como la dignidad profesional del médico la hacen
imposible. De todos modos, el profano demandará que el analista le presente
alguna garantía de la exclusión de este último caso. Es evidente que el punto
de vista del analítico ha de ser completamente distinto. Supongamos que la
situación se desenlaza conforme a la segunda de las soluciones indicadas. El
médico y la paciente se separan al hacerse manifiesto el enamoramiento de la
primera y la cura queda interrumpida.
Pero el estado de la paciente
hace necesaria, poco después, una nueva tentativa con otro médico, y resulta
que la sujeto acaba también por enamorarse de este segundo médico, e igualmente
del tercero, etc. Este hecho, que no dejará de presentarse en algún caso, y en
el que vemos uno de los fundamentos de la teoría psicoanalítica, entraña
importantes enseñanzas, tanto para el médico como para la enferma. Para el
médico supone una preciosa indicación y una excelente prevención contra una
posible transferencia recíproca, pronta a surgir en él. Le
demuestra que el enamoramiento de la sujeto depende exclusivamente de la
situación psicoanalítica y no puede ser atribuido en modo alguno a sus propios
atractivos personales, por lo cual no tiene el menor derecho a envanecerse de
aquella «conquista», según se la denominaría fuera del análisis. Y nunca está
de más tal advertencia. Para la paciente surge una alternativa: o renuncia definitivamente al
tratamiento analítico o ha de aceptar, como algo inevitable, un amor pasajero
por el médico que la trate. No duda que los familiares de la
enferma se decidirán por la primera de estas posibilidades, como el analítico
por la segunda. Pero, a mi juicio, es este un caso en el que la decisión no
debe ser abandonada a la solicitud cariñosa -y en el fondo celosa y egoísta- de
los familiares. El interés de la enferma debe ser el único factor decisivo,
pues el cariño de sus familiares no la curará jamás de su neurosis. El analista
no necesitará imponerse, pero sí puede afirmarse indispensable para la
consecución de ciertos resultados. Aquellos familiares de una paciente que hace
suya la actitud de Tolstoi ante este problema pueden conservar tranquilos la
posesión imperturbada de su mujer o de su hija, pero tendrán que resignarse a
que también ella conserve su neurosis y la consiguiente alteración de su
capacidad de amar. En último término, la situación es análoga a la que suscita
un tratamiento ginecológico. El marido o el padre celoso se equivocan además
por completo si creen que la paciente escapará al peligro de enamorarse del
médico, confiando la curación de su neurosis a un tratamiento distinto del
analítico. La única diferencia estará en que su enamoramiento, latente y no
analizado, no suministrará jamás aquella contribución a la curación que de él
sabría extraer el análisis.
Ha llegado a mí la noticia de que algunos médicos que practican el análisis suelen preparar a las pacientes a la aparición de la transferencia amorosa e incluso las inclinan a fomentarla «para que el análisis progrese». Difícilmente puede imaginarse técnica más desatinada. Con ella sólo consigue el médico arrancar al fenómeno la fuerza probatoria que supone su espontaneidad y crearse obstáculos que luego han de serle muy difíciles de vencer. En un principio no parece, ciertamente, que el enamoramiento surgido en la transferencia pueda procurarnos nada favorable a la cura. La paciente, incluso la más dúctil hasta entonces, pierde de repente todo interés por la cura y no quiere ya hablar ni oír hablar más que de su amor, para el cual demanda correspondencia. No muestra ya ninguno de los síntomas que antes la aquejaban, o no se ocupa de ellos para nada, y se declara completamente curada. La escena cambia totalmente, como si una súbita realidad hubiese venido a interrumpir el desarrollo de una comedia, como cuando en medio de una representación teatral surge la voz de «fuego». La primera vez que el médico se encuentra ante este fenómeno le es muy difícil no perder de vista la verdadera situación analítica y no incurrir en el error de creer realmente terminado el tratamiento.
Un poco de reflexión basta, sin
embargo, para aprehender la situación verdadera. En primer lugar hemos de
sospechar que todo aquello que viene a perturbar la cura es una manifestación
de la resistencia y, por tanto, ésta tiene que haber participado ampliamente en
la aparición de las exigencias amorosas de la paciente. Ya desde mucho tiempo
antes veníamos advirtiendo en la sujeto los signos de una transferencia positiva,
y pudimos atribuir, desde luego, a esta actitud suya con respecto al médico su
docilidad, su aceptación de las explicaciones que le dábamos en el curso del
análisis, su excelente comprensión y la claridad de inteligencia que en todo
ello demostraba. Pero todo esto ha desaparecido ahora; la paciente aparece absorbida
por su enamoramiento, y esta transformación se ha producido precisamente en un
momento en el que suponíamos que la sujeto iba a comunicar o a recordar un
fragmento especialmente penoso e intensamente reprimido de la historia de su
vida. Por tanto, el enamoramiento venía existiendo desde mucho antes; pero
ahora comienza a servirse de él la resistencia para coartar la continuación de
la cura, apartar de la labor analítica el interés de la paciente y colocar al
médico en una posición embarazosa.
Un examen más detenido de la
situación nos descubre en ella la influencia de ciertos factores que la
complican. Estos factores son, en parte, los concomitantes a todo
enamoramiento, pero otros se nos revelan como manifestaciones especiales de la
resistencia. Entre los primeros hemos de contar la tendencia de la paciente a
comprobar el poder de sus atractivos, su deseo de quebrantar la autoridad del
médico, haciéndole descender al puesto de amante, y todas las demás ventajas
que trae consigo la satisfacción amorosa. De la resistencia podemos, en cambio,
sospechar que haya utilizado la declaración amorosa para poner a prueba al
severo analítico, que, de mostrarse propicio a abandonar su papel, habría
recibido en el acto una dura lección. Pero, ante todo, experimentamos la
impresión de que actúa como un agente provocador, intensificando el
enamoramiento y exagerando la disposición a la entrega sexual, para justificar
luego, tanto más acentuadamente, la acción de la represión, alegando los
peligros de un tal desenfreno. En estas circunstancias meramente accesorias,
que pueden muy bien no aparecer en los casos puros, ha visto Alfred Adler el
nódulo esencial de todo el proceso.
Pero, ¿cómo ha de comportarse el analítico para no fracasar en esta situación cuando tiene la convicción de que la cura debe ser continuada, a pesar de la transferencia amorosa y a través de la misma? Me sería muy difícil postular ahora, acogiéndome a la
moral generalmente aceptada, que el analista no debe aceptar el amor que le es
ofrecido ni corresponder a él, sino, por el contrario, considerar llegado el
momento de atribuirse ante la mujer enamorada la representación de la moral, y
moverla a renunciar a sus pretensiones amorosas y a proseguir la labor
analítica, dominando la parte animal de su personalidad. Pero no me es posible
satisfacer estas esperanzas y tampoco su primera como su segunda parte. La
primera no, porque no escribo para la clientela, sino para los médicos, que han
de luchar con graves dificultades, y, además, porque en este caso me es posible
referir el precepto moral a su origen; esto es, a su educación a un fin. Por
esta vez me encuentro, afortunadamente, en una situación en la que puedo
sustituir el precepto moral por las conveniencias de la técnica analítica, sin
que el resultado sufra modificación alguna.
Todavía he de negarme más
resueltamente a satisfacer la segunda parte de las esperanzas indicadas.
Invitar a la paciente a yugular sus instintos, a la renuncia y a la
sublimación, en cuanto nos ha confesado su transferencia amorosa, sería
un solemne desatino. Equivaldría a conjurar a un espíritu del Averno,
haciéndole surgir ante nosotros, y despedirle luego sin interrogarle. Supondría
no haber atraído lo reprimido a la conciencia más que para reprimirlo de nuevo,
atemorizados. Tampoco podemos hacernos ilusiones sobre el resultado de un tal
procedimiento. Contra las pasiones, nada se consigue con razonamientos, por
elocuentes que sean. La paciente no verá más que el desprecio, y no dejará de
tomar venganza de él. Tampoco podemos aconsejar un término medio, que quizá
alguien consideraría el más prudente, y que consistiría en afirmar a la
paciente que correspondemos a sus sentimientos y eludir, al mismo tiempo, toda
manifestación física de tal cariño, hasta poder encaminar la relación amorosa
por senderos menos peligrosos y hacerla ascender a un nivel superior. Contra
esta solución he de objetar que el tratamiento psicoanalítico se funda
en una absoluta veracidad, a la cual debe gran parte de su acción educadora y
de su valor ético, resultando harto peligroso apartarse de tal fundamento.
Aquellos que se han asimilado verdaderamente la técnica analítica no pueden ya
practicar el arte de engañar, indispensable a otros médicos, y suelen delatarse
cuando en algún caso lo intentan con la mejor intención. Además, como exigimos
del paciente la más absoluta veracidad, nos jugamos toda nuestra autoridad,
exponiéndonos a que él mismo nos sorprenda en falta. Por último, la tentativa
de fingir cariño a la paciente no deja de tener sus peligros.
Nuestro dominio sobre nosotros
mismos no es tan grande que descarte la posibilidad de encontrarnos de pronto
con que hemos ido más allá de lo que nos habíamos propuesto. Así, pues, mi opinión es
que no debemos apartarnos un punto de la neutralidad que nos procura el
vencimiento de la transferencia recíproca. Ya antes he dejado
adivinar que la técnica analítica impone al médico el precepto de negar a la
paciente la satisfacción amorosa por ella demandada. La cura debe desarrollarse
en la abstinencia. Pero al afirmarlo así, no aludimos tan sólo a la abstinencia
física ni tampoco a la abstinencia de todo lo que el paciente puede desear,
pues esto no lo soportaría quizá ningún enfermo. Queremos más bien sentar el
principio de que debemos dejar subsistir en los enfermos la necesidad y el
deseo como fuerzas que han de impulsarle hacia la labor analítica y hacia la
modificación de su estado, y guardarnos muy bien de querer amansar con
subrogados las exigencias de tales fuerzas. Y, en realidad, lo único que
podríamos ofrecer a la enferma serían subrogados, pues mientras no queden
vencidas sus represiones, su estado la incapacita para toda satisfacción real.
Concedemos, desde luego, que el
principio de que la cura analítica debe desarrollarse en la abstinencia va
mucho más allá del caso particular aquí estudiado, y precisa de una discusión
más detenida, en la que quedarían fijados los límites de su posibilidad en la
práctica. Mas, por ahora, eludiremos la cuestión para atenernos lo más
estrictamente posible a la situación de la que hemos partido. ¿Qué sucedería si
el médico se condujese de otro modo y utilizase la eventual libertad suya y de
la paciente para corresponder al amor de esta última y satisfacer su necesidad
de cariño? Si al adoptar esta resolución lo hace guiado por el propósito de
asegurarse así el dominio sobre la paciente, moverla a resolver los problemas
de la cura y conseguir, por tanto, libertarla de su neurosis, la experiencia no
tardará en demostrarle que ha errado por completo el cálculo. La paciente conseguiría
su fin, y, en cambio, él no alcanzará jamás el suyo. Entre el médico y la
enferma se habría desarrollado otra vez la divertida historia del cura y el
agente de seguros. Un agente de seguros, muy poco dado a las cosas de la
religión, cayó gravemente enfermo, y sus familiares llamaron a un sabio
sacerdote para que intentara convertirle antes de la muerte. La conversación se
prolonga tanto, que los parientes comienzan a abrigar alguna esperanza. Por
último, se abre la puerta de la alcoba. El incrédulo no se ha convertido, pero
el sacerdote vuelve a su casa asegurado contra toda clase de riesgos.
El hecho de que la paciente
viera correspondidas sus pretensiones amorosas constituiría una victoria para
ella y una total derrota para la cura. La enferma habría conseguido, en efecto,
aquello a lo que aspiran todos los pacientes en el curso del análisis: habría
conseguido repetir, realmente, en la vida, algo que sólo debía recordar,
reproduciéndolo como material psíquico y manteniéndolo en los dominios anímicos.
En el curso ulterior de sus relaciones amorosas manifestaría luego todas las
inhibiciones y todas las reacciones patológicas de su vida erótica, sin que
fuera posible corregirlas, y la dolorosa aventura terminaría dejándola llena de
remordimiento y habiendo intensificado considerablemente su tendencia a la
represión. Las
relaciones amorosas ponen, en efecto, un término a toda posibilidad de influjo
por medio del tratamiento analítico. La reunión de ambas cosas
es algo imposible. Así, pues, la satisfacción de las pretensiones amorosas de
la paciente es tan fatal para el análisis como su represión. El camino que ha
de seguir el analista es muy otro, y carece de antecedentes en la vida real. Nos guardamos de desviar a
la paciente de su transferencia amorosa o disuadirla de ella pero también y con
igual firmeza, de toda correspondencia. Conservamos la transferencia amorosa,
pero la tratamos como algo irreal, como una situación por la que se ha de
atravesar fatalmente en la cura, que ha de ser referida a sus orígenes
inconscientes y que ha de ayudarnos a llevar a la conciencia de la paciente los
elementos más ocultos de su vida erótica, sometiéndolos así a su dominio
consciente. Cuando más resueltamente demos la impresión de hallarnos asegurados
contra toda tentación, antes podremos extraer de la situación todo su contenido
analítico. La paciente cuya represión sexual no ha sido aún levantada, sino tan
sólo relegada a un último término, se sentirá entonces suficientemente segura
para comunicar francamente todas las fantasías de su deseo sexual y todos los
caracteres de su enamoramiento, y partiendo de estos elementos nos mostrará el
camino que ha de conducirnos a los fundamentos infantiles de su amor.
Con cierta categoría de mujeres fracasará,
sin embargo, esta tentativa de conservar, sin satisfacerla, la transferencia
amorosa, para utilizarla en la labor analítica. Son éstas las
mujeres de pasiones elementales que no toleran subrogado alguno, naturalezas
primitivas que no quieren aceptar lo psíquico por lo material. Estas personas
nos colocan ante el dilema de corresponder a su amor o atraernos la hostilidad
de la mujer despreciada. Ninguna de estas dos actitudes es favorable a la cura,
y, por tanto, habremos de retirarnos sin obtener resultado alguno y reflexionando
sobre el problema de cómo puede ser compatible la aptitud para la neurosis con
una tan indomable necesidad de amor. La manera de hacer aceptar poco a poco la
concepción analítica a otras enamoradas menos violentas se habrá revelado,
seguramente, en idéntica forma, a muchos analistas. Consiste, sobre todo, en
hacer resaltar la innegable participación de la resistencia en aquel «amor». Un
enamoramiento verdadero haría más dócil a la paciente, e intensificaría su
buena voluntad en resolver los problemas de su caso, sólo porque el hombre
amado lo pedía. Una mujer realmente enamorada anhelaría obtener la curación
completa para alcanzar un mayor valor a los ojos del médico y preparar la
realidad en la que poder desarrollar ya libremente su inclinación amorosa.
Pero, en lugar de todo esto, la paciente se muestra caprichosa y desobediente;
ha dejado de interesarse por el análisis y seguramente de creer en las
afirmaciones del médico. Así, pues, lo que hace no es sino manifestar una
resistencia bajo la forma de enamoramiento, y sin tener siquiera en cuenta que
de aquel modo coloca al médico en una situación muy embarazosa, pues si rechaza
su pretendido amor, como se lo aconsejan su deber y su conocimiento de la
situación real, dará pretexto a la paciente para hacerse la despreciada y
eludir, en venganza, la curación que él podría ofrecerle, como ahora la elude
con su enamoramiento.
Como segundo argumento contra
la autenticidad de este amor aducimos la afirmación de que el mismo no presenta
ni un solo rasgo nuevo nacido de la situación actual, sino que se compone, en
su totalidad, de repeticiones y ecos de reacciones anteriores e incluso
infantiles, y nos comprometemos a demostrárselo así a la paciente con el
análisis detallado de su conducta amorosa. Si a estos argumentos agregamos
cierta paciencia, conseguiremos, casi siempre, dominar la difícil situación y
continuar la labor analítica, cuyo fin más inmediato será el descubrimiento de
la elección infantil de objeto y de las fantasías a ella enlazadas. Pero antes
de seguir adelante quiero examinar críticamente los argumentos expuestos y
plantear la interrogación de si decimos con ellos a la paciente toda la verdad
o no son más que un recurso engañoso del que hemos echado mano para salir del
mal paso. O dicho de otro modo: el enamoramiento que se hace manifiesto en la
cura analítica, ¿no puede realmente ser tenido por verdadero? A mi juicio,
hemos dicho a la paciente la verdad, pero no toda la verdad, sin preocuparnos
de lo que pudiera resultar. De nuestros dos argumentos, el más poderoso es el
primero. La
participación de la resistencia en el amor de transferencia es indiscutible y
muy amplia. Pero la resistencia misma no crea este amor: lo
encuentra ya ante sí, y se sirve de él, exagerando sus manifestaciones. No aporta,
pues, nada contrario a la autenticidad del fenómeno. Nuestro segundo argumento
es más débil; es cierto que este enamoramiento se compone de nuevas ediciones
de rasgos antiguos y repite reacciones infantiles. Pero tal es el carácter
esencial de todo enamoramiento. No hay ninguno que no repita modelos
infantiles.
Precisamente aquello que
constituye su carácter obsesivo, rayano en lo patológico, procede de su
condicionalidad infantil. El amor de transferencia presenta quizá un grado menos de libertad que el
amor corriente, llamado normal; delata más claramente su
dependencia del modelo infantil y se muestra menos dúctil y menos susceptible
de modificación; pero esto no es todo, ni tampoco lo esencial. ¿En qué otros
caracteres podemos, pues, reconocer la autenticidad de un amor? ¿Acaso en su
capacidad de rendimiento, en su utilidad para la consecución del fin amoroso? En este punto el amor de
transferencia parece no tener nada que envidiar a los demás.
Nos da la impresión de poder conseguirlo todo de él. Resumiendo: no tenemos
derecho alguno a negar al enamoramiento que surge en el tratamiento analítico
el carácter del auténtico. Si nos parece tan poco normal, ello se debe
principalmente a que también el enamoramiento corriente, ajeno a la cura
analítica, recuerda más bien los fenómenos anímicos anormales que los normales.
De todos modos, aparece caracterizado por algunos rasgos que le aseguran una
posición especial: 1º. Es provocado por la situación analítica. 2º. Queda
intensificado por la resistencia dominante en tal situación; y 3º. Es menos
prudente, más indiferente a sus consecuencias y más ciego en la estimación de
la persona amada que otro cualquier enamoramiento normal. Pero no debemos
tampoco olvidar que precisamente estos caracteres divergentes de lo normal
constituyen el nódulo esencial de todo enamoramiento.
Para la conducta del médico
resulta decisivo el primero de los tres caracteres indicados. Sabiendo que el
enamoramiento de la paciente ha sido provocado por la iniciación del tratamiento analítico de la neurosis, tiene que considerarlo como el resultado
inevitable de una situación médica, análogo a la desnudez del enfermo durante
un reconocimiento o a su confesión de un secreto importante. En consecuencia,
le estará totalmente vedado extraer de él provecho personal alguno. La buena
disposición de la paciente no invalida en absoluto este impedimento y echa
sobre el médico toda la responsabilidad, pues éste sabe perfectamente que para
la enferma no existía otro camino de llegar a la curación. Una vez vencidas
todas las dificultades, suelen confesar las pacientes que al emprender la cura
abrigaban ya la siguiente fantasía: «Si me porto bien, acabaré por obtener,
como recompensa, el cariño del médico.» Así, pues, los motivos éticos y los
técnicos coinciden aquí para apartar al médico de corresponder al amor de la
paciente.
No cabe perder de vista que su
fin es devolver a la enferma la libre disposición de su facultad de amar,
coartada ahora por fijaciones infantiles, pero devolvérsela no para que la
emplee en la cura, sino para que haga uso de ella más tarde, en la vida real,
una vez terminado el tratamiento. No debe representar con ella la escena de las
carreras de perros, en las cuales el premio es una ristra de salchichas, y que
un chusco estropea tirando a la pista una única salchicha, sobre la cual se
arrojan los corredores, olvidando la carrera y el copioso premio que espera al
vencedor. No he de afirmar que siempre resulta fácil para el médico mantenerse
dentro de los límites que le prescriben la ética y la técnica. Sobre todo para
el médico joven y carente aún de lazos fijos. Indudablemente, el amor sexual es
uno de los contenidos principales de la vida, y la reunión de la satisfacción
anímica y física en el placer amoroso constituye, desde luego, uno de los
puntos culminantes de la misma. Todos los hombres, salvo algunos obstinados
fanáticos, lo saben así, y obran en consecuencia, aunque no se atreven a
confesarlo. Por otra parte, es harto penoso para el hombre rechazar un amor que
se le ofrece, y de una mujer interesante, que nos confiesa noblemente su amor,
emana siempre, a pesar de la neurosis y la resistencia, un atractivo
incomparable. La tentación no reside en el requerimiento puramente sensual de
la paciente, que por sí solo quizá produjera un efecto negativo, haciendo
preciso un esfuerzo de tolerante comprensión para ser disculpado como un
fenómeno natural. Las otras tendencias femeninas, más delicadas, son quizá las
que entrañan el peligro de hacer olvidar al médico la técnica y su labor
profesional en favor de una bella aventura.
Y, sin embargo, para el
analítico ha de quedar excluida toda posibilidad de abandono. Por mucho que
estime el amor, ha de estimar más su labor de hacer franquear a la paciente un
escalón decisivo de su vida. La enferma debe aprender de él a dominar el
principio del placer y a renunciar a una satisfacción próxima, pero socialmente
ilícita, en favor de otra más lejana e incluso incierta, pero irreprochable
tanto desde el punto de vista psicológico como desde el social. Para alcanzar
un tal dominio, ha de ser conducida a través de las épocas primitivas de su
desarrollo psíquico y conquistar en este camino aquel incremento de la libertad
anímica que distingue a la actividad psíquica consciente -en un sentido
sistemático- de la inconsciente. De este modo, el psicoterapeuta ha de librar
un triple combate: en su interior, contra los poderes que intentan hacerle
descender del nivel analítico; fuera del análisis, contra los adversarios que
le discuten la importancia de las fuerzas instintivas sexuales y le prohíben
servirse de ellas en su técnica científica, y en el análisis, contra sus
pacientes, que al principio se comportan como los adversarios, pero manifiestan
luego la hiper-estimación de la vida sexual que los domina, y quieren
aprisionar al médico en las redes de su pasión, no refrenada socialmente.
Los profanos, de cuya actitud
ante el psicoanálisis hablé en un principio, tomarán seguramente pretexto de esta
exposición sobre el amor de transferencia para llamar la atención de las gentes
sobre los peligros de nuestro método terapéutico. El
psicoanalista sabe que opera con fuerzas explosivas y que ha de observar la
misma prudencia y la misma escrupulosidad que un químico en su laboratorio.
Pero, ¿cuándo se ha prohibido a un químico continuar trabajando en la obtención
de materias explosivas indispensables, alegando el peligro de su labor? Es
harto singular que el psicoanálisis haya de ir conquistando una tras otra todas
las licencias concedidas hace ya mucho tiempo a las demás actividades médicas.
Desde luego, no pretendo la supresión de los otros tratamientos más inocentes.
Bastan en algunos casos, y en definitiva, para la sociedad humana es tan inútil
el furor sanandi como cualquier otro fanatismo. Pero supone estimar muy por
bajo el origen y la importancia práctica de las psiconeurosis creer posible
vencerlas operando con medios sencillos e innocuos. No; en la acción médica
siempre quedará junto a la «medicina» un lugar para el ferrum y para el
ignis , y de este modo siempre será indispensable el psicoanálisis entero
y verdadero, el que no se asusta de manejar las tendencias anímicas más
peligrosas y dominarlas para el mayor bien del enfermo.