Las
depresiones son lo suficientemente variadas y complejas como para que el examen
de su organización merezca ser propuesto una vez más, pero en una perspectiva
en la que domine el eje, que resulta fundamental, del narcisismo.
Tendremos en cuenta, a todo lo largo de este
trabajo, las relaciones entre la culpa y la depresión; se admite corrientemente
que son significativas en su correspondencia evolutiva, pero conviene anotar
que pueden igualmente ser relaciones de exclusión. Nos preocuparemos por
observar sus modalidades.
Los otros ejes elegidos como registros (regerere: llevar atrás)
descubrirán las figuras fantaseadas ligadas al trauma inicial – con la
condición de precisar el sentido que éste asume -, luego los tipos de reacción
con respecto a la madre, objeto central de las depresiones.
Pero, toda nuestra investigación convergirá
hacia la elucidación del narcisismo infantil, centrado en el yo ideal, el doble, y la imagen del “niño muerto”.
El
interés de un tal estudio se refuerza cuando se comprueba que, en la nosología
actual, las depresiones parecen haber llegado a ser más frecuentes. Las
exigencias y los ideales de nuestro tiempo indudablemente confieren al
sentimiento inconsciente de culpa, del que hablaba Freud, pero quizá por otras
razones que vienen a agregarse a los efectos de las restricciones pulsionales,
una fuerza latente constantemente renovada.
DISTINCIONES CLINICAS A
PARTIR DE LA CULPA
Hablar
de la culpa es obligatoriamente hacer recurso a una evaluación ética como
categoría a la que el sujeto se atiene. Esto supone un ideal determinado con
respecto al cual toda falta, toda transgresión, hacen autorizar la puesta en
marcha de una compensación moral. Es preciso subrayar el hecho de que la culpa
se apoya en una tríada de reacciones
cuyos elementos se organizan diversamente según los casos, y es importante no
considerarlos aisladamente quedándose con sólo uno de ellos en detrimento de
los demás.
Primero,
hay la posibilidad de un castigo que, en el plano de la moral personal, se
vuelve una necesidad de expiación,
una obligación de enmendarse y de cambiar. En la relación con el otro, se
impone la reparación, al precio de un
esfuerzo, de un trabajo de anulación del mal cometido. En fin, el perdón, especialmente con la confesión
de las faltas que permite la reconciliación,
es el tercer medio de apaciguamiento de la culpa. Se olvida demasiado
fácilmente a dos de estos aspectos para no conservar, en el contexto
psicoanalítico corriente, más que la reparación. Empero, debajo de la cobertura
de ésta, los otros se encuentran reprimidos, pero permanecen inconscientemente
en actividad.
El
poder de la culpa depende del de un ideal, de una ley que, por la importancia
que se le atribuye, cualquiera que sea su
contenido, constituye una forma en la que lo sagrado es investido, es
decir, en la que un proyecto no puede sufrir ningún revés, y, así, justifica
todos los sacrificios, hasta el de la vida misma. Sobra decir que esta ley no
podría resumirse en el mero respeto ante el dictado de la fuerza, colectiva o
individual. Ella sólo adquiere su sentido en el reconocimiento o esperanza de
una verdad.
La
extensión de esta ley es variable en cuanto al grupo que rige. La
responsabilidad de que se trata puede valer para todo individuo colocado en las
mismas circunstancias; pero también puede no concernir sino al único círculo de
iguales que poseen un ideal en común y que encuentran en él su fundamento; en
fin, en algunos produce la ilusión de ser completamente individual, cuando no
se reconoce ningún punto en común con el otro (aunque la relación entre la
víctima y el verdugo jamás sea vivida de un modo tan sencillo).
La
culpa puede, igualmente, definirse por rasgos negativos; así, el sentimiento de
displacer moral, remordimientos, pesar o desvalorización que rubrica el juicio
del superyó, para poder aparecer
plenamente, no debe ser reprimido por las tan frecuentes defensas maníacas.
En cuanto a la culpa inconsciente, sabiendo la importancia de
los contenidos a los cuales se adhiere, su represión global puede ser
perfectamente concebible. La cuestión, que a menudo permanece mal precisada,
consiste en llegar a revelar el retorno, o las transformaciones afectivas que
acompañan esta represión, hasta asumir la figura de la depresión. Se debe,
pues, interrogarse con respecto a esta oscilación.
Las
alteraciones de la culpa, por ausencia o por exceso, a menudo han llamado la atención
de los autores. En el delincuente, después de que se había incriminado su
ausencia de sentido moral, frecuentemente se ha revelado una culpa inconsciente
que arrastraría a conductas autopunitivas que, al mismo tiempo, preservan la
fantasía que la alimenta. A veces sólo se trata de una tentativa desesperada
por sentir esta culpa[1].
Igualmente interesantes, y sobre todo
ejemplares para nuestra finalidad, son las maniobras obsesivas. Desde las
confesiones escrupulosas, hasta los rituales compensatorios en los que la culpa
aparece a la luz del día, excesiva, sutil e intransigente, o experimentando
sucesivos desplazamientos para disfrazar su origen, a menudo haciéndose
caricaturesco por sus sobrecargas, ridiculizando la ley a la cual se somete;
toda la organización obsesiva, al menos en sus formas más fijadas por defensas
específicas, se presenta como antitética a la depresión. Pero el parentesco y
la diferencia, establecidos por
Abraham, entre la neurosis obsesiva y la melancolía, a partir de los dos estadios
sádico-anales, tienen igualmente su contraparte en el plano de la culpa.
La neurosis obsesiva busca, con ocasión
de una culpa relativa a las prohibiciones sexuales, el dominio sobre el mal en
general y sobre la muerte, como ejercicio supremo de la omnipotencia de los
pensamientos. Su esquema para ello consiste en postular una falta original que habría ocasionado la
muerte en cuanto virtualidad humana adquirida.
Este pecado original – el asesinato del padre - tiene la virtud de someter la
muerte misma a las decisiones del hombre, aunque fueran estas originalmente
condenables, y, por tanto, de plantear el poder exaltante de semejante
responsabilidad.
Mediante la cual toda
reparación, toda expiación, todo sacrificio individual, en la ingeniosidad de su
labor, en su ritual o rito social, dan la ilusión, y la fuerza utilizable, de
un poder tanto más potente cuanto que se ejerce sobre la muerte. Las
consecuencias que de esto se desprenden consisten, sobre todo, en alimentar una
invencible esperanza que caracteriza
a la estructura obsesiva. Se puede, entonces, grosso modo, oponer tal estructura a los afectos depresivos,
sabiendo que ella también produce una ventaja suplementaria en la dominación de
las pulsiones y en el sacrificio, pudiendo desembocar en inversiones, en
excesos masoquistas y en el ascetismo.
La culpa obsesiva, en su forma acusada,
surge efectivamente de las tres causas indicadas por Freud
– la prematuración inicial, la represión pulsional (aunque una educación
permisiva puede tener los mismos efectos), y las fantasías edípicas del asesinato del padre. Enseguida tendremos que volver
al examen del desamparo infantil.
Se
observará que muchas teorías psicoanalíticas de la depresión son llevadas, en
sus pretensiones anagógicas, a adoptar la organización “cultural” propia de la
neurosis obsesiva, al menos en la valoración mesurada de una culpa que
conlleva, como hemos visto, la apertura de una esperanza. Pero no se debe
descartar demasiado rápidamente la eventualidad de un retorno, en la teoría, de
una concepción del rescate propio de las religiones de la salvación. Esto no
debe hacer olvidar cómo era Freud de ajeno a este tipo
de procedimiento intelectual.
Cuando
nos dirigimos a los aspectos clínicos de las depresiones, dos formas mayores,
independientes en cuanto a las demás estructuras, frecuentemente se oponen: la
depresión (simple) (neurótica) y la melancolía psicótica [2].
Esta distinción merece ser mantenida por cuanto se apoya en una sintomatología
fácilmente verificable.
La
primera será caracterizada por afectos que, como se sabe, son inseparables de
un contenido de pensamiento[3].
Al lado del desinterés, del pesimismo, de la falta de esperanza, de la
tristeza, destacaremos, ante todo, los síntomas dominantes de astenia, de
inhibición, de disminución vital (Winnicott), de inferioridad. En breve, el
término de depresión da cuenta
perfectamente del conjunto de estas caídas. Si, además hay una inquietud con
respecto a la salud física, hipocondría larvada, sólo es un medio para intentar
localizar un déficit en una parte del cuerpo, para controlarlo mejor.
Pero,
el hecho de que se insista en el aspecto “afectivo” muestra que sólo puede
figurar en primer plano el displacer,
fuera de cualquier otra representación (o significante), si no es bajo una forma
imprecisa e inaprehensible. Sin duda, existen casos con angustia, temor y
culpa. Pero lo más a menudo, sobre todo actualmente, en una forma que parece
bastarse, tanto que puede considerarse como esencial, la depresión no conlleva
idea consciente de culpa[4].
En efecto, es importante que el displacer venga en oposición a una culpa
identificable, es decir, ligada a un contenido preciso, de tal suerte que el
malestar sentido no pueda atenuarse al ser referido a su causa, o a un origen,
a fin de que persista una distancia para restituir lo más vivamente un dolor de separación. El tributo pagado a
la culpa debe hacerse ciegamente: no se trata de una punición patente, que por
las vías del masoquismo hasta podría conducir a una satisfacción, o en la
neurosis obsesiva como una amenaza permanente, sino de un displacer sufrido, o
que parece tal, y que aparentemente
no debe dejar ningún lugar a la actividad
del sujeto, enteramente a merced de su suerte deplorable.
Esta
depresión, sin otros síntomas, sin que la culpa se una a la comprobación de la
incapacidad, tiene autonomía suficiente como para ser opuesta a la melancolía.
Esta última organización psicótica no se caracteriza solamente por la
intensidad de los afectos depresivos anteriores, o por su acentuación monoideica.
Ya el exceso de agotamiento de la actividad supera un primer nivel con respecto
a las reacciones banales y, a fin de cuentas, explicables, de
descorazonamiento, de fatiga, de repliegue, o de duelo, que no pueden dejar de
afectar a cualquiera ante las vicisitudes de la existencia. Pero, aquí, la
organización delirante evalúa catástrofes sin relación con la realidad
presente, la hipocondría afirma un estado somático gravísimo o fantástico, y el
deseo de muerte pasa al primer plano.
Comprobamos
igualmente, y esto es importante para nuestra argumentación, una culpa
insistente y feroz en la que la indignidad y la vergüenza son relacionadas con
crímenes inexistentes pero de los que el sujeto se acusa incansablemente.
Cuando
se sabe el parentesco sintomatológico entre la depresión y la melancolía, se
puede comprender la función de la culpa en el cuadro general de las oposiciones
entre neurosis y psicosis. En la neurosis, la infraestructura inconsciente,
constituida por los deseos edípicos, permanece reprimida, mientras que en la
psicosis, tales deseos son puestos en escena clara y directamente en el
delirio. Una correspondencia idéntica puede ser descrita en el caso de la
culpa: no inexistente en la neurosis sino inconsciente y directora de la
evidente sintomatología, se vuelve “hablante” en la versión psicótica que es la
melancolía. Esto confirmaría, si fuera necesario, la función inconsciente de la
culpa en las depresiones.
Así,
la melancolía no puede resumirse en la fórmula de “neurosis narcisista”. Porque
el retiro libidinal va paralelamente a la tendencia invasora a asirse, aunque
sea de un modo indirecto, del mundo objetal: su introyección conserva un
facsímil maléfico suyo que parece ya no poder escapar. El narcisismo absoluto
se hallaría más bien en las formas más graves de esquizofrenia, hebefrénicas o
catatónicas, que no se preocupan por ningún objeto, ni siquiera corporal, y
llevan la destrucción hasta lo que podría, en última instancia, ocupar su
lugar, o permitir su aprehensión “objetiva”, a saber, el funcionamiento psíquico mismo. Las depresiones son marcadas, sobre
todo, por una aplicación del proyecto de muerte a un objeto interno, muerte
lenta de desolación e inanición (con las formas hipocondríacas y la anorexia
mental), o muerte violenta de la melancolía, pero bajo un control mental
riguroso.
Esta
relación entre depresión y melancolía, a la cual vuelven tanto los autores, no
solamente para afianzar en ella un pronóstico (a veces con la prudencia
maliciosa de prever lo peor al sospechar que toda depresión puede ser una forma
larvada de melancolía), se sitúa, en el abanico de las articulaciones
evolutivas entre los estados mentales, en el punto de unión donde el peso de la
estructura nuclear narcisista de la paranoia puede aún hacerse sentir. La
imposibilidad de salir de una relación dual, de elaborar un duelo y la
castración, la sensibilidad a las causas desencadenantes de la depresión, y el
viraje de ésta hacia la melancolía,
provienen de la organización “paranoide” persistente.
No
toda culpa es signo de una evolución favorable; la neurosis obsesiva está
encadenada a ella. La melancolía, otra tentativa de curación a través del
delirio, para lograrlo, se apodera de lo que hubiera sido su vía en una
estructura no psicótica. De ese modo hace manifiesto el inconsciente
correspondiente. Esta fijación a la estructura paranoica, por lo tanto, puede
permitir considerar a la melancolía como una paranoia interiorizada: el objeto
introyectado y el superyó se
convierten en los polos de lucha entre perseguidor y perseguido. Lo que se
juega en este combate ya no será la relación con el objeto externo, sino con el
sector de realidad psíquica interna alienada en el objeto introyectado.
Convendría, pues, que pudiéramos seguir las variaciones narcisistas entre la
paranoia y la culpa para poder apreciar bien las posibles salidas de una
depresión, y esto principalmente con respecto a los efectos del doble
narcisista.
Una
cuestión que a menudo se suscita, a propósito de las depresiones, es la de
saber si un tal diagnóstico corresponde a una estructura suficientemente
coherente, que posee una determinación, según una perspectiva psicoanalítica,
una causalidad inconsciente específica que permite no atenerse a la simple
comprobación de un síntoma polivalente: por ejemplo, una fiebre, para retomar
una comparación clásica. Obsérvese la persistente incidencia médica en esta
reflexión.
De
todas maneras, habría que observar que esta duda podría aplicarse a toda
sintomatología mental. La causalidad psíquica nunca es la de una etiología
médica y, además, la sobredeterminación se impone aquí hasta en la dirección
misma de la cura. En efecto, no atenerse sino a una sola “explicación” de las
perturbaciones más patentes (como las que rápidamente hemos esbozado) conduce a
interpretaciones sistemáticas, si no a proyecciones teóricas, cuyos efectos de
sugestión obedecen, sobre todo, a la complicidad establecida entre el paciente
y el terapeuta, y que al ser percibida, ella misma, unilateralmente por el
primero, puede llevar a bloquear la elaboración interpretativa. Es pues, un
problema general: una concentración demasiado directa y precoz de las
interpretaciones en el mecanismo que parece más evidente corre el riesgo de no
seguir los diferentes hitos que permitirán, en cada caso, trazar la red de la sobredeterminación. No es
menos cierto que esta discusión se abre efectivamente respecto a la depresión.
No es un azar. La depresión es un pivote en torno al cual se despliegan el
potencial evolutivo de la neurosis y la psicosis, y la irreductibilidad del
masoquismo.
De
suerte que, si se insiste, a justo título, en la infraestructura pregenital –
oral sobre todo - también es preciso tener en cuenta la incidencia edípica y
fálico-genital en la depresión [5].
No es por satisfacer un afán de descripción exhaustiva por lo que adoptamos, y
con mayor razón en este caso, una perspectiva múltiple. La estructura misma de
la depresión nos invita a ello: su desinterés generalizado, su repliegue con
respecto a todas las “razones” para vivir, así como a la inversa en la defensa
maníaca una curiosidad que se dispersa sobre todo lo que se presenta, llevan a
destacar la importancia de la red interpretativa. En lugar de un sistema y de
un esquema abstracto, a los cuales conduce irresistiblemente el declive
depresivo mismo, debe prevalecer una particularización de lo que ha sido la vivencia del sujeto en una
multitud de detalles relativos a los hechos del pasado. En esta remontada, y
cualesquiera que sean las teorías, es difícil no ver aparecer la eventualidad
de un trauma inicial, que confiere su fuerza a la inercia de la depresión, aun
cuando ésta se presente en su determinación edípica.
Pero,
antes de abordar esta cuestión, planteemos algunos puntos útiles para la
comprensión de la culpa en la conducción de la cura.
Podemos
postular que la depresión es un sufrimiento en relación con la culpa, en la
medida en que las reacciones (de defensa), que son propias a ésta última, o
bien ya no pueden funcionar, o bien se hallan desequilibradas a favor de una de
ellas que se vuelve repetitiva debido a la prevalencia de una falta fantaseada
remanente. Así, de la tríada, principalmente la expiación o la reparación, o la
demanda de perdón, puede predominar inconscientemente y determinar la
presentación del malestar depresivo.
Pero,
si la falta fantaseada sostiene la depresión, sólo se puede desprenderse de
ella mediante una justa evaluación de la realidad y del objeto total.
Así,
vemos a la culpa trabajar para establecer la verdad en una estrecha
convergencia entre el bien moral y lo verdadero del intelecto. Esto es tan
cierto que esta elaboración, con todas sus implicaciones morales, se convierte
en el ejercicio progresivo de una constitución de la realidad en su dependencia
de la verdad.
La
evaluación evolutiva de la depresión se hará, pues, en función de la culpa, sea
ella camuflada, es decir, reprimida o forcluída, o manifiesta, fijada a la
falta ideal del narcisismo.
Tampoco
es raro comprobar beneficios secundarios en una crisis depresiva, que a veces
sólo se instala para anticipar un proyecto inconfesable, y pagar por adelantado
una falta futura. En fin, a menudo el deprimido tiene el objetivo inconsciente
de provocar en el otro una culpa que no parece, en cuanto a él, afectarlo. E. Jakobson
mostró esta tendencia en la pareja [6].
EL TRAUMA. LA HERIDA
NARCISISTA.
El
examen de las causas aparentes, cercanas o alegadas, frecuentemente encuentra
hechos reales: duelos, separaciones, abandonos. Por lo demás, pueden ser el
origen de reacciones aparentemente paradójicas, sea que la pérdida, recibida en
la indiferencia, satisfaga tendencias masoquistas, sea que una reacción maníaca
responda a una recrudescencia libidinal [7]
que testimonia de la satisfacción de sobrevivir mientras que el otro
desaparece, sea aun que el duelo se haga por desplazamiento sobre otro objeto
que sí será amargamente llorado (por ejemplo, una mujer tenía un gato cuyo
nombre recordaba el de un hijo que había abandonado el hogar; ella perdió, casi
al mismo tiempo, a su madre y al animal; se concentró sobre éste toda la
lamentación, mientras que el duelo por la madre ni siquiera se manifestó). Es
preciso subrayar la importancia y la frecuencia desencadenante de aquello que
hace alusión al niño: hermano o hermana, descendiente o “animalitos”. En un
gran número de casos publicados aparece este factor, a menudo incidentalmente,
sin ser destacado como conviene. Con esto llegamos a todo lo que gira en torno
al niño en una amenaza posible a su vida: fantasías relativos al embarazo,
abortos, partos difíciles.
Pero,
de una manera más general, es una falla a nivel de los ideales lo que se impone. Una relación de objeto, idealmente
privilegiada, se encuentra rota, o ya no puede proseguirse. A este título, toda
decadencia física, las huellas de la edad, la vejez, una enfermedad crónica
grave, alteran seriamente la imagen narcisista de un cuerpo sin debilidades.
Una distinción se impone: es el desajuste entre el yo ideal y la realidad, el ideal
del yo, o el yo, lo que provoca
el sufrimiento específico de la depresión. Una exigencia persiste en la demanda
inflexible dictada por los rigores del yo
ideal narcisista; mientras las imágenes de la realidad que corresponden a
un ideal del yo dejan esperar un
posible acuerdo, la depresión será frenada. Pero la distancia, sea por
exacerbación del yo ideal, sea por
una falla real o imaginada, ante el objeto o el ideal del yo, da curso libre a las acusaciones del superyó. Veremos más adelante cómo se
organiza esta primacía del yo ideal
narcisista.
Se
puede interpretar el comportamiento del depresivo, en una perspectiva espacial, como un encogimiento de su territorio [8].
Pero, claro está, lo que prima en esta noción es, ante todo, el poder de los ideales y de las
satisfacciones que de ellos dependen. La imagen se concreta cuando la
depresión, o el suicidio, resulta de un debacle militar que efectivamente ha
reducido un territorio geográfico.
Habría que comprender del mismo modo a ciertas descompensaciones, consecutivas
a trasteos, en las que el ambiente abandonado había tomado un valor protector
independiente, por lo demás, de las cualidades del marco.
De
la misma manera como un animal despliega su máximo de combatividad para
defender su territorio, y se comporta de una manera totalmente diferente en una
zona ajena con reacciones de perturbación, o mediante una desaparición de la
agresividad, lo que tiene por fin conferirle una apariencia inofensiva, en la
depresión vemos conjugarse tres tipos de reacciones: el enloquecimiento, a
veces con ataques de ansiedad, así
como ruptura de los puntos de referencia; el retiro, que no es otra cosa que la depresión misma; y la búsqueda
de un espacio reducido, como una protección
uterina, pero con la particularidad de que como todo se transforma en
territorio ajeno, cualquier lugar puede convertirse en una ocasión para
“anidarse”. De nuevo, la inversión consiste en hacer del afuera, porque
recuerda nostálgicamente un adentro inaccesible, una prisión “exterior” de la que no se sale, un adentro
intolerable. Esta perspectiva de inversión está en el meollo de ciertos
sufrimientos en los que la imagen dinámica del cuerpo figura en primer plano
(por ejemplo, Antonin Artaud).
Pero,
estas determinaciones inmediatas, actuales, no bastan: ellas mismas parecen
estar sometidas al efecto anterior de traumas iniciales. La posibilidad de
identificar estos traumas en la historia de los depresivos no debe hacer
olvidar el sentido ulterior que
adquieren. Su realidad, es verdad, a menudo puede ser confirmada siguiendo tres
órdenes de hechos recogidos. Primero, el más conocido, es la carencia
alimenticia, por falta de madre, por sumisión a principios de educación rígida,
o destete demasiado precoz. Pero la privación afectiva vale tanto también:
citemos el caso de la madre viuda, ella misma deprimida, o de una enfermedad
que exige un alejamiento por razones climáticas. En fin, no es infrecuente
descubrir en la primera infancia una verdadera enfermedad, un defecto
congénito, o un trauma somático que ha adquirido un alcance legendario en la
familia (por ejemplo, el caso en que una venda con tintura de yodo sobre el
ombligo del lactante ha provocado quemaduras y perturbaciones persistentes del
dormir).
Se
observará la convergencia de esta comprobación con la que hacía P. Greenacre
con respecto a los traumas reales sufridos por los perversos en su primera
infancia. Es probable que la depresión y la perversión sean dos modos de
reacción ante traumas somáticos sufridos realmente, pero reelaborados y reforzados
por fantasías correspondientes. La diferencia consistiría en la posibilidad que tiene el perverso de
encontrar, en el ejercicio de sus pulsiones parciales, satisfacciones
inicialmente alucinatorias que, por este hecho, no dejan aparecer a la reacción
depresiva. Ya se ha notado, en la literatura psicoanalítica, la existencia de
un fondo depresivo en el perverso. Pero, lo que queda planteado es la
confrontación de la fantasía con una realidad (o con una leyenda) antigua, y lo
que el sujeto puede construir a
partir de allí para hacer la inercia del
pasado depender de ello.
La
cuestión, pues, que una vez más se encuentra planteada y cuya discusión no se
puede eludir, es la del primer trauma - a saber, el nacimiento - muy
especialmente en lo que respecta a la depresión. En efecto, la regresión que es
propia de ésta postula una dependencia absoluta, una aspiración a ser protegido
y un retorno al origen que no puede ser mejor expresado que como el retorno al
vientre materno: todo lo que constituye un obstáculo a ello adquiere una fuerza
de displacer que define al trauma. En las formas melancólicas, el vínculo no
puede establecerse con el simbolismo de la castración (el término de castración
primaria, sería, por tanto, abusivo).
Pero,
lo que este trauma tiene de particular es que su intensidad y precocidad no
permiten ninguna asimilación vivida, ninguna “experiencia”, ni, con mayor
razón, representación consecutiva alguna. Las reflexiones de un artículo
póstumo de Winnicott [9]
pueden ayudarnos a comprender este estado inicial llamado, en términos más
acusados que el de angustia, agonía
primitiva. Este estado de desamparo ha tenido lugar pero no ha podido ser
integrado por las fallas del medio ambiente y de la madre. Diremos, además, que
en los casos de depresión grave hay razón para invocar una tal “agonía”, más o
menos presumida, en la madre misma.
Como lo hace observar Winnicott, en la psicosis (digamos, la melancolía) este
estado es impensable. La psicosis se organiza como una defensa con respecto a
este punto de huida, que no permite ningún asidero y permanece como un peligro
de aniquilación. Y, de nuevo según Winnicott, esta falta de integración inicial
deja una especie de forma imperfecta que tiende a completarse, una compulsión a
vivir plenamente en el futuro una tal prueba. Es verdad que en este campo las
palabras parecen insuficientes y deben traicionar a esta experiencia. Así, el
término de trauma parece evocar demasiado una acción exterior generadora de
displacer.
El
vacío, como concepto, desprovisto de
todo recuerdo, convendría mejor para designar aquello que no acontece, cuando
lo que se esperaba era un evento incalificable, a menos de que sólo resultara
benéfico. Se podría argumentar, con respecto a esta espera decepcionada, que se
trata, de todos modos, de un trauma, puesto que el displacer deja una huella,
aunque confusa.
Se
ve claramente que con esta agonía primitiva, el dominio de la muerte, el vacío
o, más exactamente, la no-existencia, giramos en torno a una carencia que debe ser experimentada
para que la integración representativa pueda tener lugar, desmontando de este
modo la compulsión de repetición que mantiene a los síntomas. Es preciso,
también, que la experiencia vivida sea distinguida de las palabras que dan cuenta de ella (las palabras aprendidas no son la cosa, aunque ésta, una vez
aprehendida, se construya gracias a su apoyo: se teje con ellas) - y que entre
las diferentes “experiencias” que pueden ser vividas, se separen aquellas que
remiten a una carencia. Entre esta carencia y una relación con lo desconocido, es decir, la posibilidad de aprehender un
hiato o una dirección inagotable en un sistema, un objeto, adoptado o
comprobado, se introduce una distancia: una carencia puede, en efecto,
concernir no solamente a lo que ya ha
sido experimentado sino también a aquello que no lo ha sido. Por esta vía volvemos a encontrar la
relación fundamental entre el deseo y el ideal.
La
carencia y la relación con lo desconocido,
y en una terminología más habitual, el sufrimiento, el trauma, son el punto de
partida de construcciones (organizaciones defensivas) psicopatológicas que,
igualmente, incluyen a las de las psicosis cuyo aspecto positivo como intento
de cura es conocido.
En
las depresiones no dejan de impactar los afectos de displacer, de vacío, y de su reiteración - como si
fuera necesario experimentar una vez más, y de un modo completo, esta carencia.
Aquí el afecto es devastador: intenta colmar el vacío del trauma inicial, no
integrado, ni reductible a una conceptualización o a representaciones que, en
otra organización, delirante u obsesiva, habrían servido de algún modo como
relleno. La proliferación de la superestructura es esencialmente afectiva. Así,
conserva el déficit de comprensión y de integración que la relación analítica
se propone corregir. Pero, al mismo tiempo,
testimonia de la imposibilidad de recurrir a las soluciones superadas de
las construcciones ideales de la paranoia, y sus proyecciones mediante un
exceso de comprensión.
En
este contexto, la muerte adquiere un valor muy diferente, pero imposible de
representar con respecto a la relación con lo desconocido. En la depresión
simple, la muerte evoca lo ineluctable, experimentado en un movimiento
inevitable hacia una disminución de las facultades y de las fuerzas vitales,
sin que necesariamente haya un intento de pensar en ella, y sin el esfuerzo
posible de realizar la experiencia activa de una decisión fatal.
En
la psicosis melancólica, la forclusión, que recae sobre los significantes que
proporcionarían los medios para elaborar y superar la “agonía primitiva”, no
deja ningún lugar a esta carencia motriz, aquí demasiado intensa para ser
utilizada. La culpa reprimida de la depresión simple, se convierte en el núcleo
del delirio y pasa a lo real. La muerte se convierte en la exigencia activa y
la terminación de esta agonía inicial, como aprehensión y revelación definitiva
de la relación con lo desconocido.
En
fin, en la neurosis obsesiva el dominio intelectual sobre la muerte alimenta una
reflexión y soluciones religiosas en sistemas de separaciones y compartimientos
con respecto a las comunicaciones imposibles, pero, de todos modos, realizadas:
principalmente con el más allá.
La
relación con lo desconocido es explotada, más bien que descartada, de cierta
suerte por exceso, sirviendo abundantemente, por desplazamiento, para no tener que manifestarse en otro determinado
punto minuciosamente preservado (el sexo en este caso). La muerte basta para
invadir el plano de las ideas permaneciendo confinado en él.
Pero
puede preguntarse si semejante concepción de un trauma inicial, utilizada
técnicamente por el psicoanalista, no corre el riesgo de establecer de nuevo
una complicidad con la fantasía del paciente, complicidad que Winnicott
denuncia, justamente, en los modos de interpretación tradicionales. En efecto,
a menudo el depresivo tiene el empeño de demostrar la gran antigüedad de sus
sufrimientos, empeño que, sin duda, no es ajena a la necesidad de acusar a un
origen, el hecho de haber nacido, por ejemplo, es decir, incriminar a los
padres, y más precisamente a la madre.
De
la misma manera, semejante modo de enfocar la atención sobre un pasado
inaccesible - como para señalar que la catástrofe ya se ha producido y que, por
lo tanto, no tendrá que temerse en el futuro - puede aparecer como una maniobra
de desviación atribuible a la sugestión. En fin, ¿no habría en esto una especie
de mística de lo indefinible de lo experimentado, que desempeñaría en el plano teórico un papel de
escondrijo con respecto a la relación con lo desconocido? Pero, sobretodo, no
se puede evitar plantear la cuestión de la realidad de este trauma, o de esta
agonía primitiva, al recordar que una tal realidad, cualquiera que sea su peso,
por plausible que parezca, permanece en el análisis sujeta a reelaboraciones
simbólicas, y que al atribuirle el lugar
decisivo nada puede venir a contrarrestarlo: precisamente es esto lo que el
depresivo considera como una evidencia irrefutable.
Se
responderá a estos argumentos postulando que la relación con lo desconocido no
puede influir en el análisis sino con la condición de ser percibida allí y
elaborada en la relación transferencial, gracias a lo simbólico paterno y en el
marco de los ideales que están vigentes
en cada uno.
Este
trauma original, por la posibilidad inicial de fantasear el sufrimiento,
conllevando de este modo una excitación auto-erótica, por la efracción que
produce, hace del dolor psíquico ocasión de un retorno sobre sí, para un
masoquismo reflexivo [10].
Esta reacción ante la carencia que todo lactante sufre está ligada, pues, a la
fantasía cuya figuración oral se aplica a su propio funcionamiento: de la misma
manera como la fantasía de incorporación
supone una absorción del objeto posterior a su desaparición, o por su
destrucción, la fantasía actúa igualmente en
la realidad psíquica, en la psique, aun si resulta indiscernible; su
“contenido” no podría surgir en la conciencia. Se puede decir, entonces, en el
sentido de la observación de Freud en Duelo y Melancolía, que la fantasía es la sombra del objeto cuya
luz es la pulsión. En cuanto sombra, sólo traza su silueta oscura y la
indicación de la relación con lo desconocido que le queda adherida. Pero, en la
depresión esta “sombra” parece ser preservada, permanece invisible en su retiro
críptico. (Mientras que en las reacciones maníacas se encuentra “animada”, como
por un principio volátil e inaprensible). El sufrimiento ocupa el lugar tanto
de la fantasía como del trauma por compensar.
En
resumen, la depresión es un retorno, una regresión hacia el desamparo
primitivo, hacia su pasividad, que, reproducida, repetida en tanto que
afectividad pasiva, no por ello deja
de ser un medio variable de dominio. Pero, a la inversa del masoquismo que
busca una satisfacción libidinal (como por ejemplo en las perversiones sexuales
activas), la depresión aparta con gran rigor todo placer susceptible de hacer
aparición. Se comprende igualmente que la culpa, que tiene sus modos activos de
reacción con su tríada, pueda ser reprimida al mismo título que la fantasía y,
como ella, conservada en una reserva secreta. La depresión (neurótica), sin
embargo, a pesar de su aridez, de su renunciación a las medidas defensivas –
proyección paranoica o defensa maníaca - no deja de ser una crítica, un
agotamiento, una superación, una desmixtificación de estos mecanismos vueltos
caducos.
LA MADRE. CONTINENTE Y
CONTENIDO
La
carencia y el estado de desamparo tienen el efecto de fijar la atención del
niño en el objeto que asegura sus satisfacciones: el pecho, la madre. Pero,
esta consideración puede hacerse por diversas vías que emplean diferentes
fantasías relativas a la madre, sea para dominarla o destruirla, sea para
mantener una relación privilegiada con su cuerpo, sea en una reacción
narcisista y la puesta en juego del doble (y del yo ideal).
Abraham
fue quien subrayó el hecho de que “la vida psíquica del melancólico se mueve,
sobre todo, en torno a la madre”[11].
Esta observación vale para ambos sexos.
Se
sabe, después de M. Klein, cómo la madre puede ser tomada por el
niño como un objeto perseguidor, causa de aniquilación, de destrucción por
inanición o devoración. Para E. Bergler, es el paradigma del crimen mayor, que
se encuentra en el origen de todo repliegue masoquista. Es verdad que las
tentativas, o las fantasías, de retaliación y de proyección paranoicas tienen
efectos temibles, puesto que suponen la desaparición de un objeto vital sin que
el desamparo por ello sea atenuado.
En
la etapa depresiva, también vemos anudarse una relación fantaseada más matizada
y conservadora con respecto a la madre, que
se centra en el cuerpo, en una relación que usa lo imaginario, y de la que
describiremos tres aspectos importantes para su comprensión. Cada uno de ellos,
la incorporación oral, el refugio en el útero y la relación somato-psíquica,
pertenece a una relación más general del continente
con el contenido que, por tanto, pasa al primer plano de nuestra
investigación.
Primero,
es preciso recordar que Abraham había llevado la descripción en detalle de la incorporación hasta distinguir una serie
de cuatro operaciones [12].
Cuando
decimos incorporación, nos referimos a la fantasía
que adopta como solución a una tensión, a un conflicto, la intervención corporal, oral, digestiva, destructiva y
sádica. Esta reacción primitiva
remonta, pues, hasta la más antigua relación con la madre, y se centra en ella,
más bien que verse obligada a apartarse. Va de suyo que la entrada corporal
puede ser anal, genital, por los órganos de los sentidos, al mismo tiempo que
sigue siendo una representación oral destructora.
Concebida
así, la incorporación se distingue, pues, de la introyección y de la
identificación. En la introyección, la óptica es diferente, la operación oral y
digestiva es superada, se trata sobre todo de un proceso[13]
o, más generalmente, de una entrada en el campo psíquico, de un ensanchamiento,
por vía perceptiva, de las informaciones y, por tanto, del acervo mnémico y del
territorio. Así, el objeto es recibido, recompuesto, conservado, mediante un
conjunto de significantes (analógicos o digitales) que, al mismo tiempo que se
remiten a él, se diferencian. Lo propio de la introyección es permitir la
diferenciación de un (o varios) objeto(s) dentro del conjunto tópico donde
guarda su independencia y participa en los conflictos del sistema. El animal
introyecta igualmente significantes analógicos; su “culpa” es burda y
construida sobre el temor directo, adquirida por la repetición, la pérdida del
objeto o por el castigo que resulta de una simple relación de fuerzas. La
introyección es, pues, un modelo de
relación con un objeto privilegiado, que puede ser exclusivo, restringido y
que orienta las relaciones objetales ulteriores. Adquiere un sentido en función
de una tópica.
Al
movimiento centrípeto de la introyección, que es una adquisición de poder, se
opone el movimiento centrífugo de la proyección, que rechaza una parte del
territorio sobre el objeto, del cual, de allí en adelante, sólo se podrá ser víctima.
Con
la identificación, lo que domina es la similitud
de rasgos, tanto psíquicos como físicos, que liga el yo al objeto que conserva su autonomía externa; aquí es el “ser
como” el que reemplaza al “tener”. La carencia del objeto es compensada por
esta unificación a partir de un rasgo
común de reemplazo. En la identificación hay un efecto de transformación, mientras que en la introyección opera la adjunción,
la acumulación, el aumento, mediante la agregación de elementos que conservan
sus particularidades propias de objetos, como cuando al imán se adhiere la
limadura. En la identificación se trata, sobre todo, de una identidad
que se desarrolla y se constituye de otro
modo. Si la relación de continente-contenido conviene tanto para la
incorporación como para la introyección (una distinción mayor es que la
introyección excluye el vínculo fantaseado con el cuerpo), para la
identificación el término de asimilación
parece ser más conveniente, sabiendo que ella es mutable, y reproductiva,
en el sentido de una similitud que revela la comunidad de objeto (identidad de
la especie, que se afirma en las identificaciones especulares en el animal;
identificación sexual en el hombre,
como ser reproducido y reproductible; transmisor común de la sumisión de la
necesidad al deseo en el animal que obedece al hombre; relación humana general de identificación, en el uso específico del
lenguaje, por intermedio de las fantasías inconscientes que sirven de campo
común).
En
la depresión prevalece la relación de continente-contenido:
ella le da su signo distintivo a la regresión que hace recurrir especialmente a
la incorporación fantaseada y que, en el orden de la introyección, da al objeto
un valor (bueno o malo) así como una autonomía, si no una delimitación del tipo
de un enquistamiento, o de inclusión,
en la dinámica intrapsíquica.
Este
predominio de la incorporación oral, siguiendo un ciclo digestivo descrito
magistralmente por Karl Abraham, con un desenvolvimiento
repetitivo en cuatro etapas, es revelado por los sueños, las fantasías
reconstituidas, y los resultantes fisiológicos del depresivo. Importa descubrir
sus signos para no entregarse a la sistematización de interpretaciones
demasiado proyectivas.
Se
conocen sus cuatro etapas [14]:
1. La pérdida del objeto
desencadena el primer tiempo de expulsión.
Lo que es malo es rechazado: el esfuerzo corporal fantaseado intenta eliminar
el objeto.
2. Pero la reincorporación prosigue la fantasía de
reencontrar el objeto, de dominar el objeto malo, al mismo tiempo que lo
destruye oralmente. La bulimia de ciertas depresiones que absorben “cualquier
cosa”, sin distinción, corresponde a esa coprofagia descrita por Abraham.
(Inversamente, las anorexias se explican por el temor a destruir el objeto
bueno, o por la imposibilidad de encontrarlo en el alimento que sea,
reactivando de este modo el suplicio de una carencia inicial). Las
fluctuaciones alimenticias, en lo real, son frecuentes y bien conocidas en las
depresiones: tienen un valor de evaluación clínica segura.
3. La incorporación
destructiva debe, a su turno, ser compensada por una conservación intracorporal del objeto: ese enquistamiento
corresponde al período más doloroso de la depresión. Se manifiesta
fisiológicamente en un verdadero estreñimiento. Es el período de los conflictos
y de los reproches superyoicos, tal y como fueron descritos por Freud
en Duelo y Melancolía. La relación
paranoica es entonces interiorizada. El suspenso consiste en mantener vivo al
objeto (aunque sea malo) y, al mismo tiempo, tener que destruirlo. Aquí tendría
lugar la partición entre la restitución narcisista del objeto, su animación
maníaca, o su reparación (en cuanto objeto total bueno, según la terminología
generalmente adoptada).
4. En fin, una segunda expulsión, liberadora, que puede evocar
una procreación (y la identificación con la madre en el alumbramiento), y que
permitiría salir del ciclo digestivo. Pero – sobra decirlo - si
todo un conjunto de condiciones relativas a las identificaciones, a la relación
transferencial no fantaseada, a la calidad del objeto no se encuentra, el ciclo
se inicia de nuevo.
Este
esquema tiene, pues, la particularidad de remitir toda la dinámica mental a una
fantasía de incorporación digestiva, de predominio oral. Toda teoría centrada
en el objeto, en su escisión en bueno y malo, en la relación oral, por este
hecho mismo, sería conducida a destacar el fenómeno depresivo.
Digamos,
también, que esta problemática es un continuo vaivén entre la expulsión y la
incorporación digestiva.
Por
otra parte, lo volvemos a hallar en el segundo tipo de relación de
continente-contenido: el refugio uterino.
Se sabe que el recurso a una potencia protectora, apoyo o sostén (holding), o toda pertenencia (sobre todo
pasiva) a un grupo, evocan el refugio o la anidación de una vida intrauterina.
En esta mitología, se suele considerar esa estancia como protectora,
reparadora, dotada de un inmenso bienestar comparable a aquel que se encuentra
en el sueño. Esta fantasía sólo existe y se valora en función de una
perspectiva dolorosa y pesimista que desvaloriza la vida despierta, considerada
como incapaz de cumplir las exigencias de una felicidad ideal. Es probable que
la necesidad de adornar de cualidades positivas a ese período, que también
podría ser pensado como una etapa larvada y amodorrada, o como una calma neutra
que no recuerda sino la extinción atribuida al nirvana, satisface la intención de glorificar la muerte,
comparada con esta anterioridad viva sin recuerdo.
En
la depresión domina, pues, la aspiración a retirarse a la matriz protectora,
tanto mediante el aislamiento, por la ruptura de las relaciones sociales, como
por la exigencia de vínculos privilegiados de dependencia y de mimo materno con
respecto a una sola persona, pariente o psicoterapeuta, llevada a desempeñar el
papel de continente. Así, la cura se pliega hacia esta relación en la misma
medida en que se acentúa el repliegue con respecto al mundo exterior.
Pero
tal posición es amenazada por el peligro fantaseado de ser destruido por, o de
destruir la cavidad uterina. Las imágenes angustiantes de estar en un callejón
sin salida, en un hueco, en un abismo, tan corrientes en los depresivos, a
menudo deben entenderse en un doble sentido: la salida del orificio, opuesta al límite de la superficie protectora que
envuelve, siempre tiene como eje un territorio hostil, sea externo, sea interno. Aquí la relación con lo
desconocido es obstruida por la angustia relativa
a la representación del hueco: es
decir, por el paso que actualiza la inversión
a la que son tan sensibles estos pacientes. B. Lewin ha subrayado,
justamente, este aspecto contradictorio de la depresión: entre la aspiración a
una regresión narcisista hasta la relación con el pecho materno, y la orden del
superyó de abandonar este refugio [15].
Observamos,
en el tercer aspecto de la relación continente-contenido, una oposición
idéntica entre el cuerpo y la
realidad interna, la psique y sus instancias tópicas.
En
la depresión, la concentración dolorosa llega a ser el núcleo que se retrae en
el cuerpo. Toda la realidad psíquica
se reduce a este sufrimiento. La mayor parte de las relaciones exteriores se
borran en este repliegue. El cuerpo adquiere el valor de continente que debe
llevar toda la carga. Su materia, incluso, debe reaccionar contra los puntos de
focalización hipocondríaca que la conquistan, como partes que pueden invadir el
conjunto.
Se
puede decir, entonces, que la problemática depresiva tiene como eje la relación
continente-contenido en la medida en que es tributaria de la incorporación. De
una manera más general, se sitúa como la inversión de la realización paranoica;
en la melancolía, la persecución es interiorizada, pero no por ello conserva
menos sus efectos destructores.
La
operación depresiva consiste en la delimitación y concentración de un contenido
que no puede sostenerse ni definirse sino en relación con un continente, que no
solamente le da sus fronteras, sino que lo protege, lo mantiene y lo conserva. Sin embargo, es preciso comprobar que esta
relación continente-contenido tiene la propiedad de invertirse: el
contenido tiende a volverse continente para aquello que le era un continente.
La relación de incorporación oral implica que el devorador pueda ser devorado,
que el tegumento uterino protector sea a su turno englobado por su contenido y
atacado o protegido a su vez, que el cuerpo sea también amenazado o sostenido
por la realidad psíquica que le sobrepasa y le somete. Esta inversión no debe
entenderse solamente como viraje de la depresión a la manía, sino que también
está presente en el paso al punto límite de la melancolía, en el que la extrema
violencia de la incorporación vacía, de cierta
suerte, al mundo externo, aspira el continente exterior en el
contenido, para arrastrar el cuerpo mismo fuera
de las dimensiones de la vida, como mediante una intususcepción [16]
en la muerte.
Pero,
la relación más especiosa de la depresión, en esta distribución entre
continente y contenido, en este proceso centrípeto-centrífugo, es la de
presentarse como una caída infinita en el plano de la realidad psíquica misma.
El punto importante es que, en esta búsqueda del continente, la fantasía misma
aparece, así, como lo que fundamentalmente es: a saber, uterina. Se da como refugio, aislado
y libre de contenido cualquiera. En efecto, lo que impacta en esta
eventualidad clínica es el monoideismo, la pobreza mental, la rumia de la
miseria, la uniformidad del reflujo vital y sexual, la inaccesibilidad a una
diversificación del pensamiento ante la disminución de las asociaciones y de
las fantasías.
Lo
que llamamos depresión es, precisamente, la fantasía tal como se manifiesta,
desprovista de un contenido particular, en cuanto matriz. La fantasía toma el
relevo de, y se convierte en, el esquema de esta aspiración irresistible hacia
el refugio del vientre materno, su protección, y la pasividad que debe
responder a ella. Se comprende, entonces, que la “caída infinita” del proceso
depresivo tenga un valor esclarecedor en cuanto al funcionamiento psíquico.
Apartándose de las proyecciones narcisistas y paranoicas, así como de las fugas
maníacas, con la condición, asimismo, de no hundirse en las pruebas de Sísifo
de la reparación siempre recomenzada, o en la oscilación melancólica, la etapa
depresiva puede ser un paso hacia las identificaciones simbólicas, así como
hacia las relaciones de objeto correspondientes. La fantasía aparece, o más
bien tiene las mejores posibilidades de aparecer, como el vínculo entre el
sujeto, su deseo y la relación con lo desconocido.
Pero,
si se reduce al continente, nos es preciso poder designar el contenido que se
articula con él, y que se encuentra eludido.
Propondremos,
por tanto, que el contenido es la organización original (cuya construcción
tenemos que hacer) que daría la mejor cuenta de la fantasía misma: es decir,
ante la más total dependencia del pecho, o de la madre (objeto total), la
posibilidad no solamente de volverse dueño de ellos, sino también de poderlos
destruir o reconstituir a voluntad, mediante lo cual poder tener una plena
disposición sobre el objeto. Dependencia
o dominio, tal es la alternativa que no
deja lugar, o que traza su ausencia, a la responsabilidad y a la culpabilidad.
Por el hecho mismo de que es fantasía, por el retorno sobre sí, constituye un
tomar en consideración la carencia, y obtura su incidencia: la incorporación es la fantasía misma en su evocación del
primer objeto. Lo que permanece excluido - suprimido, reprimido o forcluido -
es la fuerza opositora que bloquea la
pulsión, fuerza que aparecerá como una prohibición: la de la reglamentación de
los amamantamientos, la del rechazo de la madre a dejarse morder el pecho, el
aprendizaje del control de los esfínteres. Relaciones en el curso de las cuales
la madre puede manifestar su fatiga, su irritación y su cólera, su locura o su
rechazo. Para que una introyección de
esta dinámica pulsional pueda hacerse sin traba, se ha hablado de la
importancia de una madre que ama. Pero no puede pasarse en silencio la función
paterna, tanto en el equilibrio libidinal de la madre que encuentra en el padre
un objeto fálico de amor, como en la transmisión de la palabra prohibitiva que facilita en retorno la relación con la madre.
Las identificaciones simbólicas se fundan en ello. Pero, si la madre aparece,
en su sufrimiento y exasperación reprimida, depresiva o, más a menudo,
defendiéndose de serlo, el niño introyectará esta imagen antipulsional. La
identificación con una madre “sufriente” desempeña un papel importante en el
mecanismo de las depresiones. El niño intenta compensar ese desfallecimiento
mediante su propia depresión.
Resulta,
pues, que el contenido del continente que es la fantasía se resume en todo el
proceso correctivo que se esfuerza por anular - de un modo arcaico, oral y de
dependencia, de relación continente-contenido, simbiótico o parasitario - una
carencia. El núcleo de la fantasía sería, pues, un sufrimiento, fuente de una
culpa originaria, en la medida en que funciona el poder alucinatorio que parte,
sobre todo, de datos irreales: por ejemplo, el de devorar el pecho y la madre,
hacerlos desaparecer y reaparecer de un modo fantaseado. Pero, para que este
efecto pueda operar, importa que el sufrimiento moral se dé al máximo, sin razón, sin que otro mecanismo de
compensación entre en juego: esta “culpa” embrionaria no debe ser más que
sufrimiento. No aparece tal como es, sino caricaturesco y delirante, salvo en
la melancolía, en la que justamente no son posibles una apreciación, un recurso
exactos a la verdad.
Porque
todas las distorsiones de la culpa, por defecto o por exceso, son igualmente
tributarias de un juicio moral simplificador que promulga, de una vez por
todas, su decreto. Considerarse como total y definitivamente bueno puede ser
una seguridad narcisista, si no paranoica, que ya no padece examen de
conciencia. A la inversa, decirse totalmente malo lleva a las mismas
reducciones. Los absolutos se remiten el uno al otro. De ese modo, evitan la
confrontación con la realidad, el tiempo de espera, la relación con lo
desconocido, y una evaluación moral más fina. Es verdad que el obsesivo, a su
vez, arregla estas dificultades mediante su casuística y su interminable duda.
Sin
embargo, no hay que considerar la depresión como una imposibilidad de apoyarse
en un juicio moral consecuente. Puede sobrevenir después de una acción
realmente efectuada y condenada por el código moral en vigor.
Si
admitimos que la demanda explícita del depresivo - porque él sólo puede ser tomado
a cargo - aspira a volver a hallar una relación con un continente materno,
teniendo que preservarlo, al mismo tiempo que protegerlo del peligro de una
carencia permanente, el estudio clínico debe dar cuenta de esta estructura
continente-contenido según las configuraciones que se organizan entre la
incorporación y la expulsión digestivas, entre el refugio uterino y su
ausencia, la relación del cuerpo y la realidad psíquica, al tiempo que anota
sus inversiones características en la evolución clínica. Esta difícil relación
con la madre, que raya con la persecución paranoica, sólo puede superarse si la
madre ha sido lo suficientemente buena, si ha podido ser percibida como un
objeto total, si las frustraciones no han sido insuperables, si la culpa se ha
liberado de una fantasía demasiado invasora, en fin, si la introyección de un
objeto bueno ha podido lograrse. Además, la búsqueda del objeto primario sin
posibilidad de reemplazo, de sustitución significante, debe ceder el lugar a un
duelo que desencadene los intercambios simbólicos. Pero, si no se quiere
simplificar este proceso, conviene observar que la noción de “objeto bueno” no
podría reducirse a la simple aceptación masiva, oral, tal como ella se impone
en el origen del desarrollo libidinal. El juicio, como lo subraya Freud
en su artículo sobre “La Negación”, sólo se hace posible por la creación del
símbolo de la negación, haciendo al pensamiento independiente en cuanto a los
resultados de la represión y en cuanto al principio de placer. Esta negación,
puesta al lado de la pulsión de muerte, contribuye a la constitución de los
ideales (del ideal del yo) con
respecto a los cuales se evaluará la calidad del objeto. Sería igualmente
demasiado simple ignorar el aporte del narcisismo en una buena relación de objeto.
Prácticamente,
en la cura, estas relaciones iniciales entre continente y contenido, que
conciernen al pecho y a la madre, se
encuentran en la sesión, en el
entorno y sus constantes materiales, en la transferencia.
Así,
la fantasía podría transmutarse, de simple sufrimiento
bruto, en representaciones diversificadas y respecto a los cuales se
modificará la culpa.
EL EJE NARCISISTA: EL
DOBLE Y EL NIÑO MUERTO
Ahora
podemos examinar una pieza maestra del sistema depresivo: es el doble narcisista, como representación del
yo ideal.
En
la relación predominante con la madre (y con el pecho), en la aspiración a
volverla a encontrar y a huir de ella, conjuntamente, se percibe el peligro
vital que, si amenaza a la madre amenaza al niño, y el anhelo de librarse de
ella mediante una separación equivalente a una destrucción del uno o del otro
y, por tanto, de ambos. Una solución mediana a este tipo de callejón sin salida
es encontrada por el niño gracias al doble narcisista. Planteamos, entonces,
que son la carencia y la relación de
dependencia con la madre las que suscitan la vía narcisista y, principalmente,
el desdoblamiento proyectivo. Se sabe, después de O. Rank, la importancia de la
solución imaginaria del doble, de su supervivencia, para resolver la inquietud
de la muerte. Tiene la ventaja, en el niño, de perpetuar la relación con la
madre, pero de una manera desviada: la agresión se dirige al doble más bien que
a ella, y también la madre hallaría un blanco para su sevicia; además el niño
mismo está a salvo, gracias a esta figura apotropaica liberadora. Este
movimiento narcisista se desarrolla a la vez, observémoslo, como un retiro
libidinal en cuanto al objeto (este es, pues, secundario) y como un poder de
animar otro objeto, escogido por algunas de sus cualidades, muy especialmente
valorado por una proyección masiva, idealizante y positiva. El objeto real,
distinto de los otros debido a esta elección, vuelto el sostén de la carga
libidinal, es un objeto de proyección
narcisista. A este título, si corresponde
al yo en lo real, por ciertos rasgos
de similitud, concretiza en lo imaginario al doble, que no es nada más que el yo ideal, en tanto que aprehendido como instancia mental propia e
individualizada.
La
imagen primera, patente, de este doble existe en el niño. Se manifiesta en los
fenómenos de transitivismo, pero también de una manera más elaborada y
consciente, en el camarada imaginario,
en su aparición y desaparición [17].
Posee un papel compensatorio, puesto que
se opone en lo imaginario a la pérdida del objeto. No es más que la
sombra proyectada por el objeto.
En
él veremos una imagen narcisista mayor, construida mentalmente por todo el
mundo, que conserva el recuerdo, no solamente de lo que se ha sido, sino de lo
que se hubiera querido ser, idealmente, y en un pasado magnificado, sea como un
tiempo paradisíaco, sea como el de las promesas y de todas las esperanzas. El
niño, en general, se convierte en el símbolo, tanto en las mitologías como en
el folclor, de la fuerza montante. Esta virtualidad fálica que contiene es
también el poder de las pulsiones en su diversidad, su estallido no gobernado,
y su polimorfismo original. Así, sigue siendo para el adulto, como Freud
lo dice en Introducción al Narcisismo,
una imagen narcisista que tendería a compensar en la generación venidera las
insatisfacciones parentales. Corresponde al yo
ideal.
Que
el doble infantil sea una imagen benéfica, concebida como una prolongación
vital, o como una sucesión fálica, no debe dejar en la sombra un aspecto
totalmente diferente. Cuando el niño se convierte en una presentificación
predominante del doble, en el lugar de la imagen idéntica especular actual
abierta sobre el porvenir, es para intentar recuperar una experiencia pasada,
en la que se ha constituido el desdoblamiento narcisista, y que remite, por
tanto, a lo que lo engendró y que fue su desencadenamiento: la relación
originaria con la madre. Este aspecto del niño como doble tiene la ventaja de
promover una imago positiva, benéfica, que puede llegar a ser un símbolo sagrado,
sometida a un tabú que la mantiene a salvo de toda violencia y de toda agresión sexual, y en la cual su cara
negativa, maléfica, es estrictamente reprimida porque remite a deseos
inconfesables.
Para
el adulto, el niño no es solamente una manera de prolongar la vida y de
sostener la ilusión de la inmortalidad, sino también un medio para pagar una
deuda simbólica con respecto a los padres, al reproducir a los difuntos según
una contabilidad inconsciente a menudo compleja.
Todo
ataque contra el niño se vuelve el delito mayor. En Los Hermanos Karamazov
sirve para poner de acusado a Dios mismo. Bergler había descrito, con el
término de “gran crimen”, el deseo pasivo y masoquista que tiene el niño de ser
aniquilado por su madre pre-edípica, según sus terrores orales fantaseados. Por
tanto, hay que buscar, detrás de la fachada de idealización que se constituye
en el niño mismo, las fantasías de destrucción y de agresión sexual. En
consecuencia, es preciso considerar conjuntamente las fantasías de la madre y del
niño concernientes a una víctima cuya debilidad, dependencia original, hacen de
los malos tratos que recibe una ocasión de culpa extrema y ejemplar. “Matan a
un niño” resume el conjunto de las fantasías que se anudan en torno al niño muerto. W. Reich ha descrito su
fascinación al segundo grado, es decir, a través de su propio pensamiento, en
su libro El Asesinato de Cristo.
El
deseo de muerte frente al niño, tal como surge en el ánimo del adulto, obedece
a la rivalidad insoportable que representa un organismo joven, vigoroso y lleno
de promesas, volviendo más agudo el sentido de la decrepitud cuando se acerca
la muerte. Un pasado revive, tanto más dolorosamente cuanto se revela
definitivamente acabado. El niño real puede también contradecir amargamente la
fantasía de autoengendramiento y de creación narcisista o transexual.
¿Puede
esta hostilidad ir hasta hacer confrontarse las clases de edad y, como lo ha
sostenido G. Bouthoul, hasta desempeñar inconscientemente un papel en el
proceso de las guerras? Es probable que muchas de las llamadas melancolías de
involución se alimenten de esta diferencia percibida entre el resultado del
envejecimiento y el ideal narcisista centrado en la infancia y la juventud,
ideal reactivado por esta misma diferencia.
En
la mujer, el niño es rechazado a partir de fantasías que vuelven temibles el
acto sexual, la desfloración o el embarazo, por el peligro que representa el
feto como “cuerpo extraño” que amenaza la integridad somática.
Ahora
bien, el niño, por su lado, abriga deseos de muerte hacia sus hermanos por
celos respecto a la madre; él pretende destruir el resultado del acoplamiento
paterno, los rivales potenciales, y, por consiguiente, el deseo que lo ha
sostenido, golpeando una parte interna de la madre, el origen de su existencia
intrauterina. Daremos toda su importancia a la observación de J. Arlow [18]
sobre la constancia, en el hijo único, de este tipo de fantasías que producen
la ilusión de que es capaz de controlar la fecundidad materna y de ser dueño de
su propia soledad. Una confirmación por la realidad también puede hallarse, al
menos por un tiempo, en todo hermano mayor, hijo inicialmente único o en el
último que se imagina haber cerrado la fratría. En fin, no hay que ignorar
tampoco que el hijo único puede ser considerado por los demás como un
privilegiado en cuanto a la posesión del afecto materno, lo que acarrea una
relación de envidia y de rechazo convirtiéndolo en un chivo expiatorio. J.
Arlow expone muy objetivamente esta cuestión y sus incidencias en la descripción
del perfil psicológico de estos individuos que constituyen, a fin de cuentas,
la quinta parte de la población occidental [19].
También habría lugar para interpretar las estadísticas de los suicidios en
función de la fratría. Si es verdad [20]
que son los hijos segundos, luego los hijos últimos, quienes más se suicidan,
en tanto que el hijo único ofrece el porcentaje más bajo, se puede preguntar si
la posición del segundo no inclina a ataques depresivos y al resentimiento,
debido a la confrontación con el mayor y, para el menor, debido a la imposible
venganza sobre un niño menor.
El
niño muerto concentra, entonces, deseos condenados que persisten en todas las
edades. La coincidencia y la intensidad de tales fantasías en la madre y su
hijo no pueden tener por consecuencia más que el reforzamiento de la patología
correspondiente.
La
culpa que se asocia con el asesinato del niño permanece, de modo latente, aún
en el adulto, y este será tanto más sensible a sus reactivaciones cuanto más
haya debido funcionar activamente en sus primeros años el sistema de
desdoblamiento narcisista.
Ahora
bien, el paradigma del niño muerto tiene una función central en las
depresiones, puesto que funciona como primera desviación pulsional respecto a
la madre, sirviendo de representación virtual
de los peligros, y como lugar de convergencia de la agresividad, soportada
o proyectada, gracias al desdoblamiento narcisista inicial.
No
nos asombraremos, pues, al hallar sus huellas clínicas en el curso del
desarrollo de las depresiones. Sin embargo, es preciso prestarle atención. La
comprensión de los casos gana al descubrir este dato.
Como
primer ejemplo escogeremos el análisis de una tentativa de suicidio lo
suficientemente excepcional en la obra de Freud como para ser destacado
[21].
Se
sabe que el nacimiento de un hermano, cuando la joven en cuestión tenía
dieciséis años, es indicado por Freud como el punto de
partida de la crisis homosexual. Diremos que el hermano se convirtió en objeto
de proyección narcisista, respondiendo a un ideal masculino calcado, como
doble, sobre el hermano mayor y objeto de deseos de muerte anteriormente
elaborados. Cuando la joven, en compañía de su amiga de dudosa reputación, se
encuentra con su padre, ella se siente doblemente rechazada. Freud
hace que
la situación gire en torno a una palabra (niederkommen), el
verbo “caer”, en la que se condensan los sentidos de desplomarse, parir,
junto con la connotación de dejarse seducir o tumbar. Se trata, para la joven,
no sólo de castigarse, arrojándose sobre la carrilera, al significar el parto
de un hijo engendrado por el padre, de evocar la muerte de la madre al dar a
luz, sino también, agregaremos, de destruir el niño naciente con el cual ella
igualmente se identifica, doble sobre el cual se repliega ante el
desfallecimiento de las imágenes narcisistas actuales, su madre y la amiga, de
este modo, volviendo a encontrar la precariedad infantil puesta en escena en
este nacimiento simbólico.
La
obra de Abraham muestra una particular atención a la cuestión del niño muerto
en el cuadro de las depresiones. En su estudio sobre Segantini, considerado como un
caso de depresión con suicidio inconsciente, él hace constar que el artista
había hecho sus primeros ensayos de dibujo tomando por modelo el cadáver de una
niñita; él destaca “el impulso sádico [que] halla satisfacción en la
contemplación del cadáver de la niña” [22].
Su primer cuadro será una Níobe. En un proyecto de
drama musical, Segantini pone en escena una mujer cuyo hijo perece en un incendio.
Ahora bien, el primogénito de unos parientes del pintor murió así. La muerte de
un niño es representada en algunos cuadros de sus últimas realizaciones (Regreso al Hogar, La Consolación de la Fe,
La Cuna Vacía). En fin, Abraham descifra en la evolución del artista una
identificación significativa con Cristo.
En
sus dos grandes textos sobre la depresión, Notas
sobre la investigación y tratamiento psicoanalítico de la locura
maníaco-depresiva y condiciones asociadas (1912) y Estudio de la evolución de la libido, considerada a la luz de los
trastornos mentales (1924), los
ejemplos clínicos de Abraham relatan, en su anamnesis, los deseos de
muerte, en estos casos, de hermanos menores.
El
estudio de mis casos ejemplares permite encontrar el doble narcisista y la
imago del niño muerto tanto en el desencadenamiento de la depresión como en las
razones de la culpa, y aun a través de las construcciones fantaseadas o
delirantes.
A
veces el punto de partida es un nacimiento. De allí puede resultar una psicosis
melancólica puerperal [23].
(Y el hombre también responde de este modo, tanto como la mujer: piénsese en el
padre de Marcia en La fortaleza vacía
de B. Bethelheim [24]).
El acontecimiento no hace más que despertar fantasías anteriores desarrolladas
en función de niños posibles, virtuales, de la madre, luego con ocasión del
nacimiento de un hermano o una hermana.
De
la misma manera, los conflictos conyugales, el abandono, atizan un sufrimiento
de soledad que remonta a la primera infancia, y del cual permanece un recuerdo
muy vivo. Esta soledad, para la cual el único recurso era la madre, se
acompañaba, en uno de los casos, de fantasías respecto a una estrecha intimidad
con ella, excluyendo todo otro niño.
Claro
está, una depresión puede ser provocada por la muerte de un pariente o un ser
querido; pero allí, de nuevo, es preciso estar atento a la imagen narcisista
infantil subyacente; por lo demás, es claramente descifrable cuando se trata de
un deceso en la fratría.
La
culpa ligada a la fantasía del asesinato infantil se revela en el sueño, pero,
sobre todo, a propósito de acontecimientos familiares. (Citaré, por ejemplo, un
hermano muerto en circunstancias trágicas; un aborto espontáneo de la madre;
una hermana débil mental; una hermana muerta y visitas frecuentes al cementerio
para depositar, sobre la tumba, piedritas blancas; en fin, en una joven, con
tentativas de suicidio, el recuerdo de haber imaginado que su madre enferma
había tenido que ir al hospital para dar a luz, lo que acarreó, entonces, hacia
los 17 años, ante la ausencia del recién nacido, la creación imaginaria de una
hermana, luego el odio hacia los niños, seguido, algún tiempo después, por una
atracción irresistible por las niñitas de unos doce años).
En
fin, la culpa delirante se apodera de esta serie de fantasías con una
pretensión compensatoria; sólo daremos el ejemplo, presentado por Abraham, del
melancólico que se acusaba de haber infestado de piojos un hospital,
ilustración del simbolismo de los animalitos, recordado por el mismo Abraham [25].
Es
preciso, pues, darle un lugar justo en las depresiones al yo ideal, al doble infantil y a los deseos de muerte dirigidos
contra un objeto de proyección narcisista que de él se desprenden.
Al
destacar el tema del “niño muerto”, no hacemos más que precisar una etapa importante
del desprendimiento con respecto a la madre pregenital. Sabemos que la
confrontación con el doble refuerza la integridad narcisista, pero también
prepara una vía para tomar distancia con respecto a la oposición especular
letal.
Este
mecanismo, atribuible al niño, que deja sus huellas en el adulto, no adquiere
su fuerza coactiva sino retrospectivamente, mediante una reconstitución
imaginaria del desamparo inicial y la solución narcisista así encontrada. De
este modo, se intenta producir un retorno (una regresión) hacia el pasado para
reanudar el lazo con el objeto primario: de donde la pesantez, o inercia de la
depresión.
Lo
que de este modo persiste en la madre alcanza a crear un fondo depresivo. Para
protegerse de ello, proyectándolo, pero también para darse un poder de dominio
sobre su hijo, a fin de tener que ir en ayuda de él, tal como hubiese querido que se hiciera por ella,
tenderá inconscientemente a proseguir una
acción depresora sobre él. Esta especie de contagio de la depresión - por
otra parte, de pretensión reparadora - desempeña un papel primordial en las
relaciones humanas. Diremos que si existe, con respecto a los psicóticos, como
lo sostiene H. Searles, un acuerdo y procedimientos del entorno para volverlos
locos, un deseo de provocar depresiones existe aún más frecuentemente, sobre
todo en nuestras sociedades urbanas, en las que la violencia puede tomar ese
rodeo, llegando a ser un medio de dominación sobre los individuos susceptibles
de abdicar por el descorazonamiento, y que se prestan de buen grado como
víctimas acusadoras. De este modo, se mata por suicidio inducido a aquellos que
se presten a ello.
Así,
llegamos al corazón de la relación entre la depresión y el sentimiento de
culpa. El desdoblamiento narcisista ofrece la ventaja, no obstante desastrosa
en esta patología, de proteger a la madre. La culpa puesta en juego de este
modo concierne a un objeto imaginario:
el mal en cuestión es él mismo
imaginario; para que pueda ser remitido a la intención, es preciso que comparaciones y distinciones sean
posibles entre un objeto reducido a la relación de necesidad (el pecho–objeto parcial)
y un objeto total que responde a una relación que supera esta necesidad, que es
construido, pues, sobre una comunicación,
que es afectada por una demanda, y se
sitúa en el deseo. La posibilidad de
aprehender lo imaginario como realidad psíquica y, por tanto, de poder
reconocer el mecanismo de la proyección,
establece la realidad como tal (como resultante ella misma de
un rechazo). En este movimiento,
el doble narcisista, es decir, la representación mental del yo ideal, es captado, soportado, por la
imagen especular del semejante,
mediante todo ser humano, la madre inicialmente, pero más especialmente el
hermano o un niño de edad cercana. En esta confrontación, se toma distancia con
respecto al simple rechazo y al mal correlativo,
en la medida en que éste puede ser atribuido
por el juicio a la madre, al doble (o al objeto de proyección narcisista),
lo que conduce a poder remitirlo a sí mismo como responsabilidad cuando la
proyección es reconocida como tal. Pero, el vaivén narcisista vuelve precaria
esta localización. La ventaja de la posición narcisista es que, al desviarse de
la madre, conduce a una autonomía que permite la introyección de ella. El
asesinato del niño se vuelve el contenido de la fantasía que parece venir de
ella: así, tiene lugar la identificación desastrosa con la madre mala. Ella siempre está implicada en los casos de
realización criminal o en los finales con suicidio. Es su triunfo. No obstante,
la operación de proyección, resultado del desdoblamiento, hace que la maniobra
sea menos fatal cuando el doble es sacrificado, de modo fantaseado, en lugar
del sujeto. Así, la madre, debido a que el doble es apotropaico, y a que la
intención podrá distinguirse de la realización, perderá su masiva potencia
amenazante.
Es
preciso agregar que este desarrollo no puede perfeccionarse más que si la
función paterna (o lo que ocupa su lugar: la sociedad o un ideal, cuyas características no tienen porqué enunciarse aquí) se
hace cargo de la intención homicida. El niño muerto, que pertenece a un pasado periclitado, pero a la vez accesible mediante el recuerdo, y que
entra como elemento en la construcción simbólica de lenguaje y alianza, debe
remitir al padre. Toda civilización, hasta hoy, por el hecho mismo de que tiene
en cuenta la función de un tercero en posición de autoridad, conlleva una
focalización de las pulsiones agresivas en el padre. Esto permite la mejor
separación de la madre, cuya imago se desprende libre de retaliaciones
agresivas. Los mitos de las tres grandes religiones monoteístas siempre ponen
en evidencia, de una manera patente, la problemática narcisista del niño muerto
pero referida al padre, término decisivo que ordena, de una manera implícita,
como Freud y Reik lo han demostrado, la culminación de
esta dialéctica con el padre muerto como la transición del último “perseguidor
secreto y misterioso” [26]
a su revelación colectiva y mítica que permite reafirmar “la confianza en el
ser querido muerto” [27].
Se sabe que en toda esta mitología simbólica la madre permanece siempre por
fuera del dogma, fuera de relación con la muerte violenta, y sólo llegando a
ser figurada en las corrientes gnósticas (La Virgen, Sofía, Shejiná). Ella
subsiste, siempre como potencia benéfica
y tutelar, al margen del conflicto. No hay necesidad de advertir que esta
estructura puede ocultar el desconocimiento de las pulsiones agresivas con
respecto a la madre, en una idolatría que no ve en ella sino “bondad”: es ésta
la perspectiva obsesiva.
En
el movimiento que va de la madre hacia el padre, que Freud ha descrito en el
desarrollo edípico, pero que es preciso presentir en las etapas pregenitales,
interviene, paralelamente, la constitución narcisista. En efecto, el
desdoblamiento es el eje especular, etapa que lleva a conferir a la madre su
estatuto de objeto total, y al padre su localización simbólica con respecto a
las prohibiciones concernientes al objeto primordial en el conflicto en el que
el riesgo principal llega a ser la castración. Este posicionamiento del padre
alivia la confrontación letal y, por lo mismo, orienta y libera el potencial de
investidura propiamente narcisista, homosexual,
que entra en la composición dinámica de los ideales:
Freud ya lo había destacado al final de Introducción del narcisismo.
En
la depresión, no se podría desconocer el encerramiento dentro de este tiempo
narcisista. La herida afecta al yo ideal,
en su representación como doble, en todo objeto de proyección narcisista. Toda
falla a este nivel reactiva la más arcaica de las imágenes correspondientes: la
del niño muerto. La depresión
patológica se manifiesta cuando esta válvula ya no puede funcionar: el
hundimiento del doble (o del yo ideal)
es una amenaza de tal magnitud para el yo
que el único recurso que queda consiste en acusarse virtualmente de esta
carencia, tomarla sobre sí, como asesinato del doble, en su forma arcaica del
niño que se vuelve a hallar en sí. Toda relación, de agresión y destrucción,
vale más que el vacío de aniquilación y de lo desconocido. En esto consiste el bloqueo del sistema narcisista: la
culpa no puede elaborarse ni respecto a un objeto total (la madre o el padre),
ni matizarse mediante un juicio que dé cuenta de la realidad interna, de la
fantasía. La culpa, pues, respondería, en
la depresión, a la imagen del niño muerto. Pero esta razón, tan ideal como
es, traducida en palabras se resumiría en el mayor de los crímenes, aquel que
amenaza al más alto punto la integridad narcisista. Ahora bien, toda tentativa
de culpa, con su tríada de expiación / reparación / perdón, se encuentra
invalidada, aunque se haya esbozado,
porque es aplastada por la relación narcisista que hace desparecer al objeto
por el peso del yo ideal y por sus
fallas. En esta situación, la culpa, que corresponde a un objeto tan exorbitante, es indecible. En la depresión a menudo también es ausente; y, a la
inversa, sólo aparece en el delirio melancólico. En cuanto a la
autodestrucción, ésta sólo resulta del fracaso, tanto de las correcciones
inconscientes que han debido asegurar la tríada de la culpa, como de la
imposibilidad de fijar el doble sobre un objeto o un ideal, de donde, como
consecuencia, la identificación progresiva o brutal con el niño muerto, caído
bajo los golpes de la madre mala.
Pero
la ventaja ya señalada de la etapa depresiva, volvámoslo a decir, es la de
interiorizar los conflictos y, de este modo, ponerlos en la vía de una relación
de objeto exenta de proyecciones masivas.
En
definitiva, estamos en condiciones de ordenar los hilos conductores que hemos
identificado para comprender la depresión.
1. Una culpa imaginaria,
narcisista, virtual, inexpresable, debe ser destacada. Centrada en la figura
del niño muerto, en cuanto cataclismo narcisista, intenta superar activamente
un rechazo primordial, al cual remite toda regresión de tipo depresivo.
2. Esta actividad, con
respecto al trauma inicial, se confunde con la única posibilidad de fantasear
el displacer, concentrado, mantenido, vuelto sobre sí, en un tiempo original
del niño amenazado, sin que otro contenido pueda venir a distraer de la
depresión y su sufrimiento.
3. De este modo, se
encuentra reproducida la relación esencial con la madre, sostenida en la
relación entre continente y contenido, proseguida en los tres planos, oral y
digestivo, uterino y somato-psíquico. La imagen del niño muerto representa, en
estas tres direcciones, el resultado del fracaso de esta relación con la
devoración, la abolición del nacimiento y de la vida, y la acción destructora
del aparato psíquico sobre el cuerpo. Pero, el desdoblamiento narcisista es
equívoco porque también ayuda a superar esta salida, para conducir al objeto
total y al Otro, en un proyecto de reparación. Se puede decir, entonces, que la
depresión, en la alternativa continente-contenido, está ligada al tiempo de la
interiorización, y que su sufrimiento, o su patología, dependen de los
fracasos, inversiones y repeticiones cíclicas, de esta relación.
Puede
preguntarse si semejante organización, que se apoya en el trauma y su fantasía,
la culpa virtual, la relación con la madre de continente con el contenido, y la
muerte narcisista del niño, puede abarcar todas las variedades clínicas, desde
la depresión de inferioridad, las formas reactivas, histéricas o perversas, las
crisis, las depresiones de involución, o las descompensaciones psicóticas sobre
un fondo esquizofrénico.
Es
verdad que la secuencia que hemos descrito permanece muy próxima a la
organización narcisista, que hunde sus raíces en la confrontación de la
paranoia. Precisamente, se trata de aprehender la articulación, cuya
importancia es conocida, entre la vertiente paranoica y la vertiente depresiva,
y tanto más cuanto que consideramos a la melancolía como una paranoia
“retornada”. Y, ciertamente, el tipo clínico que mejor corresponde a esta
descripción es la crisis depresiva.
Partiendo
de ahí, es interesante poder descubrir en toda depresión este núcleo, con la
salvedad de que, a veces, no se hallan más que sus huellas. De todos modos,
será suficientemente perceptible en muchos casos, entre los más diversos, para
ser aislado como la infraestructura narcisista de las depresiones en general.
Es
evidente que otras configuraciones pueden dar cuenta del detalle clínico - como
lo ha recordado acertadamente C. Brenner, principalmente las de la dinámica
edípica. Pero, ellas no deben hacer desconocer la estructura narcisista
subyacente.
En
cuanto a la cuestión de la culpa, ésta no podría cancelarse simplemente
mediante la alternancia repetitiva entre proyección e introyección, ni en la
posición inmóvil de un alma bella, ni en el rechazo de toda alienación, ni en
la sumisión a un mal imaginario, ni tampoco con la seguridad de una “bondad”
incuestionable, que conlleva la más peligrosa de las ilusiones. Un retorno a la
concepción moralizante, después de su exclusión por la psiquiatría médica, ha
desembocado, en nuestros días, en la equivalencia que subtiende un cierto
sector del psicoanálisis: lo bueno y el bien aseguran la salud y el equilibrio
mental, y, así, conducen al paraíso social; el mal y la maldad, en cambio,
conducirían al infierno de la locura y de la segregación. Se encuentra la imposible
elección, doble freno, entre maldad y locura. Freud nos recuerda que “gran
parte del sentimiento de culpa tiene que ser normalmente inconsciente”, “que el
hombre normal no sólo es mucho más inmoral de lo que cree, sino mucho más moral
de lo que sabe” y “que la naturaleza del ser humano rebasa en mucho, tanto en
el bien como en el mal, lo que él cree de sí” [28].
En
el plano práctico de la cura, se perciben las correspondencias que pueden
establecerse cuando la fantasía plantea el trabajo analítico y sus beneficios,
o al analizante mismo, como un niño imaginario. La reacción terapéutica
negativa se entenderá, entonces, como una manera de destrucción en la que el
asesinato del niño, según la perspectiva depresiva descrita, viene al primer
plano. Será, en la articulación entre el narcisismo y el Edipo donde se
presentará esta evolución.
En
fin, toda perspectiva evolutiva debe ser pasada por la criba de la crítica. Si
damos al tiempo depresivo el valor de un eje (especialmente en la articulación
entre la muerte y la castración), en el que la referencia al niño muerto debe
ser contemplada, aun es preciso indicar el sentido de esta prueba del duelo.
Freud mismo sigue este hilo en su propio análisis a través de la
Interpretación de los Sueños. ¿Se ha caído en cuenta de que
dicho hilo se extiende desde el rechazo del niño, el deseo de muerte -
totalmente disfrazado, es cierto - en la Inyección
de Irma, primer sueño introductorio, hasta el otro sueño inicial, del
séptimo y último capítulo, del niño que
arde, que se anuda en una sutil ambivalencia con respecto al mismo deseo,
el cual, al fin, se declara sin disimulo alguno en uno de los últimos sueños
del libro, el del hijo oficial? El
duelo por el padre, tantas veces
justamente subrayado, no se realiza completamente en la materia de esta obra
fundamental sino mediante la elucidación de esta relación imaginaria con el
niño muerto, asumida, en cuanto padre,
por ese mismo movimiento [29]
instaurado.
La
prueba depresiva tiene, sin embargo, una singular semejanza con los ritos de
iniciación. El des-ser (désêtre),
la muerte y la resurrección, se realizan bajo la égida de una autoridad que da
acceso a otro grupo de edad, a otro estatuto social. El poder, por el hecho
mismo de que se funda en una jerarquía, hace una exhibición de sus insignias a
través de estas ceremonias. Mientras más potente sea, más brillo adquieren. Si
se siente amenazado o tambaleante, buscará, según cierta propensión, en el
espíritu de contrición depresiva, el medio de someter mejor sus súbditos. Existe
una mística de la depresión: procura la ilusión de vencer las ansias de la muerte como si se tratara
de la muerte misma.
En
la mitología china, según el Liezi,
“cuando el Caos, después de dar pruebas de buena educación, mereció ser
recibido entre los hombres, dos amigos (eran los genios del rayo) [veríamos en
ellos la representación del desdoblamiento narcisista] gastaron toda una semana
haciéndole todos los días una apertura, para darle el semblante humano que
merecía. Al séptimo día de la operación, el Caos murió, dice Tchuan
Tse. Es decir, que toda iniciación, o todo nacimiento, se parece a una muerte.
La muerte verdadera es acompañada, al contrario (para los chinos), por la
obturación de todos los orificios del cuerpo. Se les cierran los ojos a los
difuntos, se les cierra la boca [30]”.
¿No
es preciso ver toda la evolución humana (¿pero no se diría también la animal?)
para ambos sexos, como la separación de la madre? Operación que no es posible
si la madre misma no facilita su realización en el tiempo debido, es decir, sin
rechazo ni fijación, y si la acogida simbólica de llegada no se convierte en
una manera siniestra de “aprender a vivir”.
Pero,
una sociedad narcisista puede llegar a hacer del goce un deber. Este imperativo
laborioso, al cual, desde entonces, no se podrá faltar sin ser desconsiderado,
que subvierte la transgresión, no tolera prácticamente las imágenes que
perturban sus ideales de perfección, de fuerza y de juventud. El sufrimiento,
la vejez y la muerte se vuelven insoportables. Al tiempo marcado por la iniciación,
la transición y el sacrifico, se sustituye el del simple catabolismo, de la
reducción de los desechos, de la incineración. Lo irrecuperable, lo que se
aparta del patrón, o lo minoritario, sirven siempre, pero ignorado por el
sistema, de chivo expiatorio.
Así,
sin duda, hoy en día la depresión ofrece, por defecto simbólico, el rostro
esfumado, inconfesable, que la muerte aún presta a los reflejos del espejo que
es nuestro semejante.
* Tomado de Nouvelle revue de psychanalyse, Figures du vide, Numéro 11, printemps
1974, París, Gallimard. Traducción: Anthony Sampson. El traductor agradece la
colaboración de Pierre Ángelo González y de Gabriel Patiño Lakatos sin cuyo
empeño e insistencia esta traducción nunca se habría terminado.
[1] D. W. Winnicott, “La
psychanalyse
et le sentiment de la culpabilité » (1958), en De la pédiatrie à la psychanalyse, Payot, 1969.
[3] M. Schur, Affects and Cognition,
Intern. J. Psychoanal., 1969, 4, p. 647-653
[5] Cf. C. Brenner, “Depression, anxiety and affect theory”, Int. J. Psycho-Anal., 1974, 1, p. 25-32.
[6] Cf. “Transference problems in the psychoanalytic treatment of severely
depressive patients”, op. cit.
[7] Cf. sobre este tema:
M. Torok, “Maladie du deuil et fantasme du cadaavre exquis”, Revue française de psychanaalyse, 1968, 4, p. 715-734.
[8] A. De Maret, “La psychose maniaco-dépressive envisagée dans une perspective éthologique »,
Acta Psychiatric Belg., 1971, 71, p.p. 429-228.
[9] “Fear of Breakdown”, The International Review of Psychoanalysis,
1974, 1-2, p. 103-107.
[10] Cf. J. Laplanche,
Vie et mort en psychanalyse,
Flammarion, 1970, p.162-173 [Vida y
muerte en psicoanálisis, Buenos Aires, Amorrortu, 1973].
[11] “Los estados
maníaco-depresivos y los niveles pregenitales de la libido” (1924), en Psicoanálisis Clínico, Buenos Aires,
Hormé, 1959, p. 319-362.
[12] Cf. op.cit.
[13] De acuerdo con N.
Abraham y M. Torok, “Introjecter-incorporer. Deuil ou mélancolie”, en Destins du cannibalisme, Nouvelle revue de
psychanalyse, 6, 1972, p.111-122.
[14] Cf., Abraham, op.cit.
[15] “Reflections on depression”
(1961), en Selected Writings of B. D.
Lewin, The Psych. Quart. Inc. P., 1973, p.147-157.
[16] Sic: una invaginación.
[17] Cf. R. M. Benson y D. B. Prior, “’When Friends Fall Out’: Developmental
Interference with the Function of some Imaginary Companions”, Journ. Amer. Psychoan. Assoc. 1973, 3, p. 457-473.
[18] “The Only Child”, The Psychoan.
Quart., 1972, 4, p. 507-536.
[19]
Op. cit. Véanse también las consideraciones más convencionales de D.
Winnicott, The Child, the Family and the
Outside World, London, Tavistock, 1957, cap. 20 “The Only Child”.
[20] Cf. Moullembé,
F, Tiano, G. Y C. Anavi, J-M. Pericón, “Les
conduites suicidaires, approché théorique
et clinique », Bulletin de Psycho.
1973 – 1974, 313, 15-18, p. 901,
(918), 928.
[21] “Sobre la psicogénesis
de un caso de homosexualidad femenina” (1920), Obras Completas, vol. 18, p. 137-164. Buenos Aires, Amorrortu,
1976.
[22] Psicoanálisis y Psiquiatría, Buenos Aires, Hormé, 1961. p. 208.
[23] Véase sobre este tema
el estudio clínico de J. P. Sichel y R. Chepfor, “Des liens possibles entre les
suites de couches normales et la psychose puerpérale“, en
L’évolution psychiatrique, 1974, 3, p.643-662, donde se indican los
hechos desencadenantes (un accidente en la calle que evoca la muerte de niños)
y las intenciones homicidas de la madre. También se observará en dicho estudio
la identificación de la madre con el niño en la separación sangrienta.
[24] Barcelona, Laia, 1975.
[25] Psicoanálisis clínico, Buenos Aires, Hormé, 1959, p. 352.
[26] M. Klein,
“Una contribución a la psicogénesis de los estados maníaco-depresivos” (1934),
en Contribuciones al psicoanálisis,
Buenos Aires, Hormé, 1964.
[28] “El yo y el ello”, Obras Completas, vol. XIX, op.cit., p. 53.
[29] El movimiento mismo
que El Rey de los Alisos reproduce. [El Rey de los Alisos, poema de Goethe
convertido en Lied por Schubert,
n. del t].
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