Construcciones en el análisis (1937)
Anotaciones JLGF
Nota introductoria
«Konstruktionen in der Analyse»
Aunque en las obras sobre
técnica analítica las construcciones recibieron mucho menos atención que las
interpretaciones, como el propio Freud lo destaca, sus escritos contienen
muchas referencias a aquellas. Hay dos o tres extensos ejemplos en sus
historiales clínicos del «Hombre de las Ratas» (1909¿), AE, 10, págs. 144-5 y
161, y del «Hombre de los Lobos» (1918¿); este último caso gira en su totalidad
en torno de una construcción, pero el problema es tratado específicamente en la
sección V {AE, 17, págs. 48 y sigs.). Por último, las
construcciones cumplieron gran papel en «Sobre la psicogénesis de un caso de
homosexualidad femenina» (1920ÍZ), como se pone de manifiesto en la sección I {AE,
18, pág. 146).
El artículo finaliza con el
examen de una cuestión que interesaba mucho a Freud en esta época: el distingo
entre lo que llamó la «verdad histórica» y la «verdad material».
James Strachey
I
Un investigador muy meritorio, a quien le estoy
siempre agradecido por haber tratado con equidad al psicoanálisis en una época
en que la mayoría de los otros no sentían el deber de hacerlo, manifestó cierta
vez, a pesar de ello, una apreciación tan mortificante como injusta sobre
nuestra técnica analítica. Dijo que cuando nosotros presentábamos a un paciente
nuestras interpretaciones procedíamos con él siguiendo el desacreditado
principio de «Heads I win, tails you
lose».[1]
O sea, si él nos da su aquiescencia, todo es correcto; pero si nos contradice,
entonces no es más que un signo de su resistencia, y por lo tanto igualmente es
correcto. De esta manera, siempre tenemos razón contra el pobre diablo
inerme a quien analizamos, sin que importe su conducta frente a nuestras
propuestas. Ahora bien, como es verdad que un «No» de nuestro paciente no nos
mueve en general a resignar por desacertada nuestra interpretación, semejante
desenmascaramiento de nuestra técnica ha sido bienvenido por los opositores al
análisis. Por eso vale la pena exponer en profundidad cómo solemos
apreciar, en el curso del tratamiento analítico, el «Sí» y el «No» del paciente,
la expresión de su aquiescencia y de su contradicción. Por cierto que en esta
justificación ningún analista ejercitado aprenderá nada que ya no sepa.[2]
El consabido propósito del
trabajo analítico es mover al paciente para que vuelva a cancelar las
represiones —entendidas en el sentido más lato— de su desarrollo temprano y las
sustituya por unas reacciones como las que corresponderían a un estado de madurez
psíquica. A tal fin debe volver a recordar ciertas vivencias, así como las
mociones de afecto por ellas provocadas, que están por el momento olvidadas en
él.
Sabemos que sus síntomas e
inhibiciones presentes son las consecuencias de esas represiones, vale decir,
el sustituto de eso olvidado. ¿Qué clase de materiales nos ofrece, aprovechando
los cuales podemos conducirlo al camino por el que ha de reconquistar los
recuerdos perdidos? Son de muy diversa índole: jirones de esos recuerdos en sus
sueños, en sí de incomparable valor, pero por regla general asaz desfigurados
por todos los factores que participan en la formación del sueño; ocurrencias
que él produce cuando se entrega a la «asociación libre», de las que podemos
nosotros entresacar unas alusiones a las vivencias reprimidas, retoños de las
mociones de afecto sofocadas, así como de las reacciones contra estas; por
último, indicios de repeticiones de los afectos pertenecientes a lo reprimido
en las acciones más importantes o ínfimas del paciente, tanto dentro de la
situación analítica como fuera de ella Hemos hecho la experiencia de que la
relación trasferencial que se establece respecto del analista es
particularmente apta para favorecer el retorno de tales vínculos afectivos. Con
esta materia prima —por así llamarla—, debemos nosotros producir lo deseado.
Y lo deseado es una imagen confiable, e íntegra en
todas sus piezas esenciales, de los años olvidados de la vida del paciente.
Pero aquí somos advertidos de que el trabajo analítico consta de dos piezas por
entero diferentes, que se consuma sobre dos separados escenarios, se cumple en
dos personas, cada una de las cuales tiene un cometido diverso. Por un
instante, uno se pregunta por qué no fue llevado a notar hace ya mucho tiempo
este hecho fundamental; pero uno se dice enseguida que aquí nada le ha sido
mantenido en reserva, pues se trata de un dato de hecho por todos consabido, en
cierto modo evidente, que sólo aquí, con un propósito particular, es puesto de
relieve y apreciado por sí mismo. Todos sabemos que el analizado debe ser
movido a recordar algo vivenciado y reprimido por él, y las condiciones
dinámicas de este proceso son tan interesantes que la otra pieza del trabajo,
la operación del analista, pasa en cambio a un segundo plano. El analista no ha
vivenciado ni reprimido nada de lo que interesa; su tarea no puede ser recordar
algo. ¿En qué consiste, pues, su tarea? Tiene que colegir lo olvidado desde los
indicios que esto ha dejado tras sí; mejor dicho: tiene que construirlo. Cómo
habrá él de comunicar sus construcciones al analizado, cuándo lo hará y con qué
elucidaciones, he ahí lo que establece la conexión entre ambas piezas del
trabajo analítico, entre su participación y la del analizado.
Su trabajo de construcción o, si
se prefiere, de reconstrucción muestra vastas coincidencias con el del
arqueólogo que exhuma unos hogares o unos monumentos destruidos y sepultados.
En verdad es idéntico a él, sólo que el analista trabaja en mejores
condiciones, dispone de más material auxiliar, porque su empeño se dirige a
algo todavía vivo, no a un objeto destruido; y quizá por otra razón además.
Pero así como el arqueólogo a partir de unos restos de muros que han quedado en
pie levanta las paredes, a partir de unas excavaciones en el suelo determina el
número y la posición de las columnas, a partir de unos restos ruinosos
restablece los que otrora fueron adornos y pinturas murales, del mismo modo
procede el analista cuando extrae sus conclusiones a partir de unos jirones de
recuerdo, unas asociaciones y unas exteriorizaciones activas del analizado. Y
es incuestionable el derecho de ambos a reconstruir mediante el completamiento
y ensambladura de los restos conservados. También muchas dificultades y fuentes
de error son las mismas para los dos. Una de las tareas más peliagudas de la
arqueología es, notoriamente, determinar la edad relativa de un hallazgo; si un
objeto sale a la luz en cierto estrato, ello a menudo no decide si pertenece a
este o ha sido trasladado a esa profundidad por una posterior perturbación.
Bien se colige el correspondiente de esa duda en las construcciones analíticas.
Hemos dicho que el analista
trabaja en condiciones más favorables que el arqueólogo porque dispone además
de un material del cual las exhumaciones no pueden proporcionar correspondiente
alguno; por ejemplo, las repeticiones de reacciones que provienen de la edad
temprana y todo cuanto es mostrado a través de la trasferencia a raíz de tales
repeticiones. Pero cuenta, asimismo, el hecho de que el exhumador trata con objetos
destruidos, de los que grandes e importantes fragmentos se han perdido
irremediablemente, sea por obra de fuerzas mecánicas, del fuego o del pillaje.
Por más empeño que se ponga, no se podrá hallarlos para componerlos con los
restos conservados. Uno se ve remitido única y exclusivamente a la
reconstrucción, que por eso con harta frecuencia no puede elevarse más allá de
una cierta verosimilitud. Diversamente ocurre con el objeto psíquico, cuya
prehistoria el analista quiere establecer. Aquí se logra de una manera regular
lo que en el objeto arqueológico sólo sucede en felices casos excepcionales,
como los de Pompeya y la tumba de Tutankhamón.
Todo lo esencial se ha
conservado, aun lo que parece olvidado por completo; está todavía presente de
algún modo y en alguna parte, sólo que soterrado, inasequible al individuo.
Como es sabido, es lícito poner en duda que una formación psíquica cualquiera
pueda sufrir realmente una destrucción total. Es sólo una cuestión de técnica
analítica que se consiga o no traer a la luz de manera completa lo escondido.
Únicamente otros dos hechos obstan a este extraordinario privilegio del trabajo
analítico, a saber: que el objeto psíquico es incomparablemente más complicado
que el objeto material del exhumador,
y que nuestro conocimiento no
está preparado en medida suficiente para lo que ha de hallarse, pues su
estructura íntima esconde todavía muchos secretos. Y en este punto termina
nuestra comparación entre ambos trabajos, pues la principal diferencia entre
los dos reside en que para la arqueología la reconstrucción es la meta y el
término del empeño, mientras que para el análisis la construcción es sólo una
labor preliminar.
II
Labor preliminar, en verdad, no en el sentido de
que deba ser tramitada primero en su totalidad antes de comenzar con los
detalles, como en la edificación de una casa, donde tienen que levantarse todas
las paredes y colocarse todas las ventanas antes que pueda uno ocuparse de la
decoración del interior. Todo analista sabe que en el tratamiento analítico las
cosas suceden de otro modo, que ambas modalidades de trabajo corren lado a
lado, adelante siempre la una, y la otra reuniéndosele. El analista da cima a
una pieza de construcción y la comunica al analizado para que ejerza efecto
sobre él; luego construye otra pieza a partir del nuevo material que afluye,
procede con ella de la misma manera, y en esta alternancia sigue hasta el
final. Si en las exposiciones de la técnica analítica se oye tan poco sobre
«construcciones», la razón de ello es que, a cambio, se habla de
«interpretaciones» y su efecto. Pero yo opino que «construcción» es, con mucho,
la designación más apropiada.
«Interpretación» se refiere a lo que uno emprende
con un elemento singular del material; una ocurrencia, una operación fallida,
etc. Es «construcción», en cambio, que al analizado se le presente una pieza de
su prehistoria olvidada, por ejemplo de la siguiente manera: «Usted, hasta su
año X, se ha considerado el único e irrestricto poseedor de su madre. Vino
entonces un segundo hijo y, con él, una seria desilusión. La madre lo abandonó
a usted por un tiempo, y luego nunca volvió a consagrársele con exclusividad.
Sus sentimientos hacia la madre devinieron ambivalentes, el padre ganó un nuevo
significado para usted», etc.
En este ensayo, nuestra atención
se dirige únicamente a ese trabajo preliminar de las construcciones. Entonces
se nos plantea, antes que cualquier otra, esta pregunta: ¿Qué garantías
tenemos, durante nuestro trabajo con las construcciones, de que no andamos errados
y ponemos en juego el éxito del tratamiento por defender una construcción
incorrecta? Puede parecemos que esta pregunta no admitiría una respuesta
universal, pero antes de pasar a elucidarlo prestemos oídos a una consoladora
noticia que nos di la experiencia analítica. Ella nos enseña que no produce
daño alguno equivocarnos en alguna oportunidad y presentar al paciente una
construcción incorrecta como la verdad histórica probable. Desde luego, ello
significa una pérdida de tiempo, y quien sólo sepa referir al paciente
combinaciones erróneas no le hará buena impresión ni obtendrá gran cosa en su
tratamiento; pero tales errores aislados son inofensivos.[3]
Lo que en tal caso sucede es, más bien, que el paciente queda como no tocado,
no reacciona a ello ni por sí ni por no. Es posible que esto sólo sea un
retardo de la reacción; pero si persiste, estamos autorizados a inferir que nos
hemos equivocado, y en la ocasión apropiada se lo confesaremos al paciente sin
menoscabo de nuestra autoridad. Esa ocasión se presenta cuando sale a la luz
material nuevo que permite una construcción mejor y, de tal suerte, rectificar
el error. La construcción falsa cae fuera como si nunca hubiera sido hecha, y
aun en muchos casos se tiene la impresión, para decirlo con Polonio, de haber
capturado uno de los esturiones de la verdad con ayuda del señuelo de la
mentira. El peligro de descaminar al paciente por sugestión, «apalabrándole»
cosas en las que uno mismo cree, pero que él no habría admitido nunca, se ha
exagerado sin duda por encima de toda, medida. El analista tendría que haberse
comportado muy incorrectamente para que pudiera incurrir en semejante torpeza;
sobre todo, tendría que reprocharse no haber concedido la palabra al paciente.
Puedo afirmar, sin jactancia, que un abuso así de la «sugestión» nunca ha
sobrevenido en mi actividad.
De lo que precede surge ya que
en modo alguno estamos inclinados a descuidar los indicios que derivan de la
reacción del paciente a la comunicación de una de nuestras construcciones.
Tratemos a fondo este punto. Es correcto que no aceptemos como de pleno valor
un «No» del analizado, pero tampoco otorgamos validez a su «Sí»; es totalmente
injustificado culparnos de reinterpretar en todos los casos su manifestación
como una corroboración. En la realidad las cosas no son tan simples; no
supongamos tan fácil la decisión.
El «Sí» directo del analizado es
multívoco. Puede en efecto indicar que reconoce la construcción oída como
correcta, pero también puede carecer de significado, o aun ser lo que podríamos
llamar «hipócrita», pues resulta cómodo para su resistencia seguir escondiendo,
mediante tal aquiescencia, la verdad no descubierta. Este «Sí» sólo posee valor
cuando es seguido por corroboraciones indirectas; cuando el paciente produce,
acoplados inmediatamente a su «Sí», recuerdos nuevos que complementan y amplían
la construcción. Sólo en este caso reconocemos al «Sí» como la tramitación
cabal del punto en cuestión.[4]
El «No» del analizado es
igualmente multívoco y, en verdad, todavía menos utilizable que su «Sí». Rara
vez expresa una desautorización justificada; muchísimo más a menudo exterioriza
una resistencia que es provocada por el contenido de .la construcción que se ha
comunicado, pero que de igual manera puede provenir de otro factor de la situación
analítica compleja. Por tanto, el «No» del paciente no prueba nada respecto de
la justeza de la construcción, pero se concilia muy bien con esta posibilidad.
Como toda construcción de esta índole es incompleta, apresa sólo un pequeño
fragmento del acaecer olvidado, tenemos siempre la libertad de suponer que el
analizado no desconoce propiamente lo que se le comunicó, sino que su
contradicción viene legitimada por el fragmento todavía no descubierto.
Por regla general, sólo exteriorizará su aquiescencia
cuando se haya enterado de la verdad íntegra, y esta suele ser bastante
extensa. La única interpretación segura de su «No» es, por ende, que aquella no
es integral; la construcción, ciertamente, no se lo ha dicho todo.
Así pues, de las exteriorizaciones
directas del paciente después que uno le comunicó una construcción, son pocos
los puntos de apoyo que pueden obtenerse para saber si uno ha colegido recta o
equivocadamente. Más interesante es, por eso, que existan variedades indirectas
de corroboración, plenamente confiables. Una de ellas es el giro que uno oye de
las más diversas personas, con apenas algunas palabras cambiadas, como si se
hubiesen puesto de acuerdo: «No me parece» o «Nunca se me ha pasado» (o «No se
me pasaría nunca») «por la cabeza».[5]*
Sin vacilar, se puede traducir así esta exteriorización: «Sí, en este golpe
acertó usted con lo inconciente». Por
desdicha, el analista oye esta tan deseada fórmula mucho más a menudo tras
interpretaciones de detalle que a raíz de comunicaciones más vastas. Una
confirmación igualmente valiosa, esta vez de expresión positiva, es que el
analizado responda con una asociación que incluya algo semejante o análogo al
contenido de la construcción.
En vez de tomar de algún
análisis un ejemplo para esto —fácil de hallar, pero de exposición prolija—,
referiré aquí una pequeña vivencia extraanalítica, que figura un estado de
cosas así, con un sesgo de efecto casi cómico. Se trataba de un colega que me
había escogido —hace mucho tiempo de esto— para una consulta médica. Pero un
buen día me trajo a su joven esposa, quien le estaba causando molestias. Bajo
toda clase de pretextos le rehusaba el comercio sexual, y evidentemente él
esperaba de mí que la esclareciera sobre las consecuencias de su inadecuado
comportamiento. Condescendí, y le expliqué que era probable que su
rehusamiento al marido provocara lamentables perturbaciones a la salud de este,
o unas tentaciones que podrían llevar a la quiebra de su matrimonio. Estando en
eso, él me interrumpió de pronto para decirme: «El inglés en quien usted ha
diagnosticado un tumor cerebral se ha muerto
también». El dicho pareció
ininteligible al comienzo, y enigmático el «también» de la frase, pues no se
había hablado de ningún otro fallecido. Pero un ratito después comprendí. Era
obvio que el marido quería corroborarme, quería decir: «Sí, usted tiene toda la
razón, su diagnóstico del paciente se ha ratificado también». Era un cabal
correspondiente de las confirmaciones indirectas mediante asociaciones, que
recibimos en los análisis. No he de poner en tela de juicio que en la
manifestación de mi colega hubieran participado además otros pensamientos,
hechos a un lado por él.
La confirmación indirecta
mediante asociaciones adecuadas al contenido de la construcción, que conllevan
un parecido «también», proporciona al juicio nuestro unos valiosos asideros
para colegir si esa construcción habrá de corroborarse en lo que resta del análisis.
Es particularmente impresionante el caso en que la confirmación se filtra en la
contradicción directa con ayuda de una operación fallida.
Ya he publicado en otro lugar un
buen ejemplo de esta índole.[6]
En los sueños del paciente afloraba el apellido «Jautier», muy conocido en Viena, sin que hallara
suficiente esclarecimiento en sus asociaciones. Ensayé entonces la
interpretación de que cuando él decía
«Jauner» quería decir
«Gauner» {«picaro»}, y el paciente
respondió de inmediato; «Esto me parece demasiado jewagt»
{por «gewagt», «aventurado»,
permutando la «g» por «j»}.[7]
O bien el paciente quiere rechazar la idea de que determinado pago le parece
demasiado alto, con estas palabras: «Diez dólares no significan nada para mí»,
pero en vez de «dólares» menciona la unidad monetaria inferior: «centavos».
Cuando el análisis está bajo la
presión de factores intensos que arrancan una reacción terapéutica negativa,[8]
como conciencia de culpa, necesidad masoquista de padecimiento, revuelta contra
el socorro del analista, la conducta del paciente luego de serle comunicada la
construcción suele facilitarnos mucho la decisión buscada. Si la construcción
es falsa no modifica nada en el paciente; pero si es correcta, o aporta una
aproximación a la verdad, él reacciona frente a ella con un inequívoco
empeoramiento de sus síntomas y de su estado general.
A modo de síntesis, podemos
establecer que no merecemos el reproche de desdeñar la posición que el
analizado adopte ante nuestras construcciones. La tomamos en cuenta y a menudo
extraemos de ella valiosos puntos de apoyo.
Pero estas reacciones del
paciente son las más de las veces multívocas y no consienten una decisión
definitiva. Sólo la continuación del análisis puede decidir si nuestra
construcción es correcta o inviable. Y a cada construcción la consideramos
apenas una conjetura, que aguarda ser examinada, confirmada o desestimada. No
reclamamos para'ella ninguna autoridad, no demandamos del paciente un
asentimiento inmediato, no discutimos con él cuando al comienzo la contradice.
En suma, nos comportamos siguiendo el arquetipo de un consabido personaje de
Nestroy,* aquel mucamo que, para cualquier pregunta u objeción, tiene pronta
esta única respuesta: «En el curso de los acontecimientos todo habrá de aclararse».
III
Ni vale la pena exponer cómo
sobreviene ello en la continuación del análisis, tampoco los caminos por los
cuales nuestra conjetura se muda en el convencimiento del paciente; es algo que
la experiencia cotidiana de todo analista vuelve notorio, y comprenderlo no
ofrece dificultad alguna.
Sólo un punto reclama, en
relación con esto, indagación y esclarecimiento. El camino que parte de la
construcción del analista debía culminar en el recuerdo del analizado; ahora
bien, no siempre lleva tan lejos. Con harta frecuencia, no consigue llevar al
paciente hasta el recuerdo de lo reprimido. En lugar de ello, si el análisis ha
sido ejecutado de manera correcta, uno alcanza en él una convicción cierta
sobre la verdad de la construcción, que en lo terapéutico rinde lo mismo que un
recuerdo recuperado. Bajo qué condiciones acontece esto, y cómo es posible que
un sustituto al parecer no integral produzca, no obstante, todo el efecto, he
ahí materia de una investigación ulterior.
Concluiré esta breve comunicación
con algunas puntualizaciones que abren una perspectiva más vasta. En algunos
análisis noté en los analizados un fenómeno sorprendente, e incomprensible a
primera vista, tras comunicarles yo una construcción a todas luces certera. Les
acudían unos vividos recuerdos, calificados de «hipernítidos» por ellos mismos,[9]
pero tales que no recordaban el episodio que era el contenido de la
construcción, sino detalles próximos a ese contenido; por ejemplo, los rostros
—hipermarcados— de las personas allí nombradas, los lugares donde algo
semejante habría podido ocurrir o, un paso más allá, los objetos que amoblaban
tales lugares, de los cuales, como es natural, la construcción nuestra no
habría podido saber nada. Esto acontecía tanto en sueños, inmediatamente después
de la comunicación, cuanto en la vigilia, en unos estados parecidos al
fantaseo. Nada seguía luego a estos recuerdos; parecía verosímil concebirlos
como resultado de un compromiso. La «pulsión emergente» {«Auftrieb»}
de lo reprimido, puesta en movimiento al comunicarse la construcción,
había querido trasportar hasta la conciencia aquellas sustantivas huellas
mnémicas, y una resistencia había conseguido, no por cierto atajar el
movimiento, pero sí desplazarlo (descentrarlo} sobre objetos vecinos, circunstanciales.
Habría sido posible llamar
«alucinaciones» a estos recuerdos de haberse sumado a su nitidez la creencia en
su actualidad. Ahora bien, esta analogía cobró significación cuando llamó mi
atención la ocasional ocurrencia de efectivas alucinaciones en otros casos, en
modo alguno psicóticos. La ilación de pensamiento prosiguió entonces: Acaso sea
un carácter universal de la alucinación, no apreciado lo bastante hasta ahora,
que dentro de ella retorne algo vivenciado en la edad temprana y olvidado luego,
algo que el niño vio u oyó en la época en que apenas era capaz de lenguaje
todavía, y que ahora esfuerza su ascenso a la conciencia, probablemente
desfigurado y desplazado por efecto de las fuerzas que contrarían ese retorno.
Y si la alucinación es referida de manera más próxima a formas determinadas de
psicosis, nuestra ilación de pensamiento puede dar un paso más. Quizá las
formaciones delirantes en que con gran regularidad hallamos articuladas estas
alucinaciones no sean tan independientes, como de ordinario suponíamos, de la pulsión
emergente de lo inconciente y del retorno de lo reprimido. (I)
En el mecanismo de
una formación delirante sólo destacamos por lo común dos factores: el
extrañamiento respecto de la realidad y de sus motivos, por un lado, y el
influjo del cumplimiento de deseo sobre el contenido del delirio, por el otro.
Ahora bien, ¿el proceso dinámico no podría ser, en cambio, que la pulsión
emergente de lo reprimido aprovechase el extrañamiento respecto de la realidad
objetiva para imponer su contenido a la conciencia, en lo cual las resistencias
excitadas por este proceso y la tendencia al cumplimiento de deseo compartieran
la- responsabilidad por la desfiguración {dislocación} y el desplazamiento
{descentramiento} de lo vuelto a recordar? Y, en efecto, es este el consabido
mecanismo del sueño, que una antiquísima vislumbre ha equiparado al delirio.
Yo no creo que esta concepción del delirio sea
nueva en todas sus partes, pero lo cierto es que destaca un punto de vista que
por lo corriente no es situado en el primer plano.
Lo esencial en ella es la
afirmación de que no sólo hay método en la locura, como ya lo discernió el
poeta,[10]
sino que ésta también contiene un fragmento de
verdad histórico-vivencial [historisch];
lo cual nos lleva a suponer que la creencia compulsiva que halla el
delirio cobra su fuerza, justamente, de esa fuente infantil. Hoy, para probar
esta teoría, apenas dispongo de unas reminiscencias, no de impresiones frescas.
Probablemente valga la pena ensayar el estudio de los correspondientes casos
patológicos siguiendo las premisas aquí desarrolladas, y encaminar también de
acuerdo con ellas su tratamiento. Así se resignaría el vano empeño por
convencer al enfermo sobre el desvarío de su delirio, su contradicción con la realidad
objetiva, y en cambio se hallaría en el reconocimiento de ese núcleo de verdad
un suelo común sobre el cual pudiera desarrollarse el trabajo terapéutico. Este
trabajo consistiría en librar el fragmento de verdad histórico-vivencial de sus
desfiguraciones y apuntalamientos en el presente real-objetivo, y resituarlo en
los lugares del pasado a los que pertenece. En efecto, este traslado de la
prehistoria olvidada al presente o n la expectativa del futuro es un suceso
regular también en el neurótico. Harto a menudo, cuando un estado de angustia
le hace prever que algo terrible sucederá, simplemente está bajo el influjo de
un recuerdo reprimido que querría acudir a la conciencia y no puede devenir
conciente: el recuerdo de que ocurrió efectivamente algo terrible en aquel
tiempo.
Opino que tales empeños con
psicóticos habrán de enseñarnos mucho de valioso, aunque el éxito terapéutico
les sea denegado.
Yo sé que no es encomiable
tratar de pasada, como aquí hemos hecho, un tema tan importante. Pero es que me
ha seducido una analogía. Las formaciones delirantes de los enfermos me
aparecen como unos equivalentes de las construcciones que nosotros edificamos
en los tratamientos analíticos, unos intentos de explicar y de restaurar, que,
es cierto, bajo las condiciones de la psicosis sólo pueden conducir a que el
fragmento de realidad objetiva que uno desmiente en el presente sea sustituido
por otro fragmento que, de igual modo, uno había desmentido en la temprana
prehistoria. Tarea de una indagación en detalle será poner en descubierto los
vínculos íntimos entre el material de la desmentida presente y la represión de
aquel tiempo. Así como nuestra construcción produce su efecto por restituir un
fragmento de biografía
{Lebengeschichte, «historia
objetiva de vida»} del pasado, así también el delirio debe su fuerza de
convicción a la parte de verdad histórico-vivencial que pone en el lugar de la
realidad rechazada. De tal suerte, también al delirio se aplicará el aserto que
yo hace tiempo he declarado exclusivamente para la histeria, a saber, que el
enfermo padece por sus reminiscencias.[11]
Tampoco en aquella época esa breve fórmula pretendía poner en tela de juicio la
complicada causación de la enfermedad, ni excluir el efecto de tantísimos otros
factores.
Si uno toma a la humanidad como
un todo y la pone en lugar del individuo humano aislado, halla que también ella
ha desarrollado formaciones delirantes inasequibles a la crítica lógica y que
contradicen la realidad efectiva. Si, no obstante, han podido exteriorizar un
poder tan extraordinario sobre los hombres, la indagación lleva a la misma
conclusión que en el caso del individuo: deben su poder a su peso de verdad
histórico-vivencial, que ellas han recogido de la represión de épocas
primordiales olvidadas.[12]
[I] Nota JLGF. En nuestra opinión lo que surge es la percepcion, la impresión o huella que da lugar a la representación reprimida en busca de un sentido, propuesto por la construcción.
[1] {«Si es cara yo gano, si es cruz tú pierdes».}
[1] {«Si es cara yo gano, si es cruz tú pierdes».}
[2] [Se retoma aquí lo discutido en «La negación» (1925¿), AE,19, págs. 253-4 y 256-7, así como en un
pasaje del historial clínico de «Dora» (1905e), AE, 7, pág. 51, y en una nota
agregada a dicho pasaje en 1923; véase, también, el historial del «Hombre de
las Ratas» (1909¿), AE, 10, pág. 145, «. 20.]
[3] [Se da un ejemplo de construcción incorrecta en el
historial del «Hombre de los Lobos» (1918&), AE,
17, pág. 19.]
[4] [Cf. «Observaciones sobre la teoría y la práctica de
la interpretación de los sueños» (1923r),
AE, 19, pág. 117.1
[5] [Frases casi idénticas se consignan al final de «La
negación» (1925/:;), AE, 19, pág. 257.]
[6] [Cf. El yo y el ello (1923^),
AE, 19, pág. 50.] * [En su comedia Ver Zerrissene.]
[7] [Cf, Psicopatología de la vida cotidiana (1901^), AE,
6, pág. 95. En el lenguaje vulgar alemán, la «g» se pronuncia a menudo, igual
que la «j», como «i».]
[8] [Véase la nota
siguiente.]
[9] [El fenómeno aquí descrito parece remontarse a
observaciones hechas por Freud en conexión con su Psicopatología de la vida cotidiana (1901¿).
Véase allí una larga nota a pie de página (AE, 6, pág. 20). El presente
pasaje puede incluso aludir a un episodio narrado en esa obra (ibid., págs.
258-9). Véanse, asimismo, los siguientes trabajos anteriores: «Sobre el
mecanismo psíquico de la desmemoria» (1898¿),
AE, 3, págs. 282-3 y «. 5, y 288,
y «Sobre los recuerdos encubridores» (1899a), ibid., págs. 305-6. En todos
estos pasajes, Freud emplea la misma palabra:
«überdeutlich» {«hipernítido»}.]
[10] {Alusión a
Hamlet, acto II, escena 2.}
[11] [Véase la «Comunicación preliminar» escrita en
colaboración con Breuer (Freud, 1893a), AE, 2, pág. 33.]
[12] [El tema de estos últimos párrafos, la verdad
«histórica», ocupaba mucho el pensamiento de Freud en este período, y lo aquí
expuesto es su primer examen extenso de ese tema. Se hallará una lista completa
de referencias en una nota de la sección de Moisés y la religión monoteísta
(1939a), en que se trata dicha cuestión (cf. supra, págs. 125-6).]
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