Los
más famosos casos de psicosis*
Bajo
la dirección de Juan David Nasio
Capítulo
9
Un
caso de Jacques Lacan
*Extracto tomado de la edición Nueva Visión, 2006.
Es
jueves 2 de febrero de 1933 en la ciudad de Le Hans, departamento del Sarthe.
Son alrededor de las ocho de la noche, la policía municipal se presenta en
casa de René Lancelin, quien no logra entrar en su domicilio, fuerza la puerta
del ex procurador judicial y descubre en el primer piso a la señora
Lancelin y a su hija asesinadas, con los cuerpos horrorosamente mutilados y los
ojos arrancados de sus órbitas.
En
el segundo piso, refugiadas en el fondo de su lecho y pegadas una a la otra,
las dos sirvientas modelo, Christine y Léa Papin, confiesan sin dificultad
haber cometido el doble asesinato de sus patronas, patronas irreprochables,
según las palabras de las propias sirvientas. Únicamente, un incidente menor
relacionado con una plancha descompuesta y un fusible que saltó parece haber
desencadenado la “Sanguinaria matanza.
Esta
crónica policial, aparecida en la
primera plana del periódico local, La Saothe, abría el misterio del caso
“Lancelin-Papin”, misterio que daría lugar, durante medio siglo, a las más
diversas interpretaciones y a polémicas entre expertos, pero también a creaciones
literarias, cinematográficas y, finalmente, a la instalación de toda una iconografía,
lo cual permitió que cada uno le atribuyera al crimen el color más conveniente
para sostener su doctrina o su fantasía.
Retornemos
al 2 de febrero de 1933. Toda Francia se apasionará por la historia de las
hermanas asesinas y se dividirá en dos. Unos, los más numerosos, reclaman una
venganza ejemplar. Una canción popular, compuesta durante el proceso, exige al
tribunal criminal el cadalso para las "homicidas”.
El
otro bando, el de la intelligentsia marxista y surrealista, se apropia de la
noticia policial. Jean Genet se inspira en ella para escribir su obra de teatro
“Las criadas”. Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir transforman a las dos
hermanas en “víctimas” de la lucha de clases. Simone de Beauvoir escribe: “Solo
la violencia del crimen cometido nos da una medida de la atrocidad del crimen
invisible, en el que, como se comprenderá, los verdaderos asesinos ‘señalados’
son los amos”. Éduard y Benjamín Péret, desde mayo de 1933 las evocan como
“ovejas descamadas” salidas directamente de un “canto de Maldoror”
Entre
los surrealistas se instaura toda una imaginería en el corazón de la cual el
crimen de las dos hermanas, al constituir un cuadro para el espectador, aparece
como el medio supremo de expresión. Medio supremo de expresión también el
vínculo existente entre ese crimen “insensato, inusitado, inexplicable” y la
vida cotidiana “inmensamente banal” de las dos sirvientas modelo en una familia
burguesa de Le Mans en 1933.
Solo
algunos cronistas de talento, tales como Jéróme y Jean Tharaud que cubrían el
acontecimiento para la prensa parisina, mantienen cierta compostura,
desconcertados por el trágico misterio, por la opacidad del enigma que envuelve
a las dos hermanas. Pero, entonces, ¿qué son? ¿Criminales, víctimas, heroínas,
psicópatas? Es cierto que, como veremos luego, el acto criminal de las dos
hermanas contenía ciertas sombras propicias a las proyecciones de cada
espectador.
En
medio de esta cacofonía de voces y de interpretaciones y en este clima de
contagio emocional, se elevó precisamente una voz que habría de dar sentido a
las variadas visiones parcelarias al calificar el crimen de paranoico. Es la
voz de un joven psiquiatra que acaba de publicar su tesis de doctorado que
lleva el título que ya conocemos, “De la psicosis paranoica en sus relaciones
con la personalidad”, tesis en la que el caso central se nutre del encuentro de
Lacan —pues de él se trata— con la famosa Aimée en la enfermería de Sainte-Anne.
En
el curso de su tesis, también Lacan se apropia de la noticia policial que
convulsiona a Francia. En diciembre de 1933, es decir dos meses después del
proceso, Lacan publica, en la revista surrealista “Le Minotaure”, el artículo
que abordaremos aquí titulado: “Motifs du crime paranoique: le crime des
scevirs Papin”. Ciertamente, Lacan nunca conoció a las hermanas Papin; para su
estudio se basó en la lectura del acto criminal, lectura que lo llevó, por lo
demás, a modificar ciertas conclusiones de su tesis, cuando la tinta aún no se
había secado por completo.
De
modo que Lacan hace su entrada en el mundo psicoanalítico gracias a las
enseñanzas de su paciente Aimée y de “sus hermanas en la psicosis”, Léa y
Christine, del mismo modo que, en su época, lo hizo Freud de la mano de sus
bellas histéricas.
El
artículo de Le Minotaure marca
un punto de
inflexión en su tesis sobre la paranoia de auto castigo y su invención
del “estadio del espejo” de 1936. Punto de inflexión que abre un largo camino
por el cual llegará a instaurar y a precisar las categorías de lo Simbólico, de
lo Imaginario y de lo Real.
Relato del acto homicida
Habiendo
pagado la deuda correspondiente a los “Antecedentes” —para parafrasear a
Lacan—, quisiera ahora penetrar en esta historia desarrollando dos puntos. El
primero consistirá en proponer un análisis estructural del acto criminal
haciendo hincapié en los rasgos específicos y singulares que lo caracterizaron.
El segundo punto será llegar a comprender quiénes eran las hermanas Papin y
para ello me limitará a evaluar las características clínicas de su acto.
Singularidad del acto
Enfocaremos
cinco aspectos principales:
-El
carácter súbito.
-La
ausencia de motivo aparente.
-La
violencia y la ferocidad.
-Su
rigor.
-La
simetría de las protagonistas.
Son
alrededor de las 19 de esa noche de febrero de 1933. La señora y la señorita
Lancelin regresan de una venta de caridad donde han hecho algunas compras
menores, compras que quieren dejar en la casa antes de salir nuevamente a cenar
en la ciudad.
El
ataque sobreviene en el momento en que las dos mujeres entran en la casa: los
sombreros, los bolsos de mano, los paquetes desparramados cubriendo el piso
alrededor de los cadáveres son el testimonio del carácter súbito del ataque;
madre e hija no tuvieron siquiera tiempo para quitarse los sombreros o
depositar los demás objetos sobre algún mueble; las manos de la señora Lancelin
aún llevan puestos los guantes. La ausencia de heridas de cualquier tipo, ni
siquiera rasguños, en Léa y Christine, demuestra, por lo demás, que no hubo
lucha. Las víctimas no pudieron defenderse ni prevenir el ataque; se trata,
pues, de una agresión que, de entrada, alcanza el paroxismo de la furia.
Además, ¿por qué razón deberían aquellas señoras estar vigilantes o alertas?
Hasta un minuto, hasta un segundo antes de que se desencadenara el acto
salvaje, nada había perturbado la tersa superficie de las relaciones entre las
dos criadas y sus patronas. Pero, ¿entonces que ocurrió? Una plancha
descompuesta, un fusible que saltó y sumergió la gran casona en la penumbra,
tal vez una mirada de reproche, un relámpago de mal humor en los ojos de la
señora Lancelin y todo se derrumba. A ese motivo fútil, a ese motivo
insignificante, responderá la horrible carnicería.
Horrible,
en efecto, es la palabra que corre bajo todas las plumas. Horror, en efecto, el
de esos dos cadáveres bañados en su propia sangre con las cabezas
espantosamente destrozadas a causa de los repetidos golpes recibidos. Horror
además el que provoca esa papilla humana sanguinolenta, de partículas
proyectadas aquí y allá sobre las paredes, materia cerebral, fragmentos óseos,
dientes arrancados, salpicaduras de sangre. Más horrible aún, esos ojos
“arrancados en vivo” en los primeros momentos del ataque: globos oculares que
rodaron a merced de las asperezas del suelo, en un desorden de llaves, de
guantes, de papeles arrugados: ojos muy abiertos para siempre carentes de
mirada, objetos extraños, heteróclitos en el medio de objetos que se han vuelto
aún más heteróclitos a causa de esta proximidad.
El
horror, pues, de esos ojos arrancados a víctimas vivas, “la metáfora más
utilizada del odio”, como escribirá luego Lacan; sin embargo, para Léa y
Christine, no se trata de ninguna metáfora: “Te arrancaré los ojos”, significa,
al pie de la letra, en el sentido más puramente literal lo que han de ejecutar:
estamos, pues, en una clínica de lo Real.
Sabemos
que fue Christine, la mayor, quien realizó la mayor parte de la faena. Léa la
sigue y se limita a imitarla. ¿De dónde sacaron estas dos niñas pálidas y
endebles semejante fuerza diabólica? Energía furiosa surgida no se sabe de dónde,
que las lleva a golpear hasta el límite de sus fuerzas con una ferocidad
y un encarnizamiento inusitados. Lo “nunca visto”, lo nunca visto en los anales
criminales. Léa, por cierto, mete las
manos en la
masa, pero solo
al final de la operación. Ella es
quien pos mortem, una vez
que sus víctimas están ya sin vida, les asesta
profundas cuchilladas en las nalgas, los muslos y las piernas. Cortes profundos
que llamará “tajaduras” y que indudablemente recuerdan las realizadas en la
cocina, en los panes y las carnes, a fin de asegurase la cocción justa.
¿Sadismo,
humor macabro, firma del acto, como a veces dejan los criminales en el lugar de
sus fechorías? Ese complemento de obscenidad, ese desorden de ropa interior y
carnes mezcladas talladas por el cuchillo no dejan de interrogarnos. Encarnizamierito, pues,
y ferocidad aun
mayores por cuanto, al no haber
ninguna premeditación en el crimen, las hermanas tomarán los
instrumentos que estén
a su alcance
para cometer el asesinato: un
jarrón de estaño
que se halló
tirado en el piso, aplastado por los golpes asestados
con él, un martillo, los mejores cuchillos de
cocina, en suma, sus herramientas de trabajo cotidianas. Terminada la faena y
con las víctimas ya decoradas, decoradas de manera tan curiosa, las hermanas
limpian sus herramientas de trabajo, las vuelven a colocar cuidadosamente en su
lugar, como amas de casa preocupadas
por el orden,
se lavan, se deshacen de sus ropas ensangrentadas y, cuando por fin está todo ordenado, en su lugar,
intercambian este comentario: “Quedó todo limpio”.
Luego,
la confesión sin reticencias, de estilo provocador. Es Christine quien dice:
“Mi crimen es suficientemente grande para que yo diga las cosas corno son”.
Después, nada más; salvo las súplicas de ambas para que les permitan
permanecer siempre juntas, no piden nada más. Todo lo que tienen que decir,
imposible de decir, está allí acumulado en ese acto en el que se ha dicho todo.
Finalmente,
un último punto referente a la simetría de las protagonistas de este drama. A
la pareja de las patronas corresponde la pareja de las dos sirvientas. A la
pareja madre-hija de las Lancelin, corresponde la pareja Christine-Léa,
hermanas, por cierto, pero unidas por una relación cuya naturaleza profunda es
la del vínculo de madre a hija. Simetría-reversibilidad de las dos parejas, tan
bien condensada en esta frase de Christine: “Prefiero gire hayamos sido nosotras
las que fax
despachamos a ellas
y no ellas a nosotras”.
Esta
formación de parejas de mujeres es un punto esencial para nuestro propósito,
puesto que constituye la matriz de todas las relaciones de la familia Papin.
Ese modo de funcionamiento es constante entre Léa y Christine, quienes, más
allá de las combinaciones diversas de esta fórmula, no conocen ninguna manera
de relacionarse con el otro que no sea la célula formada por dos mujeres juntas
que se bastará a sí mismas. Así tenemos sucesivamente: Isabelle-Christine /
Christine-Emilia / Christine-Léa/ Léa-la sobrina de Clémence / Léa-Clémence, la
madre.
Personalidad de las hermanas
Papin
¿Quiénes
eran, pues, las hermanas Papin? Por supuesto, como lo anunció en la
introducción, solo presentaré de ellas y
de su vida los puntos singulares que me parecieron los rasgos que mejor las pintan, y los de los
sucesos de su existencia que aparentemente constituyen las coordenadas
obligadas de la concreción del acto criminal.
Por
lo demás, el modo de funcionamiento de las dos hermanas pronto nos obligará a
concentrar nuestro análisis en Christine, como ya lo habrá comprendido el
lector al llegar a este punto de la narración, el elemento activo, el elemento
motor de la pareja Léa-Christine. Hasta me siento tentado a decir, para
calificar la personalidad de ambas, que eran, en primer lugar, las hijas de
Clémence, su madre, y objetos exclusivos de esta per- tenencia. Extraída
conducta, en efecto, la de esta madre que no cría ni a Christine ni a Léa, sino
que las coloca, las desplaza a su gusto a lo largo de toda la infancia y la
adolescencia de las niñas, hasta que entran en la casa de los Lancelin.
Christine
tiene solo veintiocho días cuando Clémence, su madre, se la confía a Isabelle,
una cuñada soltera. Christine pasa junto a Isabelle siete años de días
apacibles y felices cuyo curso Clémence interrumpe para llevarla consigo e
internarla casi inmediatamente en el Instituto del Buen Pastor con Emilia, la
hermana mayor. Sí, las hermanas Papin eran tres y no dos, pero esa es otra
historia. Entre los altos muros del Buen Pastor, pero bajo la mirada bondadosa
y protectora de Emilia que pronto toma los hábitos, Christine pasa ocho años,
ocho años durante los cuales aprende a trabajar y a obedecer. Christine tiene 15
años cuando Clémence llega a retirarla urgida y sumamente perturbada. Clémence,
su madre, a quien Christine acaba de comunicarle su deseo de seguir el camino
trazado por su hermana Emilia y hacerse monja a su vez, alentada en esta
vocación por las religiosas del Buen Pastor. Para Clémence, esto es demasiado.
Primero Emilia y ahora su segunda hija Christine le sería sustraída, robada, raptada
por una potencia oscura y más fuerte que la suya. ¿Hacerle esto a ella? De modo
que se apresura a retirar a Christine de la institución antes de que sea
demasiado tarde, cuando aún está a tiempo de reivindicar sus derechos sobre la
joven.
Christine
ya ha alcanzado la edad de trabajar, de ganar su propio dinero, de modo que
Clémence la coloca en una casa de familia. Y durante varios años la colocará y
la retirará de varias casas. Pronto le llega el turno a Léa, cuya infancia
responde a un esquema en todo sentido comparable al de Christine: al mes,
Clémence se la da a criar a una tía suya y al tiempo se la lleva de vuelta a su
casa para internarla en seguida en el orfelinato de Saint-Charles hasta los 13
años, edad en que la retira pues ya la considera apta para trabajar.
Llegados
a este punto del relato se nos presenta un interrogante, crucial para nosotros:
¿por qué razón Clémence entrega a sus hijas, las recupera y las vuelve a
entregar repetidamente? Entendemos que se trata de un modo de confirmar permanentemente
su dominio sobre las hijas, asegurarse su derecho de fiscalización sobre esas
niñas que, en toda circunstancia, deben continuar estando “sometidas” a ella.
Tal la expresión empleada por ella misma.
Pero
esto no basta para explicarlo todo. En realidad, hay dos cartas escritas por
Clémence a sus dos hijas en febrero y marzo de 1931, es decir, exactamente dos
años antes del crimen y dos años después de la ruptura súbita, total, sin
palabras y sin motivo de las hijas con su madre. Y esas dos cartas son lo que
más cerca está de revelarnos el mecanismo que opera en Clémence y que es, para
decirlo apropiadamente, “delirante”. En las cartas, la mujer habla de celos, de
celos contra ella misma y contra sus hijas: “Hay celos contra ustedes y contra
mí"’, escribe textualmente. También habla de persecución: alguien la
estaría persiguiendo a través de sus hijas. Se trata de un perseguidor no
identificado, designado por un “alguien” no especificado. Cito: “Alguien os
hará caer para convertirse en nuestro amo, hará lo que quiera de vosotras”.
Estas
cartas son el testimonio de un estado de tensión, de un estado de apremio, de
urgencia por huir de ese “alguien” perseguidor. Estarían ante un complot, en el
cual los empleadores se harían cómplices de Dios para llevar a cabo con toda
impunidad el rapto de niños, porque de eso se trata. Las dos cartas son
verdaderas piezas de convicción, paradigma del conocimiento paranoico, en el
cual Clémence atribuye al otro el funcionamiento mismo que tiene en relación
con sus hijas —funcionamiento que ella ignora en tanto es lo que la anima a
actuar como lo hace—, lo proyecta en ese “alguien”, ese monstruo anónimo,
decorador de niños que, al ser anónimo, está evidentemente en todas partes,
puesto que es ella misma. “Uno cree tener amigos y son todos grandes enemigos”,
les escribe a sus hijas en las cartas.
Tratemos,
sin embargo, de imaginar qué ocurre con Léa y Christine en casa de los
Lancelin. Es Clémence, siempre Clémence, quien “coloca” a Christine. La
muchacha tiene ahora 20 años. Desde que se separó de Emilia, conserva la
nostalgia de ese amor jurado al Buen Pastor y ha depositado todo su afecto en
la hermana menor, Léa, que por entonces tiene 16 años. Christine quiere verla,
quiere tenerla siempre a su lado, hasta tal punto que, al cabo de algunas
semanas, le pide a la señora Lancelin que la contrate para asistirla, para
ayudarla en las tareas hogareñas. La señora Lancelin acepta encantada:
Christine será cocinera y gobernanta y Léa, camarera. La señora Lancelin
establece las reglas en vigor en la casa y las enuncia desde el momento mismo
de la contratación. Solo la señora se ocupa del personal doméstico, da las
órdenes y formula las observaciones necesarias para la buena marcha del
servicio. Su interlocutora es Christine quien transmite a Léa las órdenes. No
habrá ninguna familiaridad entre la clase de los domésticos y la de los
patrones. De un grupo al otro, no hay ningún intercambio. Tales son las reglas
de la casa, reglas que convienen perfectamente a Christine, cuyo carácter
arisco y altanero no se ajusta bien a las familiaridades. Además tiene a Léa a
su lado y Léa está conforme.
Bien
alimentadas, bien albergadas, bien tratadas, serán en aquella casa lo que
siempre fueron: empleadas domésticas
perfectas, limpias, honestas y que saben cumplir perfectamente con el
servicio. En silencio, como en el convento, trabajan mucho y bien durante todo
el día y disponen de una o dos horas después del almuerzo para retirarse a su
habitación y descansar. Nunca piden permiso para salir; la verdadera salida es
la misa de ocho del domingo, a la cual asisten enguantadas y tocadas con
sombreros, vestidas con coquetería y elegancia.
Mantienen
una actitud distante con todo el mundo, pero son amables y deferentes; serán,
hasta último momento, verdaderas perlas” envidiadas a los Lancelin por todos
sus amigos; emplea- das, “sirvientas modelo”. Sirvientas modelo, ciertamente,
pero aun así sirvientas extrañas, misteriosas. Ante todo, está ese afecto exclusivo
que las une. En los seis años de vivir en casa de los Lancelin, no esbozan
nunca el menor intento de encuentro con algún muchacho, ni tampoco con las
jóvenes domésticas de su edad empleadas en las casas vecinas. Si con los
comerciantes del ramo, quienes al no obtener de ellas más de diez palabras
seguidas, las consideran extrañas. Nunca van a los bailes ni al cine. Son
inseparables y su auténtica alegría consiste en reencontrar- se en su
habitación, en “nuestro hogar”, como les gusta decir. Retiradas así en un
encierro temeroso y delicioso a la vez, fuera del mundo, fuera del tiempo, ¿qué
hacen las hermanas? Y bien, bordan. Bordan su ajuar: faldas esponjosas,
calzones con volantes escalonados, camisas con las iniciales caladas y
adornadas con las más bellas puntillas, en suma, un ajuar lujoso digno de las
muchachas mejor dotadas de la ciudad. Pero, ¿para quién es esa ropa interior)
(Para qué novia? ¿Para qué galán? Pues ellas no han dejado nunca que ningún
hombre se les acercara; se han hecho un juramento: jamás ningún hombre las
separaría.
Felicidad
de a dos, complementariedad narcisista, mundo cerrado en el que cada una es
para la otra la totalidad del universo, en el que comparten todo con una
transparencia total: el trabajo, el descanso, el tiempo libre los temores, las
aprensiones, las heridas, Clémence, la señora y, más tarde, la misma
responsabilidad por el crimen cometido. En relación con este caso se ha hablado
mucho de “alma siamesa”, de pareja psíquica. Esto merece una mayor precisión.
El vínculo entre Christine y Léa es siempre asimétrico. Christine es la que
protege, la que instruye, la que manda, mima, consuela y Léa es quien se deja
amar. No estamos ante dos seres idénticos, sino más bien ante una prenda y su
reverso, ante el original y su copia, ante la voz y el eco.
Otro
rasgo extraño —y más que extraño inquietante— es la recelosa susceptibilidad de
las hermanas a toda forma de reproche u observación. Efectivamente, a Christine
y a Léa les cuesta aceptar que se las “mande”. A Christine, sobre todo, cuya
naturaleza arisca y altanera no admite ninguna observación, ni de Clémence, su
madre, que la abrumaba de advertencias, ni de ninguna patrona. Toda observación
le resulta absolutamente intolerable. Herida narcisista vivida como
persecución, pues implica indefectiblemente para ella un supuesto goce del otro
en el acto de humillarla.
De
modo que el cumplimiento de sus tareas será perfecto, impecable. Esa
perfección, esa inagotable aplicación al trabajo es para Christine la muralla
que tiene a raya al monstruo perseguidor, ese monstruo perseguidor que hace
crecer en su interior una tensión agresiva cuyo impulso la supera y la inunda.
Un día en que la señora había tomado a Léa por la manga con la punta de dos
dedos y la había obligado a arrodillarse para levantar un papel que, habiendo
eludido la limpieza, rodaba por el piso de madera refulgente, Christine con las
“mejillas arreboladas”, casi sin aliento, en un momento de furia que aterrorizó
a Léa, ¿no había acaso sacudido las rejillas de fundición de la cocina haciendo
gran estrépito para aliviar su cólera? Christine y Léa amenazando a coro: “Que
nunca se le ocurra volver a empezar con eso... si no...”. En efecto, la
sensibilidad de las hermanas a la menor observación, al menor
“pellizco” está a flor de piel,
es ineluctable, extrema. Pero los ruidos y el furor de la cocina nunca llegan al
saloncito-escritorio donde le gusta instalarse a la señora para saborear la
comodidad mullida de su casa, que ahora huele tan bien a cera y resplandece
como una moneda recién acuñada, gracias al trabajo de las dos jovencitas.
Tres
acontecimientos han de atravesar la superficie tersa de esta existencia, tres sucesos que, como un drama en tres
actos, habrán de entretejerse hasta llegar al desenlace la noche trágica del 2
de febrero. La señora Lancelin, impresionada por la “seriedad” de la aplicación
de sus criadas, va a violar la regla de neutralidad establecida por ella misma
desde el comienzo. Interviene a fin de que, a partir de entonces, Christine y
Léa guarden para sí la totalidad de sus salarios, en los cuales la madre “había
metido la mano” desde siempre. Acontecimiento de la mayor importancia, porque
desde ese momento la señora Lancelin se presenta a una nueva luz. Ya no es
simplemente una patrona, sino una mujer que se preocupa por la felicidad, por
el bien de sus empleadas. Léa y Christine reciben ese gesto como un acto de
afecto y establecen con la señora Lancelin un vínculo de otro orden: vínculo
maternal, rostro pacificado, civilizado, de la maternidad que contrasta
enormemente con el rostro posesivo, reivindicativo y celoso de la madre
verdadera. “Es tan buena la señora”; además, en el secreto de sus confidencias,
¿no la llaman ahora “mamá”?
El
segundo acontecimiento es la ruptura ulterior de Léa y Christine con su
madre, Clémence. Ruptura
súbita, definitiva, sin motivo aparente,
sin disputa y sin palabras, que se
produce un domingo de octubre. Interrogada sobre el hecho, Clémence declarará
luego: “Nunca supe por qué razón mis hijas ya no quisieron
volver a verme”. Interrogadas a su vez, Léa y Christine evocarán
las observaciones de Clémence que tanto les molestaban. Una vez más la palabra
“observaciones”. Estamos aquí en el corazón del espejo de las palabras, el
espejo de los seres, el
espejo de las pasiones
desplazadas unas sobre otras. Al quedar Clémence fuera del juego, la señora
Lancelin ocupa todo el espacio maternal. La tensión crece en la casa, el
carácter de las hermanas se hace más sombrío y taciturno, las criadas se
repliegan aún más en sí mismas y ya no le dirigen la palabra a nadie.
El
tercer acto tendrá lugar en la alcaldía de Le Mans. Alcaldía en la que las
muchachas se presentan un día del mes de agosto, mientras
los Lancelin están
de vacaciones. En un estado de
extrema tensión y sobreexcitación, le manifiestan su voluntad al alcalde: hacer
emancipar a Léa. Pero, ¿emanciparse de quién y de qué? No saben responder a
eso. Ante el alcalde desconcertado, mencionan un supuesto secuestro y, al mismo
tiempo, reiterar con convicción su deseo de permanecer juntas en casa de la
familia Lancelin donde se encuentran muy bien.
Gestión
confusa y complicada, incomprensible para el alcalde, quien las deriva a la
esfera de la comisaría central. Allí, ante el comisario estupefacto,
manifiestan que se sienten perseguidas”, perseguidas por “el alcalde que, en
lugar de defenderlas, las persigue”. En suma, la inquietud del comisario es tal
que, cuando el señor Lancelin regresa de sus vacaciones, lo cita para
prevenirlo y hasta llega a aconsejarle: “Si yo estuviera en su lugar no
conservaría a esas muchachas. Son verdaderas perseguidas”. Pero
René Lancelin no permite que
nadie se ponga en su lugar. De modo que hace oídos sordos a la advertencia y
hasta la olvida. La olvida hasta la noche en que... una plancha descompuesta
hace saltar los fusibles y la gran casona queda en la penumbra, la noche en que
Christine y Léa, turbadas, suponen una observación, un relámpago de mal humor
en los ojos de esa madre y esa hija unidas, que les hacen frente, dos miradas
en las que leen algo terrible: “inútiles”, “no sirven para nada”.
Hacer
callar esas miradas... lo volver a ver esos ojos que las devuelven a las
tinieblas, a sus propias tinieblas. Todo se derrumba y se desencadena la orgía
sangrienta.
Efectos del acto criminal en Lea
y Christine
No
volveré a hablar del acto criminal en sí mismo más que para sacar conclusiones
sobre el efecto de corte que tuvo. Efecto de corte ulterior que disloca la
pareja Léa-Christine y resuelve el encierro narcisista y mortal de las
hermanas.
Detenidas
desde el momento de confesar el crimen, Léa y Christine son trasladadas a la
mañana siguiente a la cárcel, donde se las instala en celdas separadas.
Ciertamente, durante las primeras semanas de aislamiento, las declaraciones de
una y otra serán siempre réplicas, en el sentido de copia, idénticas, lo cual
hará que expertos y comentaristas escriban: “Al leer sus declaraciones uno
tiene la sensación de ver doble”.
Pero,
a partir del mes de abril, las crisis de Christine pasan a ocupar el primer
plano. Crisis cuyo objeto, cuyo centro, es Léa. A gritos reclama que le “den a
Léa” que le “lleven a Léa”. Son crisis de extremada violencia que en varias
ocasiones requieren el uso de camisa de fuerza. Crisis que, en definitiva, por
muchas de sus características, parecen la repetición del acto criminal: el
mismo grado de sobreexcitación, los mismos intentos reitera- dos de arrancarse lo5
ojos o de arrancárselos a quienes supone la separan de Léa: la guardiana y
hasta su abogado que no ha deja- do de manifestarle una atención comprensiva y
afectuosa. Las mismas exhibiciones eróticas: levantarse la falda diciendo
obscenidades. Muerde a quien se le acerca, se golpea contra muros y ventanas,
niega, en suma, lo real que la separa de Léa.
Quiere
ver a Léa, tenerla a su lado para borrar la aterradora alucinación que ahora se
le impone: “Lea, colgando de un árbol, con las piernas cortadas”. Aquella noche
del 12 de julio, la sobreexcitación de Christine es tal que una guardiana que
acude al oírla declarará luego: “tal vez Christine fuera un monstruo, pero
semejante dolor habría conmovido a una roca”. Las rocas no se conmueven y los
muros no se abres para dejarla pasar. En cambio, el corazón de la guardiana se
enternece y esta, contraviniendo todas las consignas, le trae a Léa a su celda.
Cuando Christine la ve, se precipita sobre ella, la toma en sus brazos, la
aprieta, la ahoga. Léa está a punto de desmayarse, Christine la sienta en el
borde de la cama, le quita la camisa; con una mirada de horror y en un
creciente estado de exaltación, con la respiración entrecortada, le suplica:
“Dime que si“, dime que sí...”. Lea se ahoga y se debate, intenta escapar a
esta furia. La guardiana se ve obligada a separarlas y a maniatar a Christine.
¿Qué
sombra, qué imagen, qué marioneta de su teatro estrechó Christine aquella noche
entre sus brazos? Nunca lo sabremos, pero sí sabemos, en cambio, que después de
aquel abrazo, que sería el último, Christine se hunde en un desconocimiento total
de Léa. Hasta el momento de su muerte, nunca volverá a reclamarla, nunca
volverá a nombrarla.
Al mismo tiempo que se opera esta separación tan salvaje como definitiva y que se desgarra el vínculo que mantenía estrechamente unidas a las dos hermanas,
aparece en Christine un delirio místico que desde entonces la invadirá. Figuranta de su propio proceso, con una indiferencia y una ausencia radicales,
recibe de rodillas el veredicto que la condena a muerte, a la guillotina. No
formula ninguna demanda que apunte a librarla de su destino: se niega a firmar
toda apelación o todo pedido de gracia. Deja su suerte librada a las manos de
Dios, del Dios de Emilia.
Christine muere el 18 de mayo de 1937, no en el cadalso, sino en el manicomio central de Rennes, de una muerte a la que se abandonó desde aquella noche de julio en la que se separó para siempre de Léa.
Léa,
condenada a diez años de trabajos forzados, sale de la prisión en 1943, después
de haber manifestado una conducta ejemplar, y regresa junto a su madre,
Clémence, en cuya casa vivirá hasta el fin de sus días. Léa murió en 1982.
Tal
la historia de las hermanas Papin, hijas de Clémence: Emilia sería para Dios,
Christine para la locura y Léa para su madre.
Las cuestiones teóricas del
crimen de las hermanas Papin
Antes
de embarcarme en la teorización de este caso, quisiera disipar la ilusión que
sería considerar el crimen de las hermanas Papin como una respuesta a un
contexto social, pues algunos lo redujeron al desenlace trágico de un conflicto
entre patrones y empleados.
Digo
que esta es una ilusión teniendo en cuenta una cantidad de cuestiones de puro
sentido común que el doble homicidio plantea. La primera y más importante es la
siguiente: ¿por qué alguien masacraría a sus patrones por meros desacuerdos?
Sobre todo cuando sabemos que Christine y Léa, según lo afirmaron en el
tribunal, nunca antes habían tenido empleadores tan correctos corno la familia
Lancelin. Luego, suponiendo que haya habido un conflicto, ¿por qué tanta
violencia y ensañamiento? Evidentemente,
hay que buscar en otra parte las causas de este impulso homicida.
Pero,
veamos qué caracteriza la locura de a dos y luego cómo se contagia un sujeto la
locura de otro sujeto, y cómo ese contagio llega hasta el punto de unirlos,
como pareja psicológica, en un mismo delirio. Veremos qué:
-La
locura de a dos se funda en el fenómeno inductivo debido a un vínculo
particular entre las dos
protagonistas.
-El
contagio se produce si se dan ciertas condiciones.
-Un
individuo equilibrado no se dejaría
arrastrar al delirio de un
alienado. Asimismo, no hay muchas probabilidades de que un alienado se vea
contaminado por las ideas delirantes de
otro alienado, pues cada
uno está encerrado en su propio
delirio.
Condiciones de un delirio de a
dos
De
modo que es necesario que se den condiciones muy particulares para engendrar este fenómeno. ¿Cuáles son
esas condiciones?
-Debe
darse el encuentro de dos sujetos: un sujeto activo, portador de un
delirio que le impone al otro sujeto, sobre el cual ejerce una
influencia cierta. Este último, receptivo, inclinado a la docilidad, se dejará
ganar gradualmente por la locura del otro. Con la mayor frecuencia se trata de
dos miembros de una misma familia, hermano y hermana, madre e hija o, en la
situación que nos ocupa, dos hermanas. Esta posibilidad existe igualmente entre
marido y mujer.
-Además
de esta primera condición, para que se
dé el delirio común, es necesario que esos dos individuos vivan durante un
largo período en un mismo ambiente y cultiven los mismos intereses, tengan las
mismas aprensiones y las mismas esperanzas y que sean impermeables a las
influencias exteriores. Sobre una base de confianza mutua, los dos actores
comparten sus aspiraciones y sus pesares que llegarán a transformarse en un
bien común, del que hablarán en los mismos términos y que estarán en
condiciones de reformular de manera casi idéntica. De modo que este trabajo se
desarrolla progresivamente en el tiempo y simultáneamente en los dos espíritus
hasta el punto de convertirlos en espíritus Siameses. La tercera condición
necesaria para que se instaure una locura de a dos tiene que ver con el
carácter verosímil del delirio; cuanto menos brutal parezca, tanto más fácil
será de comunicar. Un loco alucinado al extremo, perseguido hasta el exceso,
implacable en sus reivindicaciones y sus afirmaciones, tiene poca probabilidad
de arrastrar a otro, por frágil que este sea, hacia su propia locura.
En
otras palabras, el contagio es tanto más fácil cuanto más se mantiene el
delirio dentro de límites aceptables. Solo esta condición permite que las
convicciones de uno se implanten en la razón del otro. En resumen, el que llamaremos
“el débil”, en este caso Léa, solo consiente en este juego de la locura de a
dos si la historia le interesa personalmente y si su inteligencia no se rebela.
Su participación en sucesos que, en parte, tienen nexos con la realidad, le
permite dar el paso que conduce de un juicio que falla al delirio.
Es
conveniente precisar que, en la mayor parte de los casos, “el débil” suele
estar menos afectado por esta locura que su compañero. A menudo, basta con
separar a los dos protagonistas para que el segundo, liberado del influjo
delirante del compañero, se recupere y hasta llegue a criticar sus anteriores
divagaciones. Léa se encontraba en esta situación: su personalidad estaba
siendo absolutamente aniquilada por la de Christine, auténtica psicótica, que ejercía
sobre su hermana una influencia desmesurada.
Este
análisis fenomenológico, hecho ya hace mucho tiempo, fue particularmente
profundizado por Laségue a mediados del siglo XIX y tuvo gran importancia pues
puso un poco de orden en un cuadro que hasta entonces parecía confuso.
De
todos modos, nos deja situados en una perspectiva en escorzo, limitados al
aspecto descriptivo, exterior. Es un análisis que nos dice cómo pueden
producirse tales acontecimientos, pero no nos dice nada acerca del por qué, ni
acerca del mecanismo que impulsa el paso al acto. De modo que debemos
profundizar el examen.
El personaje materno
Para
comprender cuál fue el motor del crimen de las hermanas Papin tendremos que
echar alguna luz sobre otro personaje que se encuentra en las sombras de este
caso. Es Clémence, la madre. El vínculo particular que unía a las dos hermanas
puede ordenar, dar cierta forma, al crimen. Pero lo que ha de constituir el
motor de este acto demencial son dos locuras, de dos personas, habitada cada
una por su propio delirio; y estamos hablando, no de las dos hermanas, sino de
Christine y Clémence, la madre, dos psicóticas, enfrentadas Cara a cara, pues
el delirio de la hija responde al delirio de la madre. Allí se sitúa el eje
auténtico y original de este crimen, antes que en la locura de Christine y Léa,
que solo es el efecto secundario.
A
partir de ahora, hablaremos esencialmente de Christine. Pues Léa, no hizo más
que arremolinarse en los aires de influencia de su hermana mayor, no hizo más
que seguirla.
Examinemos,
en primer término, la locura de la madre. Respecto de sus hijas, Clémence
mantiene una relación de apropiación. Y a través de ellas se siente perseguida.
Alguien quiere apartar a las hijas de su lado. Y lo dice en sus cartas a
Christine y a Léa: “Cuento con vosotras dos o pesar del dolor que me causa haberme
enterado de que hay quienes están haciendo todo por haceros volver a un
convento”. En la misma misiva llega a denunciar como autores de tales maniobras
a gente de la Iglesia y a los patrones de sus hijas que las alejan de su lado.
”Os han apartado de vuestra madre [...]. Os harán caer para convertirse en
vuestros amos [...]. Harán lo que quieran con vosotras. Partid, no les deis
vuestros ocho días a nuestros empleadores. ¡Partid.!”
En otro
momento, la mujer
predice: “En la vida no sabemos lo que nos espera
[...] hay celos contra
vosotras y contra mí [...]. Desconfiad, uno cree tener amigos y muchas
veces son grandes enemigos, hasta los que están más cerca”. Y agrega: “Os han apartado
de vuestra madre para que no
veáis nada de lo que os hacen [...]. Dios nunca admitirá que encierren
a dos niñas. Entre los católicos, cuanto más honesta es una, más
infeliz”. Podemos suponer
que el deseo de Clémence de impedir que sus hijas
tomen los hábitos fue consecuencia de la
vocación religiosa de Emilia, la mayor, que no encontró otro para sustraerse a su dominio. Por otra parte, la madre nunca la aceptó ni
perdonó y jamás volvió a dirigirle la palabra. Privarla de una hija
corresponde para ella al orden de lo insoportable. Sobre todo, es indispensable
que esto no se repita. Y, como vimos, Christine no logró seguir a Emilia por
ese camino.
Las
cartas en cuestión son cartas apremiantes, escritas por una madre enloquecida,
porque sus hijas han cortado toda relación con ella. Hasta entonces, Clémence
hacía lo que quería. Las colocaba en una casa o las retiraba de ella,
a su gusto, se apoderaba de sus salarios y no dejaba de hacerles
observaciones desagradables. Christine dirá más tarde: “Desde el momento en que
nos veía esta mujer [Clémence] nos abrumaba con
sus críticas”. Mientras ese tipo de relaciones se perpetuaba, Clémence
tenía la sensación de dominar el
juego. En resumidas cuentas, tenía a sus
hijas vigiladas y las manejaba
con puño de hierro. Precisamente, Christine tratará de huir de esa mirada
acosadora y de ese dominio de la madre.
Pues si la madre tiene un
delirio de celos
(cuyo objeto son sus hijas),
Christine tiene un delirio
paranoico de persecución y de reivindicación (liberarse,
sustraerse a esa influencia).
Así
como el histérico sufre en su cuerpo y el obsesivo en sus pensamientos, el
paranoico sufre por el otro, por el semejante. Tal es el funcionamiento mental
de Christine. Funcionamiento que se basa
en la percepción del otro como perseguidor.
Estas
son, pues, las dos locuras que constituirán el punto de partida de nuestro
examen del crimen de las hermanas Papin. Para que las hermanas hayan llegado a
una situación en la que es posible cometer un crimen, hasta el punto extremo del derrumbe mental, hicieron falta
al menos tres condiciones que abordaremos sucesivamente.
Factores desencadenantes del
crimen
--Primera
condición: intento de romper el vínculo maternal. Christine trata de sustraerse
a la influencia de Clémence, objeto invasor y perseguidor. Su primera acción es
romper toda relación con ella. Luego, Christine no solo deja de darle su
sueldo, sino que la llama “señora”. Pero, evidentemente, esto no basta para
marcar la separación. Algún tiempo después, sobreviene el incidente de la
alcaldía en el que Christine profiere acusaciones contra el alcalde de la ciudad,
a quien había ido a pedirle la emancipación de Léa.
La
hermana menor representa para Christine su otro yo, una especie de prolongación
de sí misma, sensación fortalecida por su presencia permanente. La cobija, la
protege y le da profundas señales de amor. Al hacerlo encuentra una reparación
a través de su hermana. Ahora bien, Léa, esa doble de sí misma, es menor y se
halla realmente bajo la tutela materna. Es como si la propia Christine se
hallara en esa condición. Al
liberar a su hermanita de lo que la
somete, busca liberarse a sí misma; y al solicitarle al alcalde la
emancipación, en realidad se la exige a su madre. Porque se ha operado una
deslizamiento metonímico del significante mére [“madre”, en francés] al
significante maire [“alcalde”, en francés y de pronunciación semejante a mére].
Este deslizamiento se produce gracias a la similitud fonética de las dos
palabras.
A
causa del choque de los dos significantes, la demanda de emancipación llega a
ser indecible. Es una demanda que no se puede decir y que se transforma en
denuncia de persecución.
Las
hermanas se mostraban agitadas. El alcalde trató de calmarlas. Christine, sin
embargo, se presentó en la comisaría para denunciar que el hombre las persigue
en lugar de protegerlas. Estos son exactamente los mismos reproches que formula
contra su madre. Al acusar a uno de persecución, en realidad acusa al otro (a
Clémence).
--Segunda
condición: transferencia maternal sobre la futura víctima. La segunda condición
para que se creara una situación peligrosa fue la transferencia maternal
operada por Christine en la persona de
la señora Lancelin. Transferencia favorecida por su voluntad de escapar a la
persecución de Clémence y por la necesidad de ocupar el espacio dejado vacante
por la madre. Pero, ¿qué se entiende por transferencia? Si seguimos a Freud, es
una rememoración. Pero, una 'rememoración actuada, representada, como se
representa un acto en un escenario: en lugar de rememorar un sentimiento de
amor o de odio, uno ama u odia a la persona sobre la que recae la
transferencia. Esta transferencia ocurre el día en que la señora Lancelin
acepta tomar a Léa a su servicio, por pedido de Christine, y se consolida
después de la intervención de la señora relativa a los salarios de las dos
hermanas.
Al
comienzo la patrona parece por completo diferente de Clémence: no busca
satisfacer sus propios intereses a expensas de las jóvenes. Es una madre
tolerable que se preocupa por el bien de las hermanas. Además, como ya vimos,
en secreto las criadas llaman “mamá” a la señora Lancelin. Bajo el ala
protectora de esta nueva madre, Christine puede por fin sentirse a salvo.
Encuentra en esa casa una verdadera posibilidad de organizar un universo en
función de su delirio de persecución y de su busca de protección. Pero, como
todo paranoico, Christine permanece en estado de alerta constante, acechando
toda señal que pudiera representar una amenaza.
Ahora
bien, en esta relación, como en toda relación, ha habido momentos de tensión,
declaraciones poco amables y gestos torpes, como, por ejemplo, el día en que la
señora Lancelin pellizcó la manga de Léa y la obligó a ponerse de rodillas para
levantar un papel del suelo. Incidente, por supuesto, que Christine tomó muy
mal.
Observaciones”,
así llamaba Christine a las críticas recibidas tanto de Clémence como de la
señora Lancelin. Ese significante “observaciones”, que remite a la mirada,
circula de la madre a la patrona y refuerza la transferencia que, poco a poco,
se vuelve negativa. En definitiva, la patrona no parecía en nada diferente de
la madre. Y el espectro de la persecución resurgía.
No
obstante, Christine encontrará por un tiempo la manera de acomodarse a este
estado de cosas poniendo en escena lo que podríamos llamar “hacerse cargo de
una niña de manera conveniente”. Desde entonces, será ella quien ocupe el lugar
de la “madre buena” que antes correspondía a la señora Lancelin, mientras que
Léa ocupará el de Christine la niña.
--tercera
condición: la mirada. El efecto de la mirada adquirirá la mayor importancia.
Christine representará su posición de “buena madre” ante la mirada de la señora
Lancelin que se convierte en la perseguidora como antes lo fue Clémence.
Mediante ese nuevo esquema relacional, le explicará, le mostrará cómo conviene
obrar con una niña. La mirada de la patrona es de una importancia capital. Es
lo que sostiene todo el escenario. Lo que le permite a Christine, por un lado,
asumir una identidad sólida y, por el otro, encontrar reparación a través de
Léa, ofrecerse una vida imaginaria más feliz. Esto es lo que está en juego.
Este
es el último recurso que encuentra Christine para sustraerse a la persecución.
Pero, ¡atención! Es indispensable que no exista la menor falla en toda esa
estructura, que nada haga tambalear a Christine de su posición de “madre
amante”. De lo contrario, todo el equilibrio de su mundo corre el riesgo de
desbaratarse, lo cual la arrastraría al caos. De modo que lo que se abriría
ante Christine es un verdadero abismo. Se trata, pues, de una situación explosiva;
desde entonces, todo
dependerá de lo que ella lea en la mirada de la patrona.
Christine “no le quita el ojo de encima” a la señora Lancelin.
Detengámonos
por un momento, para reflexionar sobre estos datos. Ciertamente, estamos ante
una situación delicada, pero en la que aún no ha sucedido nada dramático.
Situación en la que podría encontrarse cualquier paranoico. Podemos, pues,
preguntarnos, ¿por qué Christine llegaría a matar a su patrona? En efecto, en
se locura, no todos los paranoicos matan a las personas por las que se sienten
perseguidos. ¿Qué hubo de especial en este caso? Si bien es cierto que para que
se produzca un drama, esta situación delicada es necesaria, ello no significa
que sea suficiente. Otro elemento tiene que entrar en juego para desencadenar
el asesinato y hacer que todo se derrumbe. Ha llegado el momento de abordar
ahora el aspecto psíquico del paranoico.
Dinámica paranoica del crimen
Los
fenómenos llamados paranoicos se alimentan esencialmente de lo imaginario. Los
hallamos ante ese juego de espejos en el que el otro es yo y yo soy el otro.
Uno de los modos de funcionamiento característico de esta patología es la
reciprocidad y la reversibilidad.
Si
yo lo quiero, digo que es él quien me ama; si lo odio, pienso que es él quien
me odia. Procedimientos bien ilustrados por las declaraciones de Christine al
comisario: “Mire usted —decía después del crimen—, prefiero que hayamos sido
nosotras las que las despachamos a ellas y
no ellas a
nosotras”. O también: “Ella me pega
un puntapié y yo la corté para vengarme del golpe que me había dado,
la corté en el mismo lugar donde ella me pegó a mi"'. Sin embargo,
agrega: “lo tenía ningún motivo para detestar a mis patrones”.
¿Por
qué creyó entonces que la señora Lancelin quería “despacharla”? Christine habló
de una inmensa cólera que la había invadido cuando se encontró en presencia de
su patrona. Sin duda experimentó una furiosa pulsión de destruir a la señora
Lancelin. Pero como estamos en el dominio de lo especular, en el juego de los
espejos, en el terreno de la reciprocidad, Christine no descubre esa intención
asesina en la señora Lancelin misma, la supone en la mirada de aquella mujer
que tiene ante sí. “Quiere matarme”, piensa. Esta es la economía mental común del
paranoico, de todo paranoico.
¿Qué
ha de transformar esta situación comente en un acontecimiento extraordinario?
¿Cuál es el elemento complementario que ha de desencadenar, inevitablemente
diría yo, el paso al acto? La naturaleza del mensaje leído en la mirada de la
señora Lancelin. Esa mirada ha dicho: “lo
mires para nada”. Esto es mucho más que una mera persecución. “No sirves
para nada”, “para nada” incluía la posición maternal de Christine en relación
con Léa, esa otra sí misma que se encuentra súbitamente librada a todas las
amenazas. Y esto no es todo. No se trata
solamente de una anulación del escenario instalado por Christine, del
derrumbe de su universo, hay además en esa frase una anulación de la identidad
que ella se ha fabricado y cuya solidez dependía de ese escenario. Mediante esa
acusación, la señora Lancelin le niega su condición de sujeto, la devuelve a la
nada de su ser, la convierte en un desecho. Y la puesta en movimiento de la
pulsión criminal aparece como un intento de recuperar la consistencia del ser.
Christine
dirá luego: “la no recuerdo bien lo que pasó”. Actuó como si no fuera
consciente de sus actos, como si estuviera ausente de la escena. Expulsada, en
efecto, de ese escenario por la mirada de la señora Lancelin, Christine obró
“desde otro escenario”, diría Freud. Se precipitó sobre su patrona desde ese
otro escenario en el que se encontraba para sacar a flote un ser que zozobra,
su propio ser. De ahí el carácter súbito del ataque. La extirpación de los
ojos, por su parte, corresponde al principio de reciprocidad: ella me mata con
la mirada, yo le mato la mirada. Esto explica la violencia, la crueldad del
ataque. “no sirvo para nada, debo morir, es inútil que me alimente”, dirá más
tarde Christine estando en prisión. Esto nos confirma que ese “no sirves para nada” resonó efectivamente como una sentencia de muerte.
¿Por
qué, en casos como este, el paso al acto, por monstruoso que sea, parece
inevitable? A fin de intentar responder a esta pregunta, haremos un rodeo metodológico.
La alucinación y el carácter
ineluctable del paso al acto
Reencontremos
a Christine en la prisión. Desde el comienzo de su encarcelamiento y durante
meses, su única preocupación ha sido volver a ver a su hermana. Con ese objeto,
hace huelga de hambre, de sueño y de interrogatorio. Después, un día del mes de
julio, tiene una alucinación: Léa cuelga de un árbol con las piernas cortadas.
Desde entonces se desconecta literalmente de la realidad. A manera de
ilustración, citaremos algunas de las manifestaciones de tal desconexión:
-
Christine pide ver a su marido y a su hija.
-Declara
que las señoras Lancelin no han muerto y al mismo tiempo implora el perdón de
su crimen.
-Intenta
hundirse los ojos.
-Termina
por arrojarse contra las paredes y las puertas mientras llama a Léa, rechazando
esas realidades tangibles que la separan de su hermana.
¿Qué
significa esta alucinación? Y, ¿qué hace que, después de esta alucinación, se
desencadene la locura? La alucinación es una representación psíquica que irrumpe
al exterior y se impone como percepción. Es una ruptura en la lectura de lo
real. Esto se aproxima a la formulación de Lacan, ya clásica, según la cual “la
alucinación es la aparición en lo real de lo que no pudo acontecer en lo
simbólico”. Dicho de otro modo, es un elemento primordial de la constitución
del sujeto que surgió fuera porque no pudo inscribirse en el orden simbólico de
ese sujeto.
Este
elemento fundamental que falta, que no pudo ser simbolizado, es la castración.
Y es lo que se da en el caso de Christine. En esta alucinación hay algo
insoportable, es la representación
de un cuerpo mutilado, de un cuerpo castrado, el cuerpo de Léa, es decir, de
Christine. Ante esta representación, la joven no encuentra respuesta, pues para
ella se trata de admitir lo inadmisible, de integrar un dato que no tiene lugar
en su organización psíquica pues ello equivaldría al derrumbe y la muerte
psíquica. Esto es lo que produce el cataclismo imaginario y el
desencadenamiento de la locura.
¿Por
qué el psicótico no encuentra respuesta a esta pregunta esencial? Porque el
padre simbólico, quien debe asegurar la castración, estuvo ausente. Su función
fue forcluída. Es lo que llamamos, con Jacques Lacan, la forclusión del
hombre-del-padre.
Aterrada,
Christine termina por creer que volver a ver a su hermana menor bastará para
desmentir el horror de esta imagen que se le impone. Hasta trata de arrancarse
los ojos para protegerse de esa visión. Si observamos las cosas más de cerca,
arrancarse los ojos no es el colmo de la atrocidad, como cualquiera podría
pensar. El colmo de la atrocidad es más bien continuar viendo; arrancarse los
ojos es hacer cesar la alucinación intolerable. Esto puede echar alguna luz
sobre la crueldad de su crimen. Pues podemos suponer que la enucleación de sus
víctimas responde al mismo principio. A saber, una tensión indomeñable
provocada por la mirada de la señora Lancelin, tensión que había que aflojar a
cualquier precio.
Además,
Christine le confió al juez que la crisis de la prisión se parecía a la que
había vivido cuando se lanzó contra se patrona. En efecto, en ambos casos
comprobamos la existencia de una cólera extrema, de una violencia máxima y el
gesto de arrancar los ojos. En un caso, la mirada de la señora Lancelin, en el
otro, su propia mirada sobre la alucinación. Ambas miradas provocan una
sobreexcitación inmanejable. En ambos casos Christine actúa.
El
paso al acto llega a ser el último recurso convocado por el principio de
placer; el placer no estriba en arrancar los ojos, sino en reducir una tensión
insostenible.
Y
la terrible crisis que Christine experimenta en la prisión no es otra cosa que
un intento de consolidación de esta representación, un intento de integrarla en
la red simbólica. Pero, al no tener un lugar en el orden simbólico, el intento
está condenado al fracaso. De ahí, el terror y el desasosiego. Solo quedaba,
pues, ver a Léa, aun corriendo el riesgo de negar la realidad de los muros y
las puertas, para disipar finalmente la alucinación.
La
entrevista con la hermana tendrá efectos sorprendentes: Christine ya no volverá a reclamar su
presencia y nunca más pronunciará su nombre. Se hundirá progresivamente en un
delirio místico y pasara las horas arrodillada, rezando, besando la tierra y
haciendo señales de la cruz con la lengua en el suelo, las paredes y los
muebles. Pedirá que se la castigue y aceptará su destino que deja ya únicamente
en manos de Dios. Este llamado a Dios como salvador será su último intento de
dar un lugar al nombre del padre, del padre simbólico, portador de la ley que,
como ya dijimos, no pudo inscribirse en su momento.
¿Qué
tenemos entonces? Por un lado, el fracaso de la identificación imaginaria con
una Léa que tiene el cuerpo mutilado; por el otro, el fracaso de la
identificación simbólica, puesto que su esfuerzo por establecer una función
paternal introduciendo a Dios se hace a través de un delirio místico. A falta
de una castración simbólica, Christine abandonará entonces todo su cuerpo a la
muerte. El único punto de anclaje con la identidad era esa realidad de un
cuerpo reducido a la única realidad de la carne. Así es como Christine se
desliza gradualmente en la esquizofrenia y, hay quien hasta lo ha dicho, en el
autismo.
Conclusión
Hemos visto
que el delirio de a dos de Christine y Léa está en el corazón mismo de este
acontecimiento macabro. Si la hermana mayor no hubiese considerado a la menor
como su doble, probablemente este crimen no habría ocurrido. Pero habría tenido
aún menos probabilidad de producirse si la locura de la madre no hubiese
engendrado la locura de la hija. Imbricación, pues, de elementos que fue fatal
para las infortunadas víctimas.
Para
terminar, ¿qué decir de esos dos monstruos de cruel dad implacable? “Dos
monstruos sanguinarios" como se complacieron en pintarlas ciertos tenores
de opinión de la época. ¿No habrán sido más bien víctimas conmovedoras de un
destino maldito?
Pues,
en definitiva, las hermanas
debieron desafiar la vida con una identidad imprecisa. Debieron
afrontar, sin armas, el enigma de la relación con el otro, el enigma del sexo y
del amor. Entonces, perplejas, recluidas, se acurrucaron en un amor absoluto y
recíproco, universo cerrado en el cual estaba excluido lo masculino. Podemos
imaginar los tormentos que las llevaron un día a eliminar a sus desgraciadas
patronas, creyendo que estaban eliminando el mal que las consumía.
Al
evocar el crimen, Christine habló ingenua pero oportunamente del “misterio de
la vida”. El asesinato no pudo aportarle una respuesta a este interrogante y
Christine se hundió en el anonadamiento esquizofrénico.
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